Capitulo 2

Sábado, 31 de julio de 1999, 12:14 AM

Red Hook, Brooklyn

Ciudad de Nueva York

La calle estaba desierta y poco iluminada. Las grietas y los baches la habían deteriorado y el putrefacto verano hacía que resultara sofocante pasear por ella. El aire estaba cargado de humedad y llevaba consigo el aroma de la bahía superior y el de los ríos Hudson y East. La brisa avanzaba lentamente, transportando el hedor de la basura descompuesta (comida, bebida, alcohol, cuerpos) desde los antiguos edificios, los solares abandonados y las casas en construcción que asomaban en la distancia.

La calle estaba rodeada por los fantasmas de los antiguos muelles. A ambos lados se alzaban almacenes de ladrillo. Algunos estaban vacíos y otros albergaban a aquellas personas que no podían permitirse nada mejor. Algunos se habían convertido en zonas de oficina o apartamentos de artistas y los demás seguían utilizándose para aquello por lo que habían sido construidos... aunque ya no almacenaban la sangre vital de la industria, sino aquello que nadie quería.

A media calle se alzaba un edificio que estaba ligeramente apartado de sus compañeros. Tenía cuatro pisos de altura y estaba intacto. En la primera planta había puertas metálicas macizas y ventanas cubiertas por ladrillos. En los niveles superiores, las ventanas enrejadas estaban a oscuras, pero la mayoría conservaba sus cristales. El lugar desprendía un aroma a vida: alguien reparaba los vidrios agrietados, alguien que se ocupaba del mantenimiento de las farolas de la calle y reemplazaba las bombillas cuando se quemaban o las rompían. Las luces cuidadosamente dispuestas por el propietario mostraron un movimiento en la puerta principal. Apareció un hombre solitario.

Era negro e iba bien afeitado. Tenía la cabeza calva y lisa como una cáscara de huevo. Sus angulosos huesos y sus rasgos recelosos complicaban su rostro. Tenía carácter. No era atractivo según los cánones de ninguna moda analizable. Su belleza (fuerza y magnetismo) tenía menos que ver con su aspecto que con su personalidad. Estaba por encima del peso medio y no era demasiado alto. En esos instantes, su cuerpo no resultaba intimidador. Llevaba un traje de sastre que disimulaba sus fuertes músculos y tendones, aunque normalmente solía esconderlos. Podía ocultarlos aunque fuera vestido con harapos, pues recurría con más frecuencia al papel de mendigo que al de matón... Sin embargo, aquella noche vestía una cara gabardina ligera sobre un traje de seda y llevaba un bastón de ébano con mango de plata. Su reloj de platino brillaba suavemente y la montura de oro de su monóculo parpadeaba desde el bolsillo del pecho. Pero la bolsa que había a su lado era muy diferente...

Hesha Ruhadze puso una mano sobre la solapa del áspero saco de lona (la pesada tela engomada estaba mugrienta y ligeramente húmeda, a pesar de la capa protectora). Hesha era un mago de las finanzas, un personaje público, y por esa razón no debería transportar este tipo de cosas por la ciudad. Sin embargo, el hecho de llevar esa bolsa en la mano ponía en peligro algo más que su simple reputación mortal.

La bolsa contenía el Ojo de Hazimel.

Contenía el mayor premio que Hesha había ganado en su vida. Lo había conseguido tras realizar una larguísima búsqueda, por la que había tenido que pagar un coste sumamente elevado (tanto en vidas como en tiempo, pecados y servicios).

