Capitulo 32

Viernes, 27 de agosto de 1999, 1:34 AM

Puente de Brooklyn

Ciudad de Nueva York

—Escucha, me dijiste que buscara un perista y lo hice —dijo Ramona malhumorada—. Si no te gusta, puedes buscar tú a otro, ¿de acuerdo?

Se recostó contra el asiento posterior del taxi. Estaba enfadada y dirigía sus afiladas palabras contra Khalil, pero era consciente de las miradas protectoras que Sarat le dirigía por el retrovisor, desde el asiento del conductor. No le hizo ninguna gracia.

—O puede que Sarat pueda buscarte uno —refunfuñó para dar por finalizada la conversación; bajó la mirada hacia su regazo, pero su feroz energía se negaba a abandonar su cuerpo.

Khalil no estaba preparado para dejar a un lado su enfado, pero sabía que Ramona había puesto punto y final a la disputa y no quería hacerla llegar al límite. Al menos, hasta que estuviera seguro de que ya no le era de ninguna ayuda. Por otra parte, no podía permitir que fuera ella quien dijera la última palabra. Se tocó el labio y gruñó, suavemente.

—Bueno, es un perista lamentable que no puede permitirse nuestra mercancía; dice que es demasiado evidente que ha sido robada y no sabe si podría encontrar compradores, ni siquiera si este hecho no resultara tan evidente.

Ramona continuó mirando malhumorada el suelo del coche y Khalil se alegró de haber conseguido que se callara después de diez minutos de discusión. Pasaron otros diez minutos en silencio mientras Sarat regresaba a la ciudad.

Khalil observaba los rascacielos con la ridícula idea de divisar al perista que lo haría rico. Calculó que debía de haber cien mil dólares o más de mercancía robada en el maletero, y el hecho de saber que, al fin y al cabo, todo ello podía carecer de valor, le carcomía por dentro, como un escarabajo carroñero atacando carne podrida.

Entonces, mientras Sarat se detenía en un semáforo de la ciudad, un idiota jovial que se encontraba en medio de la abarrotada calle introdujo un ramo de rosas por la ventanilla medio abierta de Khalil.

—¿Rosas para su preciosa mujer? —preguntó el hombre.

El primer impulso de Khalil fue cortarle la garganta, pero una serie de pensamientos corrieron por su mente y se lo impidieron... Pero el hecho de llevar a rastras un cadáver por pleno centro de Nueva York no fue uno de los obstáculos en los que pensó.

En primer lugar pensó en Mary. La recordó en Delhi, muchos años atrás, bailando sensual con una rosa entre los dientes; éste era uno de los recuerdos más genuinamente emotivos que poseía. Sin embargo, una parte del encanto de esta imagen era que aquella rosa le había hecho pensar en una boca goteando sangre ante una atestada casa de ganado. Khalil nunca había reído con tantas ganas como entonces... y así fue cómo conoció a Mary. Un poco más tarde, ella se había acercado a él para preguntarle por qué le había parecido tan divertido su baile.

Y en las rosas también vio una oportunidad de seducir a Ramona y hacer las paces. Ella siempre estaba excesivamente tranquila, y eso significaba que, o no tenía ni idea de nada, o sabía demasiado, mucho más de lo que imaginaba. Hasta que no demostrara lo contrario, tendría que asumir esto último.

De modo que Khalil sonrió cordial al vendedor.

—Por supuesto, amigo —dijo—. ¿Cuánto cuesta una docena?

—Sólo veinte pavos —respondió, mirando a Ramona—. Es muy guapa; hace bien en regalarle flores.

Khalil contempló al señor.

—Acabamos de tener una estúpida pelea —explicó—, y quiero demostrarle que no era nada serio y que yo estaba siendo un estúpido.

Mientras tanto, el Ravnos metió la mano en el bolsillo trasero, donde llevaba el anuncio de las Páginas Amarillas de Madame Alexandria. Sin mirar directamente el trozo de papel, Khalil leyó la dirección a Sarat y, a continuación, se lo tendió al vendedor de flores. Khalil sonrió magnánimo.

—Quédate con las vueltas, amigo, para que le regales algunas flores a tu amada. —A continuación cogió las rosas que le tendía el hombre, sacó una del ramo y pasó el resto a Ramona, sonriendo.

Cuando ella aceptó en silencio las rosas, Khalil volvió a tener que reprimir el impulso de aniquilarla y deshacerse de ella. Suspiró y dijo:

—Mierda. ¿Qué más tengo que hacer?

Cuando el semáforo se puso en verde y el coche empezó a moverse, Ramona le preguntó:

—¿De qué iba todo esto? Le has dado una página del listín telefónico para pagarle las rosas.

—Ramona —Khalil volvió a suspirar—, esta es la razón por la que tienes que estar conmigo. Conozco tantos trucos de los que no tienes ni idea... Con un pequeño movimiento de nariz, he conseguido que ese tipo viera ese trozo de papel como si fuera un billete de cincuenta dólares.

Se inclinó hacia delante.

—¿Recuerdas la dirección? —preguntó a Sarat.

—Estamos en camino —respondió éste, hablando por encima de su hombro.

—Bien —Khalil volvió a mirar a Ramona—. Lamento haberme quedado con una de tus rosas. Vamos a ir a ver a Mary.

Ramona acarició el papel de tisú que envolvía las rosas y respondió.

—No te preocupes. De todas formas, tengo una docena.

—¿Eh? —Khalil la miró—. Yo he cogido una.

—Debía de ser una docena de fraile —Ramona le mostró el ramo.

Khalil hizo algo más que contarlas: las fue tocando de una en una para asegurarse de la cantidad.

—Mierda. Este tipo de cosas no suceden por casualidad. ¿No lo entiendes? Esto es malo... muy malo. ¿Cómo lo llamáis aquí, mojo? Maldita sea.

Ambos guardaron silencio durante unos instantes mientras Sarat miraba por el retrovisor, nervioso, a su amo de sangre.

—Va a suceder algo malo —dijo finalmente Khalil.

Unos minutos más tarde, Sarat silbó.

—Ya ha sucedido algo malo, jefe. Lo siento.

Al instante, Khalil y Ramona se pusieron en guardia. Delante del taxi vieron una decreciente columna de humo que se alejaba de la carbonizada fachada de un edificio. Tres camiones de bomberos seguían aparcados en la calle, pero el tráfico ya se había reanudado, ahora que no podía salvarse nada más.

—Esta es la dirección que me había dado, jefe —confirmó Sarat.

El taxista empezó a reducir la velocidad mientras se acercaba al calcinado edificio. Había quedado totalmente destruido. La calle estaba empapada de agua y diversos riachuelos seguían cayendo del edificio y colándose por la rejilla del alcantarillado. Había bomberos por todas partes, enrollando las mangueras y guardando el equipo.

—Muévete Sarat —dijo Khalil de pronto—. No pares el coche. No vayas demasiado rápido pero tampoco te quedes por los alrededores.

El Ravnos se hundió en su asiento y apremió a Ramona para que hiciera lo mismo.

Tal y como era costumbre en los taxis de Nueva York, Sarat deslizó su vehículo hasta el final de una hilera de coches que estaba pasando en una dirección antes de que un guardia permitiera pasar a los que esperaban al otro lado de la calle. Diversas bocinas y gritos del Bronx ovacionaron al taxista.

Aún agachado en su asiento, Khalil dijo:

—Maldita sea, Mary. Parece que alguien ha decidido saldar algunas cuentas por aquí.