Capitulo 7

Sábado, 31 de julio de 1999, 9:27 PM

Catedral de San Juan el Divino

Ciudad de Nueva York

Khalil Ravana se detuvo unos instantes en el sendero al que le había conducido su amo. Desde la esquina de la calle que había enfrente de la inmensa silueta de una iglesia, examinó los alrededores con precaución. Algunos focos iluminaban los muros de piedra tallada y proyectaban largas sombras de tonalidades negras por todas partes. El Ravnos podía sentir que sus pies le apremiaban hacia el lugar más oscuro, intrincado e indescifrable que había a la vista, y la breve pausa que había hecho en su camino se alargó hasta convertirse en una verdadera parada.

De forma instintiva se frotó la incipiente barba del mentón, se acarició la barba y el bigote y miró hacia abajo para verse a sí mismo. Inmediatamente se sintió un poco mejor. Había cambiado el rasposo traje por un atuendo más de su gusto. Llevaba una suave camisa de seda de color vino, con amplias solapas y las mangas dobladas; había dejado los botones desabrochados para mostrar su estómago musculoso y el vello negro y rizado de su pecho. Además, vestía unos pantalones militares; siempre los había despreciado por su falta de color e imaginación, pero eso había cambiado en América. Ahora los llevaba siguiendo el estilo que había visto y envidiado cuando salió de Chicago: sin cinturón y casi en las caderas, para que dejaran ver una brillante y bella banda de seda: unos elegantes bóxers estampados de raso, que también llevaba bastante bajos, como los pantalones. Una corta cadena redonda de oro decoraba su cuello, y el borroso anillo de esmeralda se mecía en una tira de cuero negro más larga. Los zapatos eran baratos... ante del más barato, con delgadas suelas de goma, pero silenciosos; y, como los llevaba sin calcetines, se sentía casi tan cómodo como si fuera descalzo. El conjunto (pensó sonriendo) lo había comprado con el dinero que había conseguido al empeñar las joyas de la chiquilla de Hesha. Khalil se chupó un dedo, se echó hacia atrás el cabello y avanzó por la calle, dirigiéndose al cementerio de la iglesia.

—Háblame —murmuró en el cruce—. ¿Qué estoy haciendo?

Anoche, el Ojo cambió de manos en este lugar.

Khalil entrecerró los ojos.

—¿Hesha fue detenido... en este lugar?

Sí.

El joven Ravnos se mordió el pulgar, receloso. No dijo nada, pero decidió hacerse con un plano de la ciudad lo antes posible. Esta catedral parecía encontrarse a una distancia considerable de Long Island. Quizá Hesha había recorrido un largo camino la pasada noche. Quizá el viejo bastardo no sabía tanto como hacía creer... Khalil tocó el anillo que colgaba de su cuello, mientras seguía haciéndose preguntas.

Surgieron más dudas, como las llagas. ¿Por qué, si suponía que Elizabeth era tan útil, la voz había insistido en que la dejara atrás aquella noche? Khalil odiaba abandonar su escondite (en el que ahora su mente incluía a la chica) y dejarlo sin protección. ¿Qué sucedería si Hesha regresaba para recoger sus cenizas? ¿Y si uno de sus hombres había pasado la noche aguardando en las cercanías... En Calcuta, el Setita había estado rodeado por grandes bandas de acólitos... ¿Acaso no podía suceder lo mismo en Nueva York? Un escalofrío recorrió la espalda del Ravnos. Thompson... o peor aún, el Áspid, podían haber entrado en el apartamento mientras él dormía. Este pensamiento le impidió seguir caminando.

Muévete. Khalil tenía el estómago revuelto. Lo ignoró.

Tenía que buscar otra fuente de información. La confianza que tenía en aquella cosa que se llamaba a sí misma amo le resultaba intolerable.

Venga, rata mugrienta. La voz lo espoleó como a un caballo. Khalil decidió quedarse quieto un poco más, aunque sólo fuera para ver si podía. Entonces, se unió un látigo a las espuelas... dolor en viejas heridas. El siervo se estremeció ligeramente ante el ataque, pero logró resistir. Sonrió. Aunque el alcance de esa vieja cosa hubiera dado la vuelta al mundo desde Calcuta, la distancia había debilitado sus poderes. Khalil, profundamente satisfecho, permitió que la fuerza le siguiera dirigiendo.