El portal, pesado y sin ventanas, se cerró tras él y Hesha oyó con satisfacción cómo volvían a ensamblarse los cerrojos de acero. Había (hubo) una mujer que fue un obstáculo para su éxito. Le había causado graves problemas y lo había alejado del verdadero camino. Elizabeth (su nombre apareció suavemente en su mente y estuvo a punto de pronunciarlo en voz alta). Elizabeth Dimitros (añadió el apellido y percibió con claridad la distancia que había entre ellos). Había sido una mortal inconvenientemente perceptiva, entrometida y traidora. Y ahora expiarnos nuestras culpas, Señor, rezó Hesha en silencio a su dios, Set. Ella está esperando al sol; la he sacrificado a tu voluntad. Soy tuyo y ella es tuya, pero Ronald Thompson nunca lo será... y la culpa es mía. La compasión es pecado. Acepta esta ofrenda y perdóname. Dirige mis pasos hacia tu servicio.

La devoción le obligó a recordar que era necesario darse prisa. Llevaba casi treinta segundos esperando. Una mueca de impaciencia apareció detrás de su rostro. Aunque no le estaba permitido desfigurar sus rasgos, la impaciencia se dibujaba en su mente. Ahora que Thompson se había ido, los demás siervos se retorcían como una serpiente sin cabeza. Los sustitutos de sus antiguos criados eran menos puntuales, menos profesionales y estaban menos familiarizados con las necesidades de Hesha. Por supuesto, eran competentes (él y Thompson los habían escogido entre una horda de guardias y detectives bien adiestrados), pero no habían sido instruidos. Hesha sabía que no habría tiempo para enseñarles todo lo necesario hasta que el asunto del Ojo hubiera finalizado.

Si Vegel hubiera sobrevivido... Erich Vegel había sido el lugarteniente de Hesha, su socio menor. Podría haberse hecho cargo del personal. Podría haber compartido la pesada carga de esta victoria. Habría interpretado correctamente las señales que conducían al asesinato de Elizabeth... Hesha detuvo estos pensamientos de golpe. En breve conocería todo aquello que pudiera saberse sobre el destino de Erich Vegel. Deseó con todas sus fuerzas que la información mereciera los riesgos que tendría que asumir.

Sintió la bolsa bajo su mano y meditó. El barro que había en su interior se había dejado de derramar. Tenía la consistencia del flan, olía peor que el puerto y pesaba mucho más de lo que debería. La antigua inscripción que le había dado los conocimientos necesarios para guardar el Ojo afirmaba que la reliquia estaría segura y sería imposible detectarla en cuanto estuviera cubierta por el lodo endurecido de un río sagrado (en este caso, el Ganges). Sin embargo, no decía nada sobre el tiempo que transcurría hasta que se secaba la envoltura.

Los profundos ojos marrones de Hesha observaron atentamente la calle. Si había otros que aún pudieran oler el orbe o que averiguaran por otros medios que era él quien lo poseía...

Se decía que Hazimel era un Ravnos. Era posible que el clan "cíngaro" intentara negociar con Hesha o engañarlo para arrebatarle el objeto. Si las leyendas eran ciertas, los shilmulo eran sus propietarios más legítimos y quienes tenían mayores posibilidades del encontrarlo. Pensó en Khalil, que se encontraba en Chicago, y se preguntó qué tal habría ido el viaje del pequeño Rom.

Sin embargo, a pesar de todas las precauciones y la confidencialidad, era más probable que los Nosferatu supieran que era él quien tenía el Ojo, pues eran los Cainitas con más posibilidades de enterarse de todo. Dos meses antes podrían haber sido sus aliados... cuando Vegel y Thompson se fueron, podría haberles pedido ayuda para proteger el tesoro. Sin embargo, había perdido el contacto con Vegel. Éste había sido destruido o capturado por el enemigo... en una fiesta celebrada en Atlanta. Los Nosferatu habían insistido en que Hesha asistiera a aquella fiesta. Quizá el ataque había sido una sorpresa para ellos. Pero podía ser que no. Si se trataba de una emboscada, habían atrapado al hombre equivocado, de modo que los Nosferatu intentarían cobrarse su presa en otra ocasión. Y si había sido una trampa... Hesha volvería a ocuparse de ellos en el momento adecuado. Aunque el Setita no era partidario de la venganza, reconocía los beneficiosos efectos que tenía en los observadores.

