Capitulo 9

Domingo, 1 de agosto de 1999, 10:51 PM

De camino al restaurante Nawab de Bengala, Manhattan

Ciudad de Nueva York

Por alguna razón que Khalil no pudo determinar (y debido a cierta sensación de inquietud que tampoco lograba entender), el Rom se fue quedando absorto en el dios de cabeza de elefante que colgaba del salpicadero del taxi de su nuevo aliado. Sarat Mukherjee charlaba sin cesar, hasta que se dio cuenta de que su pasajero ya no le respondía. Khalil Ravana había encontrado un sentido profundo e inoportuno en Ganesha, el dios de plástico que no paraba de brincar.

No te angusties por los dioses falsos, muchacho. Sólo debes prestar atención al que te dio la vida porque quiso. Reprime este capricho tuyo inmediatamente. Quiero que ese paquete llegue sano y salvo al apartamento.

Khalil sacudió la cabeza, pero el zumbido continuó. ¿Qué debía infundirle más miedo? ¿Un dios pequeño o un dios lejano? ¿Un dios de plástico o un dios incorpóreo? Esperó a que la voz respondiera, le espoleara o se riera, pero no sucedió nada de eso. Puede que se encontrara demasiado lejos y que fuera lo bastante incorpóreo. A lo mejor, Khalil no sería un peón eternamente.

O puede que ese fuera su destino.

Volvió a dirigir la mirada a la imagen del dios hindú. En su visión periférica detectaba el resplandor de las luces de la ciudad entre las altas torres de metal y piedra, y tuvo la sensación de estar persiguiendo a Ganesha por una caverna. O siguiendo. Siempre siguiendo. Siempre bajo el tacón de otro.

Puede que fuera inevitable que Khalil encontrara un poco de consuelo en aquel dios hindú, en el hinduismo. Era evidente que no lo encontró como mortal, pero entonces suponía que era extraño que las personas a las que se les había asignado el escalón inferior de la vida aclamaran las decisiones y decretos de aquellos que les obligaron a ocupar ese lugar. A los jodidos filósofos que se encuentran en la cima les resulta muy sencillo sentarse en corro durante todo el día, iluminándose, pues disponen de los medios necesarios para decidir que el resto de la humanidad debe hacer su trabajo.

Khalil suspiró profundamente y se hundió en su asiento. Por supuesto, si hubiera creído, si hubiera sido hindú, no se habría sentido demasiado bien cuando recibió el Abrazo. Y no porque el mundo fuera diferente en su superficie ni porque el sistema de castas también hubiera persistido en ese lugar, sino porque su ciclo vital se hubiera roto. Tenía la impresión de que, cuando los Brahmanes hablaban de moksha, de liberarse del encierro de la reencarnación, no estaban pensando en vampiros imperecederos.

O puede que así fuera, y que los Brahmanes estuvieran pensando justamente en eso.

—¡Mierda! —murmuró Khalil en voz alta y en bengalí.

El conductor miró por el retrovisor inquieto, pero no dijo nada.

Sí, yo era un brahmán, y siento una enorme vergüenza al tener que rebajarme a utilizar un trozo de basura como tú. Pero ahora intenta controlarte. Lo único que estás consiguiendo es asustar a tu amigo y, por lo tanto, poner en peligro mi posesión.

Khalil se preguntó si la "posesión" en cuestión era él o el paquete. Por supuesto, si la voz de su cabeza era realmente la de un brahmán, no se trataba realmente de una pregunta. La única diferencia que había entre su cuerpo inerte y el contenido de la caja era que había pagado un precio mucho más elevado por esto último.

Sin embargo, como Khalil había logrado sobrevivir a los años que pasó en la rígida sociedad de la India gracias a su habilidad de dejar a un lado los pensamientos amargos y centrarse en la necesidad del momento, decidió esbozar una sonrisa para tranquilizar al taxista y volvió a adoptar su fingido aspecto de confianza.

—Hábleme, amigo mío, del curry de su primo —dijo Khalil, con falso y confiado placer.

Sarat sonrió y le respondió en bengalí.

—Es demasiado delicado para describirlo... o demasiado picante para probarlo —rió—. Es como usted prefiera, pero sea como sea, será el mejor que haya probado en su vida.

Khalil frunció el ceño.