Cuando llegó a la esquina contraria, parpadeó y frunció el ceño. A lo lejos veía una tenue luz que no podía proceder de ninguna farola mundana ni de ningún reflejo. La curiosidad le llevó hasta ella, de forma circunspecta y tortuosa... de hecho, la flanqueó. Una estrecha cinta de resplandor azul pálido y borroso se alejaba, formando un arco, de un callejón situado a dos o tres edificios de la otra calle, que iba de norte a sur y limitaba con el complejo de la catedral. El arco continuaba sobre un edificio bajo y desaparecía tras una valla.

—¿Estás poniendo tú eso o realmente está allí? —preguntó Khalil a su amo.

Tu falta de lucidez y de expresión me sorprende. Supongo que te refieres al residuo emitido por el Ojo, no al cielo, al suelo ni a ninguna otra de las mil cosas que hay en los alrededores.

—El resplandor azul —dijo Khalil, apretando con fuerza los dientes.

Está allí. Simplemente te he permitido verlo. De hecho, sin mi ayuda, sólo unos ojos excepcionales lograrían verlo.

Khalil avanzó por los alrededores del recinto sagrado. Pasó bajo el arco de luz azulada y lo sometió al rápido escrutinio que realizaba sobre todo aquello que le ofrecía el miembro de su clan. Sólo tenía unos centímetros de ancho y profundidad. Describía un camino retorcido y errático a través de la noche y, desde cierta distancia, parecía totalmente liso. Tocó la estela con la mano y sintió un ligero escalofrío. Un ojo que mirara a través de la luz no vería nada más que la calle y la ciudad, pero al mirar a lo largo de la hebra se tenía una idea más clara del color del fenómeno: era una especie de azul venoso, el matiz de la piel anegada o de los labios de un hombre muerto, pero bastante más pálido. El Ravnos lo aceptó como real (con ciertas reservas) y caminó hacia el otro lado de la zona cercada para ver si el Ojo había vuelto a salir.

Para los ojos ignorantes de Khalil, había una cruz entre un jardín y una chatarrería. Aquella luz azul muerte descendía, ascendía, iba a un lado, al otro y por los setos y las flores, siguiendo un sendero totalmente imposible. En un lugar, el fuego fatuo se zambullía bajo el césped suave y continuo; en otro, el Ravnos pudo ver dos arcos que estaban unidos, probablemente en el punto en el que había aterrizado y despegado de nuevo la persona que llevaba el Ojo, a cuatro metros del suelo.

—No sabía que las serpientes pudieran volar —comentó misteriosamente, y decidió seguir el enigma hasta el final.

* * *

Una muchacha, muerta, sola y vigilante le observaba desde debajo de un espeso seto de tejo. Se había precipitado a su oscura sombra y había escondido sus pálidas manos y su rostro entre las hojas, en el mismo instante en que advirtió al extraño. Durante unos segundos, abrigó la esperanza de que fuera un ciudadano normal de la ciudad... de que, si quisiera, podría deslizarse por el jardín sin más problema que el de evitar las luces que habían dejado los vándalos.

La certidumbre de que no era inofensivo ni humano y de que no estaba en ese lugar por casualidad se fue reforzando con cada paso que daba. Podía ver bastante bien la luz espectral que brillaba en el aire (y sabía que él también la veía y que tenía un interés siniestro y definido en ella). Ya no se atrevía a moverse. Antes de que apareciera, había efectuado un pequeño rastreo, por su cuenta, cerca de aquella desagradable fuente. El aire que había alrededor del lugar era más espeso debido a la masa resplandeciente, y por eso, en esos instantes, el extraño se había detenido a menos de un metro de ella y no la había advertido. Cuando retrocedió para ver el laberinto de luz desde una perspectiva diferente, su tobillo desnudo se detuvo a menos de quince centímetros de su nariz. Olía a tumba, tal y como esperaba. En esos momentos desearía saber si cuando te hundías en la tierra hacías ruido o no, y si una vez en el suelo podrían desenterrar tu cuerpo, clavarle una estaca o quemarlo. Desearía saber cuánto tiempo duraría aquella estela en el aire... la niebla que no era niebla, al menos en esta ola de calor. Si empezaba a desvanecerse, tendría que salir de su escondite. No importaba quién fuera el extraño ni qué estaba haciendo. No podía dejar que desapareciera su única pista.