Y en cuanto al resto... los Tremere poseían los conocimientos arcanos necesarios para comprender el potencial del Ojo, pero desconocían su existencia. Cualquier hechicero daría lo que fuera por él... o intentaría arrebatárselo por la fuerza. El Sabbat y la Camarilla tenían las manos ocupadas librando una guerra por hacerse con el control de la Costa Este. Sin embargo, el hecho de que su primera batalla hubiese tenido lugar en Atlanta y que el Ojo hubiese aparecido justo en ese lugar demostraba que alguien sabía algo. Incluso podría haber sido robado por uno de los grupos. Pensó en el informe que afirmaba que la capilla de los Tremere de Atlanta había sido destruida durante el solsticio y se extrañó.

Un sedán negro dobló rápidamente la esquina. Se dirigió a toda velocidad hacia él y derrapó al frenar ante la puerta del almacén. Los vidrios tintados le impedían ver a la conductora, pero Hesha sabía que ésta podía ver su rostro, de modo que se permitió esbozar una mueca de desaprobación. Dio media vuelta y avanzó tres metros por la acera. El sedán avanzó lentamente para detenerse en el punto en el que se encontraba ahora y la puerta posterior derecha se abrió de forma automática. Hesha se deslizó silenciosamente en su interior y esperó, sentado al borde del asiento y sin dejar de mirar la acera. La conductora presionó los controles de la puerta. La carrocería blindada, a prueba de balas e ignífuga, se cerró, y el Setita se acomodó en el centro exacto del compartimento de pasajeros. Dejó el pesado saco de lona sobre su regazo y sus ojos se posaron sobre la mujer que ocupaba el asiento delantero.

Durante un embarazoso momento, la mortal que había al volante no hizo nada. Parecía estar aguardando a que su jefe hablara. Movió con indecisión la cabeza hacia la parte posterior (Hesha pudo ver una mejilla suavemente aceitunada, unos indecisos ojos negros como el carbón, unos sencillos pendientes de plata en sus orejas y unos agujeros vacíos en su nariz y sus cejas). Un segundo después, su adiestramiento salió a la luz. Su lisa cabeza se detuvo y el cabello, que al moverse le había caído sobre la barbilla, volvió a colocarse en su sitio, alrededor de la mandíbula.

Aunque no tenga ni idea de adónde ir, es mejor que el coche sea un blanco móvil, pensó Pauline Miles. Levantó el pie del freno y dejó que el poderoso motor empujara el coche hacia delante.

El difunto que ocupaba la parte posterior del vehículo observó todo esto con atención. Pudo seguir con bastante claridad la progresión del pensamiento de su guardaespaldas, desde la confusión hasta la conclusión. Había adiestrado a sus siervos durante siglos. Hesha abrió la boca para hablar, percibiendo los músculos firmemente apretados de la mandíbula y los blancos nudillos de la mujer. Recordaba un chofer, en Inglaterra, que había empezado de la misma forma...

—Miles.

—Señor —la voz de Pauline tembló ligeramente.

—Has llegado tarde —el tono cuidadosamente modulado de Hesha no expresaba desaprobación. De hecho, no expresaba nada. Su chófer palideció un poco más—. En el futuro, no te detengas junto a una boca de alcantarilla, una cloaca ni una reja de ventilación. No pasaré sobre ninguna de esas cosas para llegar hasta ti.

—Lo siento, señor.

—No te preocupes —acompañó su breve respuesta con media sonrisa—. No te lo había dicho nunca.

Siguió hablando, tolerante.

