Capitulo 36

Miércoles, 14 de julio de 1999, 3:56 PM

Granja Laurel Ridge

Columbia, Maryland

—Luz —dijo Thompson—. ¿Señor? Estamos en el último escalón. No podemos seguir avanzando si no...

La criatura que sostenía en sus brazos siseó, y los ecos sibilantes llenaron la cámara.

—Gracias, señor. —Thompson se puso en marcha de nuevo—. Cuidado con dónde pisas, Raf. No te morderán ahora que él lo ha dicho, pero arrastra los pies para estar seguros. Ahora a la derecha. Con calma.

Elizabeth cerró los ojos, tomó aire y se adentró suavemente la confusión de serpientes que llegaba hasta sus tobillos. La procesión pasó por la Octava Hora y la Séptima. Elizabeth tenía que detenerse con frecuencia para encontrar un sitio despejado donde poner los pies. Se sentía como si las estrellas del techo se moviesen con ellos y como si la masa de reptiles tuviese los ojos fijos en ella.

—Ahora derecho hasta la caja de arena, Raf. ¿Liz? Ven por aquí.

Llegaron hasta el centro de la tumba. Elizabeth iba tras ellos, segura ya de que algo la seguía.

—Bien. Bajémoslo.

Thompson depositó a su amo sobre un largo y fino banco al borde de un gran circulo de arena blanca. De un pequeño cofre con cajones junto a la arena, sacó un amuleto de bronce en un cordón negro y una bolsita cerrada por un cordel. Se los entregó a Hesha sin decir una palabra, y los dedos del Setita cobraron vida.

—¿Qué le ocurre? —susurró Elizabeth.

—Silencio —ordenó Thompson, suavizando el tono al ver la cara de la joven—. Está bien, sólo... está concentrándose. No puede malgastar energías. No le distraigas. —Tiró de ella hasta la pared, despejando un poco de sitio para sentarse. Al otro lado de la arena, el Áspid hizo lo mismo.

Las manos de Hesha se quedaron quietas. No ocurrió nada por un momento. Entonces se quedó sentado sobre el banco, estirando las manos ante él, fuertemente apretadas, y moviendo la boca como si hablase. Los tres mortales oyeron sólo un tenue silbido, como una brisa.

El brazo derecho de Hesha se quedó rígido como el de una estatua, y el izquierdo bajó poco a poco, sosteniendo la figura de bronce. El ojo blanco de la estatua había sido atado al nudo por encima de ella. La punta del amuleto tocó la arena; el brazo izquierdo del Setita cayó en su regazo, y aunque su cuerpo no se movía, el péndulo empezó a oscilar fuertemente.

Elizabeth lo contempló fascinada. Aquel pequeño objeto estaba desobedeciendo la mitad de las leyes de la física: tras un rápido latigazo en una dirección hasta donde lo permitía el cordón, volvía al centro a la misma velocidad, cambiaba de dirección y describía lentamente un corto arco. Lento, rápido, corto, largo, haciendo giros pronunciados y describiendo amplios ángulos. Es como un juguete, pensó ella. Apoyó las manos en el suelo para sentarse en posición erguida y ver mejor. Unas finas líneas negras aparecían en la arena, allí donde se movía el amuleto.

Cuando se detuvo, lo hizo de repente. El ojo y el peso dieron un último tirón desesperado hacia la larga línea y se quedaron allí, temblando, mientras el polvo oscuro caía sobre la arena. Hesha alargó la mano para coger el amuleto.

—Kettridge está en Filadelfia —dijo con voz absolutamente normal—. Haz que la agencia le proporcione protección. Él no debe saber que el equipo está allí; no se le debe molestar... pero necesitará más ojos y potencia de fuego de la que calculo que puede disponer por sí mismo. ¿Quién le ha visto allí?

—Pauline Richards, señor. Con su permiso, me gustaría que ella liderase el equipo. Es una de los candidatos que he estado considerando para sustituirme.