¿Y si él es una pista?, se preguntó.

El extraño se detuvo sobre un punto más brillante. Desde allí, el resplandor ascendía (Hasta la altura de un hombre, pensó la mujer bajo los arbustos) y trazaba una sencilla línea recta dirigiéndose de nuevo a la calle...

Y desaparecía por completo antes de llegar a la acera. El extraño observó el resplandor durante algo más de un minuto y a continuación levantó los brazos, airado y furioso. Dijo algo y la muchacha le dedicó toda su atención, intentando entender sus palabras.

—¿Qué d-d-diablos está p-p-pasando? —dijo Khalil, tartamudeando de pura rabia... a punto rebasar el límite de su cordura.

Ha sido apresado y escondido de forma sumamente inteligente.

—¿Qué? ¿Incluso de ti?

La presencia asomó, larga y amenazadora, en la mente de Khalil. Se acobardó inconscientemente.

Por supuesto que no. Es mío. Puedo ver dónde está. Simplemente no sé dónde está. Tras los lúgubres tonos, el joven Ravnos sintió algo inesperado: admiración. Tampoco hay nada en sus alrededores que me pueda decir el lugar en el que se encuentra. Sea quien sea, ha sido muy astuto.

—¿Y entonces por qué me has hecho seguir ese puto neón hasta el final? ¿Por qué diablos no has podido encontrar ni una sola pista de sangre?

No me lo has pedido, dijo la voz, enojada.

Las manos de Khalil empezaron a temblar. Haciendo un esfuerzo supremo por controlarse, preguntó:

—¿Quién ha sido? En este lugar ha habido una pelea. Dijiste que había cambiado de manos. Por lo tanto... —respiró para no quedarse sin aliento—, Hesha ya no lo tiene. Así que, ¿quién tiene el Ojo...?

Sólo el débil énfasis de su siguiente palabra puso en evidencia la frustración que sentía:

—¿...Ahora?

Leopold.

—Leopold.

El Toreador a quien Hesha y su familia arrebataron el Ojo. La voz se detuvo y adoptó un nuevo registro. Vigila tus espaldas.

La mente de Khalil sólo tardó una fracción de segundo en cambiar de tema... Se giró rápidamente, consciente de que el enemigo podría haber aprovechado esos instantes de demora para atacar. Sin embargo, tuvo tiempo suficiente para recuperar el equilibrio, observar a la figura solitaria que se alzaba ante él y estudiarla sin recibir ningún ataque.

Ella lo esperó. Había bajado los brazos, aunque sus garras estaban extendidas. Sus ojos le miraban fijamente, pero era obvio que sus oídos estaban por todas partes: los tensos tendones de su cuello temblaban y movía la cabeza para percibir incluso el sonido más débil. Aunque estaba bastante tranquila, su postura era extraña, casual. Sus pies formaban un ángulo recto entre sí, como los de un bailarín, un marinero o un boxeador. A diferencia del artista marcial (muerto hacía tiempo) al que le recordaron sus movimientos, ella decidió alzarse sobre los dedos de los pies. De hecho, había cargado todo su peso sobre la puntera, y Khalil se preguntó cómo podía seguir con los tobillos doblados y cómo era posible que éstos aún fueran útiles. Era extraño: sentía la necesidad de luchar, aunque raramente se quedara a hacerlo. Sin embargo, llegó a la conclusión de que, por muy buena que fuera por naturaleza, no había recibido ningún tipo de adiestramiento. Se sintió un poco (sólo un poco) mejor.

La luz estaba en su contra; sabía que ella podía verlo con más claridad. Además, si lograba cambiar ligeramente de posición, podía comprobar si a sus espaldas había algún lugar mejor por donde escapar. Avanzó en el sentido contrario a las agujas del reloj y se alegró al ver que ella hacía lo mismo. De nuevo, se movió ligeramente hacia la derecha y la chica mantuvo la distancia. Un paso más y ella estaría delante del resplandor de un pequeño foco que iluminaba una estatua de color oxidado.

