
Capitulo 29
Jueves, 8 de julio de 1999, 9:14 AM
Granja Laurel Ridge
Columbia, Maryland
Ronald Thompson despertó con una sacudida.
Una alarma... en algún lugar dentro de la casa, a juzgar por el tono. Apartó la ropa de la cama y abrió un panel. Las luces de perímetro eran verdes, lo que según el sistema indicaba que la casa en sí estaba segura, pero un intruso había conseguido llegar hasta la bóveda de Vegel. El sol que entraba por las ventanas le recordó que Hesha estaría dormido... profundamente dormido...
Thompson corrió por el salón, subiendo casi a saltos las escaleras y llamando al Áspid mientras lo hacía. Gracias a Dios que era Raphael quien estaba allí: si había que luchar, aquella cruel personita era el mejor de los gemelos.
Abrió de un tirón la puerta del montacargas y bajó lo más rápidamente posible al segundo sótano.
Su estómago puso objeciones a la bajada, y maldijo a Liz por la charada que debían seguir todos. Su lugar estaba en su habitación del bunker de seguridad, no escaleras arriba en aquella casa vieja. Soltó un juramento mientras cogía una de las pistolas del soporte junto a la puerta. Leyó los códigos e luces mientras corría por la estación de vigilancia, y maldijo de nuevo. No necesitaba culpar a Liz. El punto de entrada del intruso era su habitación: el maldito Cainita se habría ocupado de ella después de forzar la puerta. Vegel debía de haber sido capturado, no asesinado...
La puerta que comunicaba la bóveda de Vegel con la de Hesha seguía cerrada. Bien. Quizá hubiese tiempo para ver quién o qué había podido colarse. Puso las luces y la cámara en funcionamiento, y se quedó helado.
Elizabeth Dimitros, vestida con un pijama a rayas azul claro, vagaba sin rumbo por la cripta. La puerta a su habitación —la de Vegel— estaba abierta a sus espaldas. No salía ninguna luz.
Thompson bajó su pistola, abriendo el intercomunicador para detener al asesino.
—Sólo es Liz, Áspid. Parece que es sonámbula.
—No me jodas.
—No. El mecanismo de la puerta debe de tener un fallo. Subiré para llevarla de vuelta a la cama antes de que se golpee en la cabeza con una piedra y se despierte. —Thompson redujo la intensidad de las luces en la bóveda hasta la de una vela, puso de nuevo el automático y devolvió el orden a la casa.
* * *
Hesha salió de su lugar de reposo a la cámara exterior. Quedó un tanto sorprendido al ver a Thompson ya en la estancia, y algo más molesto por el hecho de que su sirviente no estuviese esperándole. La puerta que daba a las habitaciones de Vegel estaba abierta, y las manos de Thompson estaban ocupadas con el delicado mecanismo que las mantenía cerradas.
—¿Thompson? —llamó enarcando una ceja de ébano.
Su sirviente se puso en pie para hablar.
—El mecanismo estaba suelto, señor. —Iba a continuar, pero Hesha le interrumpió.
—¿Dónde está Elizabeth?
—Le he pedido que vaya a recoger el correo. No hay problema: llené el buzón con la clase habitual de cosas que hay en un buzón. Pero tenía que sacarla de la casa para trabajar en esto.
—¿Y por qué motivo en especial era imprescindible que arreglásemos el mecanismo precisamente hoy?
Thompson hizo rechinar los dientes ante el tono del Setita, pero contestó con bastante tranquilidad.
—Porque nuestra querida Liz es sonámbula, y esta mañana ha pasado por la puerta de Vegel sin darse cuenta. Pensé que quería usted que las zonas seguras fuesen seguras, señor.
Hesha asintió.
—Por supuesto. —Miró la cerradura, inspeccionando el trabajo—. Gracias, Thompson.
* * *
Tras su conversación del crepúsculo, Hesha siguió a Thompson al bunker, y el mortal puso las cintas de la mañana para su jefe.