—Como quieras. —Hesha abrió los ojos. Kettridge siguió mi consejo. Interesante. El otro ojo rojo seguía en la ciudad de Nueva York. Sospechaba que lo tenía un hechicero; de ser así, era completamente inaccesible... pero entonces, ¿por qué estaba... desatendido? No había ninguna presencia conectada con él. El Ojo estaba en Atlanta. Muy bien. Podía quedarse allí, ahora que él comprendía su origen. Hesha frotó la cuenta blanca entre los dedos, sacándola del cordón y atándola de nuevo a su cuello. La línea larga; la línea demasiado débil e irregular para ser rastreada de la primera noche en Nueva York... ya sabía dónde terminaba.

Se volvió hacia el Áspid.

—Gracias por tu ayuda. ¿Puedes ocuparte de la consola mientras Thompson y yo organizamos los preparativos? Hay poco tiempo —pidió, añadiendo luego:— Muéstrale la salida segura, si no te importa.

—Sí, señor. —Raphael bailó ágilmente entre las víboras.

Liz vaciló, acercándose a Hesha.

—Buenas noches, Elizabeth —se despidió él resueltamente.

La joven apretó la mandíbula y se apresuró a reunirse con su guía. Ambos desaparecieron escaleras arriba.

—Thompson, el Ojo está en Atlanta, pero su fuente de poder está en Calcuta. Salimos de inmediato hacia la India.

El Setita se puso en pie, dirigiéndose hacia su sarcófago, Las serpientes le abrieron camino, y Ron le siguió.

—Llama a Janet en cuanto me dejes, y prepara equipo para ti y el Áspid. Esperad lo peor. Reunión al crepúsculo como de costumbre, pero haz que asista la señorita Dimitros.

—¡Señor! ¿Vamos a...? ¡No podemos llevarla con nosotros!

—¿No? —Hesha se sentó al borde de su lecho de piedra—. Lo que no podemos hacer es dejarla sola, Thompson; no podemos enviarla de vuelta a Nueva York hasta que estemos seguros de ella. La doctora está en Alaska, y no creo que su segundo al mando sea tan tratable... aun si yo estuviese dispuesto a arriesgar la salud de Elizabeth dejándola en coma durante nuestras semanas o meses de ausencia. Podríamos matarla, por supuesto... pero creo que la encontraremos útil en Calcuta. A menos que quieras que lo reconsidere, Thompson.

—No. —La rojiza cara de Thompson estaba pálida—. No, señor, gracias.

—Déjame —dijo el monstruo, tendiéndose—. El sol va a salir.

* * *

Elizabeth apareció, insegura pero equilibrada, en la puerta entre su habitación y la cripta de Vegel. Thompson le señaló la silla vacía al lado de la suya y sonrió para tranquilizarla. Entregó un grueso fajo de documentos a Liz, incluyendo su pasaporte, cartilla de vacunación y papeles de la universidad, que había dejado en su apartamento de Nueva York.

Thompson abrió su bloc de notas —uno nuevo, dedicado exclusivamente a Calcuta— y se sentó con aire expectante. Raphael tomó asiento, y tras un intervalo dramáticamente apropiado apareció el mismo Hesha.

—Buenas noches —dijo el Setita, ocupando su lugar en el banco de piedra—. ¿Janet? —llamó mirando al techo.

—Aquí, señor.

Hesha miró a Liz, haciendo un gesto al aire.

—Elizabeth Dimitros, Janet Lindbergh. Me temo que las circunstancias no permiten una presentación más formal. Señorita Dimitros, esta tarde partimos hacia Calcuta.

Ella enarcó las cejas, sorprendida. Alzó la barbilla desafiante y las chispas doradas de sus ojos destellaron hacia el rostro del Setita, atravesándolo. Se retiró un poco, pero sin decir nada, y Hesha, que había preparado un rápido y discreto discurso para convencerla si era necesario, prescindió del mismo y siguió hablando.