La muchacha estaba sucia. Vestía una ceñida camiseta sin mangas y unos téjanos que no eran de gran ayuda para su figura (excepto, quizá, para permitir que se moviera). Hojas secas, espinas y agujas de pino colgaban de su ropa y se pegaban en su rizado cabello de color negro azabache, que llevaba atado en una cola. Su rostro era... oscuro, con líneas sombrías. Había algo en él. Khalil la obligó a completar el círculo rápidamente para que estuviera ante el resplandor del foco. Éste la iluminó desde abajo y proyectó sombras macabras sobre su rostro. Una cicatriz... no, una herida abierta, apareció en la curva de su mejilla. Entonces, la luz iluminó, con todo detalle, las afiladas puntas de sus orejas inhumanas.

Una Gangrel, pensó Khalil. ¡Qué mala suerte la suya! Visito la ciudad más grande del mundo y prácticamente la primera sanguijuela con la que tropiezo es una amante de la selva. Entre su clan y el de ella hervía la contienda más antigua y fiera que habían provocado los Rom: un altercado que nunca, en toda su muerte, había logrado entender. Sin duda alguna, los cíngaros habían extendido esa contienda por el nuevo mundo. De todas formas, a simple vista, ella no podía saber que él era un Ravnos. ¿O acaso podía? Empezó a lamentar su cambio de vestimenta. ¿De qué sirve vestirse para impresionar a tus primos cuando no estás seguro de si tienes alguno, ni tampoco sabes cómo encontrarlos en esta ciudad, si es que realmente hay alguno? Mierda.

El Ravnos se dio cuenta de que había llegado al lugar que antes ocupaba su presa. Había mantenido la mirada fija en ella. Justo a sus espaldas había una ruta de escape rápida y sencilla. Ahora podría retroceder, dando a entender que tenía miedo de ella... dar la vuelta confiadamente y alejarse, esperando que la amnistía durara, o podía obligarla a luchar en el momento que él decidiera... También podía girarse y lanzarse sobre ella. Miró de nuevo sus pies deformes. Probablemente podría correr más rápido que él. Khalil abrió la boca. Generalmente, el diálogo era su mejor arma.

Pero la Gangrel se le adelantó con la misma idea.

—Puedes ver la estela —dijo la mujer salvaje con un tono tajante, apremiante y muy joven. Continuó insistiendo—. La estabas siguiendo.

—¿De verdad? —Khalil forzó todo lo que pudo el acento de la BBC en su voz. Falso inglés británico, falso Brahmán, falso babuino... cualquier cosa excepto el acento golfo de un Rom—. ¿Qué estela?

—Te he estado observando todo el rato. También te he oído —añadió con tono acusador—. Dime. ¿Quién diablos es Hesha?

—¿Disculpa?

—Dijiste que Hesha tenía el... que lo tenía. Después preguntaste quién lo tenía ahora. Y te respondiste a ti mismo un segundo después: Leopold —la Gangrel dio un paso en dirección a Khalil y éste retrocedió tan discretamente como pudo—. De modo que, ¿quién es Hesha? ¿Quién es Leopold?

Khalil se humedeció los labios.

—Eso depende de quién lo pregunte, ¿no? —los infiernos sabían que tenía razón.

—Ramona —respondió la muchacha frunciendo el ceño.

La tensión se relajó ligeramente y fue reemplazada por un sombrío orgullo.

—Ramona chiquilla de Tanner —vaciló como si fuera a añadir algo más, aunque finalmente cerró los labios con decisión.

—Hesha es un Setita, señorita chiquilla de Tanner —el rostro de la mujer no se alteró. Khalil continuó hablando, con aire meditabundo:— ¿Sabes qué es un Setita?

—No es un Toreador —aunque la frase era, indudablemente, una afirmación, su tono sugería una imperceptible pregunta.

—No —respondió, acariciándose el bigote. ¿Y por qué pensabas que lo era?, se preguntó a sí mismo—. Tienes bastante razón.

Dijo esto en voz alta, ignorando la duda que transmitía la voz de la mujer y sonriendo como si ésta hubiera dicho algo ligeramente gracioso.

El cuerpo de la Gangrel se relajó un poco más.

—Estoy buscando a un Toreador. Tenía el... lo tenía la última vez que los vi.

Khalil la miró de arriba abajo y decidió explicarle una pequeña verdad.

—El nombre de tu Toreador es Leopold.

Las orejas de Ramona se irguieron y entrecerró los ojos.

—¿Cómo cojones lo sabes? —espetó.