Elizabeth, como vieron por las cámaras, estaba trabajando con el bloque, limpiando concienzudamente una parte del barro no tocada antes. Hesha dejó ir a Thompson para que comprobase todas las puertas ocultas, paneles, trampillas y depósitos escondidos en el resto de la casa.
El Setita se sentó ante la consola para ver un vídeo tras otro en las máquinas. Dispuso los contadores para que mostrasen las grabaciones a partir del mismo momento: más o menos una hora antes del frenético despertar de Thompson. Esperó con la paciencia de la muerte, hasta que algo empezó a moverse en la habitación de Vegel.
La dormida forma de la mujer se agitaba torpemente en la enorme cama. Las sábanas se habían enredado en torno a sus piernas, y la parte superior del pijama se había subido sobre su cuerpo hasta casi ahogarla con el primer botón. Diez minutos después, sus inconscientes tirones habían conseguido liberar sus piernas, que ahora colgaban sobre el borde del colchón. Tocó el suelo con un pie y se incorporó, saliendo de la cama y avanzando hacia los armarios. Abrió un cajón con manos inseguras y sacó un par de calcetines que dejó sobre la cama, aparentemente olvidados.
Elizabeth, con los ojos medio abiertos, se dirigió hacia el escritorio. Intentó escribir algo con el extremo de la goma de un lápiz... parte en un cuaderno que había sobre el escritorio, parte sobre la superficie de madera y piel del mueble. Siguió la pared hasta el extremo de la estancia, jugando vagamente con las notas y artículos clavados. Su cuerpo ocultaba el mecanismo de la puerta a la cámara, así que Hesha no pudo ver cómo había ocurrido el accidente, pero la puerta se abrió un poco y la mujer pisó el frío suelo de piedra de la cripta.
Hesha observó ociosamente mientras las demás cámaras empezaban a mostrar la acción: Thompson a medio vestir y corriendo por la casa, el Áspid deslizándose sinuosamente escaleras abajo desde la cocina con las armas a punto, Thompson en el montacargas, en el bunker, en la habitación con la sonámbula, cogiéndola de la manga, cerrando la puerta, llevando amablemente a Liz hasta la cama.
Hesha observó a Thompson observando a Elizabeth mientras ella volvía al sueño normal. El viejo policía se mantuvo inmóvil como una estatua durante ocho minutos, y después se volvió para salir por la puerta visible. Hesha pasó los ocho minutos observando a los mortales en la cinta, y después pulsó el botón de desconectar.
—¿Ya está asegurado? —preguntó a Thompson, que acababa de regresar de su inspección.
—Sí, señor.
Los ojos de ambos saltaron a la vez al monitor central. Al detener la reproducción de las cintas, había vuelto a las últimas órdenes de Thompson, y Elizabeth y el bloque de barro aparecían en color y sin sonido. El Áspid acababa de entrar en imagen.
Raphael Mercurio llevaba una bandeja... chili, que Thompson sabía que era por suerte obra recalentada del otro gemelo. Elizabeth sonrió educadamente, pero se movió hasta el rincón más alejado de la zona de trabajo.
El Áspid despejó una polvorienta mesita justo fuera de la lona y depositó su carga sobre ella con un grácil floreo y una sonrisa. Elizabeth sonrió a su vez, pero sus ojos estaban estremecidos, y permaneció en el mismo lugar. Un dedo sucio de polvo señaló el bloque de barro, y ella dijo algo... Hesha se inclinó hacia delante y puso el sonido.
—...este último pedazo —decía Elizabeth con su débil sonrisa—. Pero gracias por bajarlo, es muy amable por tu parte.
—No, no. Es mi trabajo. Tengo que asegurarme de que no te mueres de hambre, Liz. Eres una chica guapa: deberías mantener la carne sobre los huesos y las rosas en tus mejillas, ya lo sabes, ¿no? No se trata sólo de mí: te enfrentas a generaciones de abuelas Mercurio posadas sobre mi hombro, y todas insisten en ello. —Se rió, y ella intentó sonreír.