—Thompson y el Áspid vienen con nosotros; la señora Lindbergh y el Áspid se quedan en la retaguardia. Informes, por favor.

Janet enumeró con eficiencia los preparativos y las identidades falsas bajo las que viajaría, incluyendo un pasaporte diplomático para el Áspid.

—Con sello diplomático en todo su equipaje... incluido usted, señor.

—Excelente —dijo Hesha—. ¿Hotel?

—El Oberoi Grand. Céntrico, caro, tradicional pero reamueblado... y con una suite disponible que reúne sobradamente los requisitos básicos del señor Thompson, señor.

Ron tomó la palabra.

—Hemos asegurado las apuestas con habitaciones de incógnito en diversos lugares más apropiados de toda la ciudad. Tengo agentes en ruta para que las ocupen y formen parte del equipo de protección. Y habrá un H. M. Ruhadze haciendo los apropiados pasos por la frontera que coincidan con su aparición y desaparición ante el público.

—¿Equipo?

Thompson miró a Elizabeth. Él y el Áspid tenían tomadas sus decisiones, pero... eran un tanto reveladoras. En vez de leer la lista en voz alta, pasó el bloc de notas a su jefe. Hesha leyó la lista sin expresión, alargando la mano hacia él, y Ron le entregó el lápiz.

—Reservas adicionales de los objetos que he marcado: podemos necesitarlos para comerciaren el mercado negro. De lo contrario, los distribuiremos como muestra de buena voluntad antes de irnos.

»En cuanto a los enseres personales: estad preparados para cualquier cosa. Áspid, puedes pasar por un lugareño si no hablas. Quiero tus disfraces y mi equipo preparados en cuanto aterricemos. Podremos conseguir ropa nativa adicional cuando estemos en la ciudad, pero para hacerlo sin despertar sospechas tendremos que mezclarnos con la gente antes de entrar en las tiendas.

»Thompson: ropa occidental. Prendas de turista, traje de negocios, guardaespaldas de cualquier nivel. Si puedes imitar el acento añadiremos un grado anglo-indio.

»Elizabeth: Haz tu equipaje, pero no lleves todos los libros. Repasa el itinerario previsto y elige los que podrían serte de ayuda para tu tesis en esos lugares. Cógelos de la biblioteca de Vegel si hace falta, y cualquier cosa que tengamos sobre mitología bengalí. Pasarás la mayor parte de nuestra estancia allí estudiando eso y los jeroglíficos. En cuanto a la ropa, quiero que lleves tus propias cosas en tus propias maletas. Thompson, quiero que tenga guardarropa de turista, de negocios y de gala en el Oberoi Grand cuando lleguemos.

—No tengo ropa de gala, Hesha —intervino Elizabeth—. Supongo que tus hombres pueden robar mi ropa y mis cosas de mi apartamento, como han hecho con mi pasaporte, pero mi vestido plateado es el único que...

—Nos ocuparemos de ello —cortó él.

Elizabeth cedió, y Thompson pasó a una nueva página de su bloc. El señor de la casa les dio instrucciones sobre la reclamación de equipajes, la facturación de maletas bajo etiquetas distintas, y el punto de encuentro.

Una sensación parecida a la nostalgia se asentó en los huesos del viejo policía. Allí estaba Hesha, al mando de la expedición, cuidando de todos los detalles. El Áspid, mortífero pero familiar, zalamero y silencioso. Janet, aguda y eficiente, pensando en todo casi tan rápido como el mismo jefe. Y aunque Vegel no estaba con ellos para dar una cierta calidez retorcida a la eficacia, al menos Elizabeth formaba ya parte del equipo en lugar de oponerse a él. Podía verla dentro de un año, trabajando en el museo, charlando con la pobre y solitaria Janet, bromeando con los gemelos y aprendiendo de él cómo vigilar y disparar y llevar el sistema de la granja. Miró a la elegante cabeza oscura junto a él y sonrió. Hermanita, pensó. Bastante cerca.