—Existen ciertas medidas de seguridad habituales a las que tendrás que acostumbrarte... ciertas técnicas nuevas que deberás aprender. —Miles sujetó el volante con menos fuerza y Hesha notó que su respiración se relajaba ligeramente—. En primer lugar, supongo que necesitarás más práctica con el coche. Me esperan ciertos asuntos en el Bronx —continuó diciendo, resuelto—. Presta atención. Ve por el Puente de Brooklyn. Dirígete al norte por el SoHo y Greenwich Village. Elige la ruta que prefieras por el Centro... —Hesha se estiró y cogió el teléfono.

»Cuando vayamos hacia el norte, mantente en todo momento a una distancia de cómo mínimo tres manzanas de Central Park. Después —dijo, apretando un botón—, continúa hacia el oeste. Existe un espacio limitado entre Barnard College y la esquina noroeste del parque... intenta mantenerte a una distancia idéntica de ambos. A continuación, dirígete al noreste hasta el Grand Concourse. Te daré la dirección en cuanto hayamos abandonado la isla. ¿Está claro?

Los labios de Pauline Miles se movieron ligeramente y el dedo índice de su mano izquierda trazó una línea imaginaria en el centro del volante.

—Sí, señor —respondió. Con los ojos brillantes y un movimiento certero, giró a la derecha e inició el trayecto indicado.

El Setita la observó y asintió. Parecía que lo único que había exigido Thompson a esa mujer era memoria. Hesha cogió el microteléfono y acabó de marcar. Sólo tuvo que esperar un tono.

—Hola, señor —la voz de Janet Lindbergh parecía tenue y resbaladiza en el diminuto transmisor; sin embargo, tenía fuerza. Hesha sonrió al pensar en la anciana, a salvo en su refugio de Maryland. Era una de sus herramientas que aún conservaba su fuerza y estaba intacta.

—Buenas tardes. —Advirtió que en su saludo había más calidez de la habitual, e incluso una pizca de gratitud. Ambas emociones accidentales le inquietaron. Por esta razón, cuando volvió a hablar, lo hizo con brusquedad:— Informe.

—Los asuntos ordinarios siguen como siempre, señor. ¿Quiere conocer los detalles?

—Supongo que eso puede esperar a mi regreso.

—De acuerdo. —Janet pasó de página en sus notas mentales.

»Baltimore —continuó, adoptando un tono grave— está experimentando un ligero incremento en homicidios y muertes por "exposición", "hemofilia" y "anemia". Sin embargo, parece que no han estallado enfrentamientos directos. Además, ni sus parientes más cercanos ni el resto de su Familia ha intentado ponerse en contacto con usted a través de mis canales desde la última vez que hablamos.

»El nuevo... —Matthew Voss, pensó Hesha. Janet evitaba utilizar nombres reales en líneas no protegidas— ...llegó sano y salvo; nuestros chicos le están explicando sus nuevas responsabilidades. El doctor envió un mensaje para usted desde Alaska...

—Dudo que quiera oírlo.

—Era halagador, señor —Hesha prácticamente podía ver el rostro arrugado y sonriente de Janet.

—No tiene nada que ver con el tema —era una broma familiar, reconfortante. Sintió tentaciones de abandonar Nueva York inmediatamente... coger a su séquito, empaquetar su premio y marcharse.

El recital de su secretaria envolvía sus oídos. Una pequeña parte de él tomaba nota y guardaba la información para más adelante, pero sus verdaderos pensamientos eran más profundos: este viaje al Bronx era una jugada terrible y fantástica, pues iba a pasar junto al borde del territorio enemigo, transportando lo que podría ser la baliza arcana más brillante (no, pensó Hesha de pronto, la más oscura) del continente. En Baltimore tenía un refugio y seguridad. Podía sentarse en el centro de su red y conocer exactamente los movimientos de todo el mundo que había en ese lugar. Tenía que acabar el proyecto de Hazimel y poner fin a todo ese asunto. Sus instintos le apremiaban hacia el sur, hacia la seguridad...