—¡Ah! Pero esa es la razón por la que se lo pregunto. Y por la que maldigo. He tomado demasiada comida americana espeluznante... pensaba que había conseguido librarme de las náuseas, pero creo que mi estómago no va a poder soportar digerir una comida de verdad, acompañada de una bebida de verdad. Pero, amigo mío, realmente deseo conocer a su primo y ver su restaurante. Además, puede que tenga raíz de azafrán. El azafrán es un gran purgante para el cuerpo, ¿verdad?

Sarat dejó de mirar por el retrovisor, giró la cabeza y observó con inquietud a su pasajero, a pesar del denso tráfico.

—Estoy seguro de que mi tío habrá enviado una raíz de azafrán al restaurante. Jamás permitiría que uno de nuestros hermanos sufriera, encontrándose tan lejos de casa.

Khalil estaba radiante.

—¡Qué buenas noticias, amigo! Me ha brindado un gran recibimiento.

Khalil continuó charlando con el taxista, balbuciendo frases superficiales y ocultando sus pensamientos más profundos. Sí, había estado en Calcuta durante la tormenta. Sí, era hijo de esa ciudad. No, no era hindú. Sí, era la primera vez que viajaba a América. La conversación no era tan importante como su resultado, que era el de ganarse la confianza de aquel hombre. Para él, disponer de un refugio adecuado en Nueva York era una necesidad. Khalil necesitaba personas en las que confiar y otro lugar, aparte de su apartamento, al que poder huir si surgían problemas. Este alegre paisano, con sus parientes y su vehículo, era un buen lugar por donde empezar.

Estaba tan preocupado que no advirtió el recelo de los ojos de Sarat ni la cordialidad que había en la conducta del taxista, que era tan falsa como la de Khalil.

Unos minutos después, la ociosa conversación y las reflexiones de Khalil acabaron, pues el taxi redujo de velocidad, se detuvo y tocó dos veces el claxon.

—¿Qué pasa? —Khalil se sobresaltó y miró a su alrededor, buscando el obstáculo.

—Estamos en el Nawab, el restaurante de mi primo, amigo mío —Sarat sonrió de modo tranquilizador mientras abría su puerta y salía.

Entonces, Khalil advirtió que habían aparcado en un lugar reservado, enfrente de un restaurante decorado con muy buen gusto y elegancia. Sin embargo, algo había logrado colarse en su atareado programa y le obligaba a estar alerta.

—¿Siempre pitas de esa forma?

Sarat sonrió un poco más e indicó a Khalil que le siguiera.

—Así abrirán la puerta. Mi primo cierra a las once de la noche, aunque la verdad es que los sábados podría atraer al tráfico de la salida del teatro. Además, así saben qué quiero comer: dos pitidos significa que quiero el especial.

Khalil no estaba satisfecho, pero lo ocultó con amabilidad.

—¿Y un bocinazo?

—Lo de siempre —Sarat rió mientras se daba palmaditas en el estómago.

Khalil caminó hacia la puerta. Un niño, de aproximadamente ocho años había quitado el cerrojo y abierto la puerta desde el interior. Sarat, que se encontraba detrás de Khalil, habló con el muchacho.

—Chico, date prisa y limpia esas mesas. Limpia también la mía esta noche. Tenemos un invitado que no debe sentarse en una mesa sucia.

El niño se alejó corriendo y Khalil entró mientras Sarat sujetaba la puerta y la cerraba tras él.

—Pero qué maleducado que soy. Usted tiene el estómago revuelto, así que no debe tener ganas de sentarse a la mesa. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme hasta mi casa? Está en el tercer piso, sobre nosotros.

Khalil no respondió inmediatamente; en vez de ello, permaneció alerta mientras entraba. Había algo que no le acababa de gustar. Sentía un picor en la cabeza, aunque últimamente siempre parecía sentirlo, desde que tenía la voz de su amo estaba en su interior.

En este lugar hay otro de nuestro clan.

—Perfecto —respondió Khalil, tanto a Sarat como a la voz de Calcuta.

Khalil analizó rápidamente su posición, buscando alguna trampa. Sarat se encontraba a sus espaldas y parecía bastante mortal. No había el menor olor de sangre de Vástago que le estuviera convirtiendo en ghoul, aunque en ocasiones eso era muy difícil de detectar. Quizá resultaba demasiado fácil cometer un error.

