Capitulo 3

Martes, 22 de junio de 1999,12:08 AM

Aparcamiento del Gran Museo de Arte

Atlanta, Georgia

—McDonough —dijo Hesha.

—¡Señor! —Había algo de temor bajo el tono seco y profesional. El chófer de Vegel había oído antes la voz del jefe, pero no con frecuencia.

—El número de Vegel no contesta. Encuéntrele. Haga que me llame.

McDonough se quedó sentado por un momento, pensando. Probó personalmente la línea de Vegel, y cuando la edulcorada voz de la compañía telefónica empezó su discurso, cortó la comunicación y salió del vehículo. Tras comprobar dos veces las alarmas del coche, cruzó el aparcamiento subterráneo hacia el ascensor. Los ojos de otros nombres y mujeres estuvieron fijos sobre él a lo largo de todo el camino: guardias, conductores, matones, juguetes y monstruos esperando a que sus amos volviesen de la fiesta de arriba. Dio un rodeo para evitar al grupo de fumadores de la salida, y las puertas del ascensor se abrieron para mostrar a un caballero robusto y de aspecto antipático vestido con un esmoquin. McDonough mantuvo las manos quietas y a la vista.

—El señor Vegel tiene una llamada importante. Debo hablar con él —dijo en tono neutro.

—Pase.

Los dos hombres subieron hasta el nivel del sótano del museo, y McDonough fue recibido por otros ocho guardias, todos vestidos de etiqueta. Recordaban a un juego de cuchillos: esbeltos, elegantes, letales.

—Espere aquí —dijo el hombre del ascensor.

Volvió a aparecer a los diez minutos, abriendo la puerta para que pasase una mujer... una mujer más elegante y letal que cualquier "cuchillo" de la sala. Sus rizos oscuros flotaban en torno a su cabeza mientras andaba hacia McDonough; su sencilla túnica blanca sin mangas ondulaba y destellaba a cada paso. La mujer le sonrió, y el resto de la estancia dejó de existir; le habló, y McDonough tuvo problemas para recordar su propio nombre.

—Lo lamento, pero Vegel parece haber dejado mi fiesta, señor...

—Mc... McDonough.

—¿Tenía un mensaje para él?

—El señor Ruhadze le ha llamado, y su teléfono no funciona. Pensé que...

—No está aquí. Déjeme atender la llamada.

McDonough sacó un teléfono del bolsillo —demasiado fascinado por aquellos ojos verdes para reparar en el gesto automático de los guardias hacia el interior de sus chaquetas— y llamó al coche en Nueva York.

—Hola —dijo ella, caminando hacia un rincón de la estancia. Sus lacayos se mantuvieron a cierta distancia.

—¿Quién es? —dijo Hesha en tono neutro.

—Victoria. Victoria Ash.

—Es un placer hablar con usted, señorita Ash...

—Victoria...

—¿A qué debo esta inesperada delicia?

—Tengo aquí a su hombre... un tal señor McDonough, que ha venido con un recado suyo. Por supuesto, el señor McDonough no era bienvenido escaleras arriba... así que como cortesía hacia usted, he buscado yo misma a su errabundo amigo.

—¿Y?

—Nadie ha visto a Vegel desde la medianoche. Una lástima, porque es un conversador delicioso. —Hizo una pausa—. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted, Hesha?

—No —contestó él, y había tan poca emoción en aquella sílaba como seducción en las de ella—. Muchas gracias por sus esfuerzos, Victoria. Si Vegel reapareciese...

—Le diré que le llame. ¿Tiene él su número?

—Mucha gente parece tenerlo. Buenas noches, Victoria.

—Buenas noches, Hesha.