El Áspid dejó a Elizabeth con su cena, pero ella no dejó la seguridad de la alfombra de lona hasta que los pies del hombrecillo desparecieron por la escalera, y el alivio en su rostro era obvio.
—Santa mierda... —susurró Thompson—. ¿Lo sabe?
Hesha contempló cómo su invitada se limpiaba las manos y se sentaba a comer. Elizabeth husmeó la comida con suspicacia, y por fin tomó la cuchara sin mucho entusiasmo.
—No —dijo—. Creo que no. Simplemente tiene buen instinto. Está asustada de él... y eso es interesante. —Hizo girar la silla para quedar ante la cara de su protegida.
—¿Debo llamar a Gabe para que venga del pueblo?
—Supongo que sería lo mejor. El miedo puede hacer que el sueño sea intranquilo. Que Raphael se mantenga lejos de ella hasta que podamos hacer el cambio.
* * *
—¿Quieres hacer los honores? —preguntó Elizabeth, sosteniendo un pedazo de barro entre las manos enguantadas.
—Gracias —dijo Hesha en tono neutro. Cogió la púa de dentista y, con destreza profesional, rascó los fragmentos de barro que mantenían adherida el asa de la jarra. En menos de un minuto, la frágil pieza de cerámica se movió de su lugar, y Hesha tomó la bandeja.
Elizabeth puso suavemente el fragmento en forma de hoja en el recipiente, tomándose tiempo para determinar qué posición impediría que se rompiese bajo su propio peso.
—Abajo —dijo.
—Abajo —confirmó Hesha, poniendo la bandeja a un lado.
Se inclinaron para contemplar el duramente ganado tesoro: aún cubierto de tierra y polvo de su prisión, era de un costroso y poco impresionante color pardo.
—No parece gran cosa, ¿verdad? —se quejó Elizabeth.
Hesha sonrió, meneando la cabeza.
—Es más viejo que nosotros. Con eso basta, por el momento. Y puede que encaje con alguno de los fragmentos de Vegel.
—Sigue sin ser mucho. Lamento haberte hecho bajar para esto, pero para hacerlo no bastaba con dos manos, y no podía encontrar a Ron.
Hesha asintió, aventurando una sugerencia.
—Pero Mercurio está en la cocina...
Elizabeth se ruborizó, volviéndose hacia el bloque de barro.
Hesha leyó aquella reacción teniendo presente el informe de Thompson. Podía ser que el miedo al Áspid hubiese provocado su rubor, pero él sospechaba que ni siquiera había buscado a ninguno de los dos hombres... un fragmento desprendido era una buena excusa para verle personalmente. Decidió mantener la actitud profesional aquella noche. Al borde de la lona, examinó en silencio el progreso del trabajo. La joven había desdeñado las que a él le habían parecido siempre las secciones más prometedoras, y tenía las manos metidas en un gran cráter más abajo.
Elizabeth hizo una mueca para sus adentros. Aunque al Áspid, ahora que lo conocía mejor, hacía que se le erizase el pelo, podía haberle pedido ayuda en vez de molestar a su patrón. Consciente de su aspecto, se colocó algunos mechones sueltos de pelo detrás de las orejas. Pero la estupidez tenía sus ventajas. Reconoció que se alegraba de que Hesha hubiese salido de su despacho. Estaba sentado a menos de un metro de ella. Las mangas de su camisa perfectamente blanca estaban recogidas, arrugadas y sucias por el trabajo, sus ojos color azabache tenían una mirada abrasadora... que estaba clavada en la roca, por supuesto, y absolutamente ignorante de ella.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él. Usaba la voz profesoral a la que tan bien había respondido ella hablando de su tesis.
Elizabeth estaba metiendo trapos en la parte más profunda del agujero y tanteando la sección superior con dos dedos. Se aclaró la garganta.