Por otra parte, quizá la locura de Calcuta había acabado. La ardiente e incitante sed de sangre de su raza había remitido desde que llegó a América, pero podía ser que eso cambiara en cuanto viera al miembro de su clan. Sin embargo, en aquellos instantes no sentía ninguna seducción especial.

Considerando aún sus opciones, Khalil fingió debilidad y avanzó hasta la pared para apoyar ligeramente la cabeza. A su izquierda, el recibidor le permitía ver dos mesas, totalmente limpias, que se encontraban junto a la ventana. A su derecha había una estatua de metro y medio de Devi, pero no con su temible aspecto de Kali, el dios de diversos brazos, sino con el de Lakshmi, la diosa de la riqueza. Khalil se sintió un poco mejor. Es un buen presagio para una mala situación, pensó. Le resultaría más sencillo trabajar con aquellos que adoraban las ganancias que con aquellos que veneraban la destrucción.

Sarat se acercó un poco más a él, observando atentamente su rostro. ¿Lo hacía para ser solícito o para bloquear la salida? ¿Cuánto sabía, exactamente ese taxista mortal?

El otro es Ghose. Tengo entendido que es bastante estúpido, pero no quiero que él considere que tú también lo eres... Aunque no es demasiado viejo, es mayor que tú y, por lo tanto, más fuerte.

Sarat puso un brazo, compasivo, sobre el hombro de Khalil.

—Quizá el olor a comida no le sienta bien...

Khalil se giró rápidamente, agarró el antebrazo del hombre y lo retorció tras su espalda. Ahora era la frente de Sarat la que estaba apoyada contra la pared.

—Qué...

De puntillas, Khalil siseó al oído de Sarat.

—¡Silencio! ¿Qué es lo que pretendes hacer conmigo en este lugar? —empujó a Sarat contra la pared para hacer hincapié en el peligro al que se estaba enfrentando—. Y no intentes engañarme, amigo mío, porque sé quién está aquí esperándome. Puede que incluso esté mirándonos en estos momentos.

Sarat parecía confuso.

—¿Quién? ¿Qué? Yo no...

—Tu amo está cerca. ¿Dónde está Ghose? —insistió Khalil en voz baja, empujando con más fuerza a Sarat contra la pared.

—No sirve de nada susurrar, hermano —dijo una voz armoniosa que se encontraba tan cerca de él que se sintió terriblemente incómodo. Khalil apartó a Sarat de forma convulsa. El mortal se alejó hasta el vestíbulo tambaleándose y se encaminó hacia la puerta. Khalil pensó en abalanzarse sobre él, pero se detuvo cuando la estatua de Lakshmi que había cerca de la entrada empezó a perder su color dorado y se alzó.

El otro Ravnos era un hombre alto y esbelto. Aunque tenía la piel más clara que Khalil, no había ninguna duda de que era hindú. Vestía ropa holgada de algodón, tan nueva que Khalil aún podía oler el tinte, incluso a diversos metros de distancia. Calzaba unas sencillas sandalias de cuero y su cabello negro era tan corto que hacía que su redondo rostro pareciera esférico. Estaba de pie, con las manos abiertas y las palmas mirando a Khalil. Parpadeó lentamente, con sus largas y densas pestañas.

—¿Tienes algún deseo excepcional de asesinarme?

Khalil, reuniendo algo de compostura, vaciló.

—Me parece que no. ¿Si pensaras que iba a tenerlo, me hubieras dejado venir? ¿Por qué me has traído a este lugar?

Ghose sonrió secamente.

—En parte, sentía curiosidad por saber cómo iba a reaccionar yo. Me complace decir que creo que la locura ha terminado.

—Buenas noticias —respondió Khalil—. Debo admitir que no se me había pasado por la cabeza que pudiera encontrarme con uno de los nuestros aquí; si no, tu siervo no me hubiera cogido tan desprevenido.

—Soy Ghose. Me parece que ya lo sabías, pero dejaré que me expliques más tarde cómo conocías mi nombre. Sarat y los demás son de mi familia. Te los presentaré, pues puede que también formen parte de la tuya. No es fácil vivir en esta inmensa ciudad sin contar con la ayuda de los parientes.

Khalil se preparó para las presentaciones mientras intentaba buscar frenético una explicación inocua que justificara el hecho de que hubiera sobrevivido a su maldición y ahora se encontrara en Nueva York.

La voz de su interior no se molestó en ayudarle.