—También yo lo estoy buscando —respondió el Ravnos alegremente, cambiando el rumbo de la conversación—. He venido desde la India para buscar a ese Toreador y destruirlo... con las manos desnudas, si es necesario.

Oyó una risita ahogada en la parte posterior de su cabeza; la ignoró.

—Gozo de cierta reputación —bajó la mirada con modestia— como cazador de diablos y asesino de lupinos en las ciudades de mi patria.

La reacción de la muchacha le cogió desprevenido. Profirió una carcajada alarmante, como un ladrido.

—¿Tú? ¿Solo?

Estúpido mentiroso. Puede ver la estela; tiene la marca del Ojo en ella. Sabe mucho mejor que tú lo que es capaz de hacer.

Khalil ocultó la amarga reacción tras sus ojos negros y sonrió sabiamente a la muchacha.

—Por supuesto que no —dio un paso hacia ella, confiadamente, intentando demostrarle que ya no había posibilidad alguna de pelear. Pareció funcionar—. No soy estúpido (si tu lo dices, viejo bastardo), pero tenía que ponerte a prueba. Tu herida... —Levantó la mano, aún a diversos metros de su rostro, e indicó el profundo corte—. ¿Puedo echarle un vistazo?

—Puedes verla perfectamente desde donde estás —respondió Ramona.

—Es una prueba de que has estado cerca del Ojo —se detuvo—. Y has sobrevivido. Y puede que yo conozca la forma de curarla...

Que conoces la forma. ¿Qué estás haciendo, chaval?

El rostro de Ramona se crispó de dolor, pero se acercó y permitió que observara su herida. Él levantó las manos, con las garras retraídas, y tocó su piel justo por encima y por debajo de la herida.

—Lo siento —dijo cuando ella se echó hacia atrás. De forma bastante natural, puso una mano en su cuello para que no se moviera.

—¿Eres americana? —preguntó, para darle conversación.

—Sí.

—¿De Nueva York? —Khalil seguía con los ojos fijos en la mejilla. La inclinó ligeramente para tener más luz.

—No —respondió Ramona rápidamente. A continuación, más lentamente, añadió—: De California. Eso fue... antes de toda esta mierda. Llevo viviendo aquí un año, creo.

—Entonces, ¿conoces bien la ciudad?

—Por supuesto.

—¿Conoces a los Ravnos de este lugar?

Ella reflexionó unos instantes.

—Por supuesto —respondió confiada—. La banda callejera de Queens.

—Exactamente —dijo Khalil. Alejó sus manos del cuello de la mujer y se sentó a cierta distancia de ella. Ella le siguió, apoyándose en el borde de un tiesto.

—Este Leopold... es cierto que estoy buscándolo. Sé ciertas cosas sobre el Ojo y tengo aliados que podrán ayudarme, pero no conozco la ciudad. Tengo que encontrar a alguien que controle el terreno. Podrías ser tú. Quizá podríamos ayudarnos mutuamente.

Por un minuto, Ramona guardó silencio. Levantó las rodillas y pasó los brazos a su alrededor, mirando atentamente al extraño. Frunció el ceño y bajó los hombros un poco más; su mirada descendió hasta el suelo. Khalil la observaba, fascinado, mientras sus mugrientas manos acariciaban la rígida tela vaquera de sus pantalones y seguían los hilos distraída. Finalmente tomó una determinación (apretó con fuerza la mandíbula y sus manos se convirtieron en puños), volvió a mirarlo y él le devolvió la mirada, con una honradez vehemente.

—Será necesario algo más que nosotros dos para detener a esa cosa.

—Lo sé —respondió Khalil—. Lo sé. Pero alguien tiene que hacerlo.

Ramona se levantó y se aproximó un poco más a su nuevo amigo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Khalil.

La Gangrel asintió, como si aprobara su nombre, y se estiró cuidadosamente. Igual que un gato que ha accedido a adoptarte, pensó el Ravnos, o el gesto de alguien que piensa que ha hecho un buen negocio, o el de una mujer dispuesta a llevarte a su casa... aún vigilante, pero aún mía... Pensó en su vuelta a la ciudad, en Elizabeth encadenada a las tuberías... Observó a Ramona, que seguía mirando la estela del aire... Miró más allá, a la ciudad, y se repitió para sí mismo: Mía.

Y la voz, demasiado bajo para que Khalil pudiera oírla, también murmuró:

Mía.