—Verá, profesor —respondió, interpretando (como él había esperado) el papel de joven y esforzada estudiante—: se me ocurrió que la capa expuesta por el señor Vegel estaba demasiado alterada por los progresos para seguir adelante. Pretendo aislar la proyección cargada de fragmentos y sacarla. Espero que así sea más fácil separar los fragmentos... trabajando desde atrás, por así decirlo.
—Siga, señorita Dimitros.
—Eso es todo —rió ella—. Si los cálculos de Vegel sobre la sedimentación de esta cosa son correctos, probablemente tendré que retroceder para hacerlo todo de la forma difícil. Pero creo que sólo acertaba a medias.
Hesha estudió la roca.
—¿Y la roca es sólo "esta cosa"? —Ella le miró sin comprender—. ¿No es un él, o una ella, o... —Elizabeth enrojeció, y Hesha mostró una astuta sonrisa—. ¿Qué es?
—Oh, Señor... —Pateó la lona con resentimiento—. Te cuento una historia y...
—Adelante.
—Es un eso. Es la roca de Sísifo. Es grande, e incómoda, y cuando llegas a la meta —hizo un gesto hacia el fragmento en forma de hoja— te encuentras otra vez en el punto de partida, espantosamente decepcionado porque tras la meta no hay más que otra meta, exactamente como al principio. —Soltó un gruñido en el agujero—. ¿Cuánto tiempo trabajó Vegel en esto?
Hesha frunció el ceño.
—Mucho.
—Y probablemente Sísifo sigue cargando con su miseria, su culpa y su vergüenza montaña arriba. Se supone que es un tipo listo, así que lo lógico es pensar que haría algo al respecto. —Elizabeth captó la inquisitiva mirada de Hesha y siguió hablando—. Tiene que haber otras piedras en el infierno: si cogiese una y diese a la roca un buen golpe en el mismo sitio cada vez, acabaría abriendo una grieta... y uno de estos milenios, la roca se partiría al bajar rodando por la montaña. Lo siento, estoy parloteando. Probablemente metieron su sabiduría en algún lugar de la roca... es una alegoría, después de todo.
Hesha no dijo nada, y Elizabeth volvió al cráter que había convertido en metáfora. Sísifo... futilidad... qué apropiado... concéntrate en tu trabajo, Lizzie... y olvídate de él. Siguió rascando la roca resueltamente. Lo mejor será volver a casa con los Rutherford sin ponerte en ridículo. Cliente importante... profunda relación profesional... hazlo por la señora Agnes... él quiere las pinturas restauradas y tú eres condenadamente buena en ello...
—¿Y ahora? —preguntó Hesha.
—Estabilizaré la superficie interior. Está cristalizada... —Dio unos golpecitos observando la roca. Y puede que encuentres algo decente en esta cosa... no roto... o bien decorado... o huesos... o incluso... metal...
—Tu próximo proyecto --aclaró él.
—Lo siento. Pensaba quedarme unas horas más hurgando en esto, y después empezar con el frotado de otra tela.
—¿No trabajas hoy con el papiro?
Elizabeth se estiró, contemplando intrigada la enorme masa.
—He llegado a ver jeroglíficos en sueños. Necesito un cambio... y hay algo satisfactorio en buscar aquí dentro. Reunir los pedazos de algo allí —hizo un gesto hacia la mesa alargada—, separar pedazos aquí... Si lo prefieres, puedo trabajar con el papiro —dijo encogiéndose de hombros y jugando un poco con las herramientas.
—Por favor, haz lo que quieras. Las pinturas están quedando bastante bien. —Hesha aguardó, esperando a medias que ella alargase el encuentro. Pero por el momento parecía más interesada en la roca de Vegel que en él. Bien, pensó. Thompson debía de haberse confundido. Se levantó bruscamente, sacudiéndose el polvo de la piel y las ropas, y volvió a su estudio. Elizabeth ni siquiera alzó la mirada, y Hesha salió de la estancia con un humor perversamente insatisfecho.