Por otra parte, si Vegel había sido capturado pero no asesinado, su seguridad no sería más que una simple ilusión. Quizá el Sabbat le había interrogado hasta descubrir todos los secretos que compartía con Hesha; quizá había convertido la granja de Maryland en una trampa mortal. El Setita más joven había sido fuerte física, psíquica y espiritualmente (y puede que aún lo fuera)... pero el Sabbat podía ser aún más fuerte.

La semana de la batalla por Atlanta había viajado hacia el este, hacia Queens, para reclutar a dos jóvenes serpientes, Orthese y Bat Qol, para su investigación. Les había proporcionado un avión privado que los llevaría a Atlanta, además de dinero, apoyo, información, tecnología, contactos políticos y todas aquellas armas que sus manos heladas podían blandir. El templo local había hablado muy bien del equipo y Hesha conocía personalmente a sus integrantes. Tenían que estar a la altura de la situación. Ambos eran lo bastante astutos como para escapar de las situaciones difíciles sin necesidad de luchar. Ambos habían comprendido que lo que su jefe quería de ellos era información, no un rescate, ni heroísmo, ni más desapariciones. El día 24 de junio, su mensaje sugería que habían encontrado un lugar en el que tenían a los prisioneros del ataque al museo de arte. El día 25 no realizaron su informe diario. Hesha intentó olvidarse de su pérdida y no envió a nadie a por ellos; asumió que habían sido destruidos por el Sabbat.

Y esa noche, después de tantas, Bat Qol había vuelto a aparecer y había dejado un mensaje en el que solicitaba reunirse con él en un lugar diferente, más próximo al templo del Setita... y más cercano al territorio del Sabbat. Tenía que tratarse de una trampa. Baltimore podría ser una trampa. Cada refugio que había conocido Vegel podría ser una trampa. Pero si la muchacha tuviese información sobre Erich o Atlanta, Hesha tendría que saberlo.

Una ligera presión en la voz de Janet le obligó a dedicarle de nuevo toda su atención.

—Hay dos cosas más, señor, que creo que le gustaría atender personalmente —Janet vaciló—. Amaryllis Rutherford ha vuelto a llamar, intentando ponerse en contacto con Elizabeth. He intentado distraerla, pero cada vez me resulta más difícil. En segundo lugar, esta semana Rutherford House ha enviado una factura por los servicios de la señorita Dimitros. ¿Cómo quiere que trate estos asuntos?

Las respuestas de Hesha fueron rápidas y claras:

—Continua distrayendo a la señora Rutherford. Paga a los socios. Prepararemos una desaparición pública y adecuada para la señorita Dimitros en cuanto se asiente el polvo de esta crisis.

Las manos de Pauline Miles aferraron con más fuerza el volante. Tenía los ojos clavados en la carretera e intentaba, en vano, mantener la mente centrada en su trabajo.

En algún lugar remoto de Maryland, Janet Lindbergh sacudió la cabeza. Apretó los dientes y se tragó todo lo que le hubiera gustado decirle a su jefe.

Hesha advirtió el silencio:

—Cuando termine con mis compromisos —empezó a decir—, quiero que se utilicen todos y cada uno de los recursos disponibles para sacarnos de Nueva York. Recurre a la agencia para la protección y señuelos. Reserva plaza en un avión que vaya al oeste... a O'Hare, creo... con mi nombre. Nos esconderemos hasta que las peleas de la Familia se hayan resuelto de una forma u otra. Todavía nos queda mucho trabajo que hacer para poner en orden nuestra casa. Ocúpate de todo —dicho esto, pulsó el botón para que se cerrara el panel que lo separaba de la conductora. Conectó el teléfono al intercomunicador del conductor y colgó. Janet y Miles podrían coordinar los detalles sin su ayuda, y no tenía ganas de oír sus opiniones. Fuera lo que fuera lo que pensaran las dos mujeres sobre el asunto que habían dejado atrás en Brooklyn, ambas tenían órdenes y las llevarían a cabo.