Capitulo 33

Viernes, 27 de agosto de 1999, 10:12 PM

Red Hook, Brooklyn

Ciudad de Nueva York

La puerta del apartamento se abrió con fuerza, golpeando la pared. Milésimas de segundo después, Khalil la cerró con fuerza a sus espaldas.

—¡Mierda! ¡Ni siquiera sé por qué me molesto! —avanzó a grandes zancadas por la sala y lanzó el pequeño saco de lona que llevaba contra el mueble de la cocina. Cayeron algunas joyas de oro y piedras preciosas.

Ramona, ligeramente aburrida, se recostó contra una estantería.

—Deja que adivine —dijo—. Tu brillante idea de intentarlo con Sammy's Pawn 'n' Gun no ha servido de mucho.

—¡Ese idiota sería incapaz de reconocer las joyas de la corona aunque alguien se las metiera por el culo! Y créeme, tuve tentaciones de hacerlo —Khalil continuó dando vueltas por el apartamento, cogiendo y tirando al suelo diversos objetos de Liz.

Ésta estaba sentada en el sofá, sin mirar a Khalil y obviando por completo su presencia.

—De todas formas, no sé por qué necesitas tanto dinero —dijo Ramona.

—Lo necesito porque lo necesito —gritó Khalil; la fuerza de su frustración y su ira le sorprendió—. Y te recuerdo que soy yo quien sabe todo lo que está pasando. Sé que sales para olfatear los alrededores, pero no veo que hayas encontrado el Ojo.

Gritar a una Gangrel que podría cortarle la cabeza sin ningún problema no era bueno. Para tranquilizarse, cogió un libro de la estantería (un terrible texto de arqueología que parecía sumamente aburrido) y empezó a romper sus páginas y a tirarlas por todo el suelo.

Con cada página que rompía, conseguía recuperar algo de control.

—Por otra parte —añadió Khalil tras romper unas cuantas páginas—, ¿quieres quedarte para siempre en este basurero? ¡Qué desorden!

Indicó el montón de papeles rotos y estrujados que había en el suelo a su alrededor. Khalil sabía que debería intentar tranquilizar a Ramona, pero no podía apartar los ojos de Elizabeth... que seguía encadenada al sofá intentando no acobardarse con cada página del libro que rompía. Khalil tiró el libro, cogió otro de la estantería y empezó a destrozarlo. Sus fosas nasales brillaban. La sangre Ventrue que había probado era dulce, pero podía oler la de Elizabeth... y era mucho más dulce.

Khalil observó despiadadamente a Liz.

—Te sorprendería saber lo bien que puede establecerse una sanguijuela si tiene suficiente dinero en el banco... —añadió, en parte para Ramona y en parte, para sí mismo:— su papaíto es así de rico. Las gallinas de cara pálida a quienes arrebaté mis preciosas baratijas también eran así de ricas. ¿Quieres contratar a un ejército para que vengue tus ofensas? ¿Quieres comprar un banco de sangre para no tener que volver a matar nunca más? ¿Iniciar un culto para adorar el terreno que pisan tus pies inmortales?

Rió con sarcasmo y se frotó los dedos ante el rostro de la Gangrel.

—Con dinero, puedes hacer todo lo que quieras, Ramona.

De repente, el Ravnos se giró, tiró al suelo el libro y cogió el saco que había dejado en la cocina. Lo balanceó delante de los ojos de su prisionera.

—¡Dime cómo vender esto! —tiró el saco a sus pies; las joyas, las figurillas y los relojes de oro cayeron por el suelo—. ¡Tienes que saberlo!

Los serenos ojos dorados de Liz se apartaron poco a poco de los objetos robados. Abrió la boca, vaciló y entonces dijo suavemente.

—No lo haré —miró a Ramona y después a Khalil—. Búscate a tu propio ladrón.

De nuevo, Khalil, rígido por la ira y su falsa hambre, empezó a temblar por la cólera.

—¿Qué es esto?

—Muerte a los tiranos —susurró Elizabeth.

¡Dios!, pensó Khalil. Le estaba incitando, pues sabía que no era él quien daba las órdenes. Pero ahora sí que lo hacía. Estaba trabajando a su modo. Decidió que, a partir de ahora, todo lo haría a su modo.

—¿Acaso quieres que regrese a Rutherford House? —gritó el Ravnos—. Puedo volver a ver a Amy... podría preguntárselo a ella.

Cogió su fotografía y rompió el marco delante de Elizabeth. Ésta retrocedió asustada.

—Creo que, si soy lo bastante persuasivo, ella me responderá.

Ahora, los fragmentos de vidrio cubrían a la Setita y al sofá. Khalil rompió en pedazos la fotografía y dejó caer los trozos sobre el regazo de su cautiva.

—Fred Summers, en Tribeca —respondió al fin Elizabeth, observando fijamente la fotografía destrozada—. Goza de bastante... prestigio.

Khalil, que se calmó al instante, sonrió y le dio unos golpecitos condescendientes en la cabeza.

—Así me gusta —dio media vuelta para coger el listín telefónico.

Elizabeth, que estaba recogiendo con cuidado los trozos de la fotografía de Amy y los fragmentos de vidrio mientras sus cadenas rechinaban, miró de reojo a Ramona. La mujer estaba sorprendida, enfadada y molesta. Miraba enfurecida a Khalil e hizo un par de ademanes de acercarse a Liz para ayudarle a recoger los pedazos. Elizabeth depositó los trozos de la imagen en un cuaderno, lo cerró y se inclinó sumisa. Vio que la mandíbula de Ramona estaba fuertemente apretada y se recostó en el asiento, complacida por cómo iban desarrollándose las cosas.