Capitulo 8

Domingo, 1 de agosto de 1999, 9:39 PM

Fulton Mall, Brooklyn

Ciudad de Nueva York

Khalil Ravana contempló con amor la diminuta pantalla del ordenador. Su brillante rostro verde le preguntó, educadamente, si le importaba (pues éste no era su propio banco) que añadiera un recargo adicional de un dólar y cincuenta centavos a su reintegro. Khalil apretó el brillante botón plateado para decir "No" y la máquina respondió: "Por favor, recoja su dinero". El Ravnos sonrió y lo hizo. "Por favor, coja el recibo". El Ravnos retiró el pequeño bucle de papel y leyó, con placer, los números que había impresos en él. "No olvide su tarjeta". El Ravnos la recogió de la ranura en cuanto asomó. "Gracias por acudir a nosotros, Elizabeth Dimitros. Vuelva cuando quiera".

—Gracias —respondió Khalil alegremente—. Lo haré. Liz es una chica precavida. No guarda el número secreto de su tarjeta en la cartera, como mi amigo el músico... pero lo archiva en el apartado de Comprobación de sus registros... Sonrió burlón y se alejó por la acera.

—Ahora, dime... Estoy seguro de que esa zorra Gangrel va a preguntarme a qué hora se reúne conmigo mañana... ¿Cómo puedo curar la herida del Ojo?

No estoy de acuerdo con que cooperes con esa chica. Se pondrá en tu contra, como el resto de su clan.

—Bueno, yo no lo tengo tan claro. No sabe nada de mí ni de la contienda y, creo que ni siquiera sabe nada de su propia gente. De modo que lo haremos a mi manera. ¿De acuerdo?

Silencio.

—¿Sí?

Supongo que será útil que practiques el método sobre otra persona. Incluso puede que así consigas el valor necesario para utilizarlo sobre ti mismo en caso de necesidad. Otra pausa. Pero vuelvo a repetirte que... no estoy seguro de que haya valor en tu interior. Sería mejor que la chica aprendiera la técnica al mismo tiempo que tú, para que hubiera una sanadora disponible cuando el...

En este punto, resonó una risa ahogada en el cerebro de Khalil.

...El gran cazador de diablos y asesino de lupinos localice al dueño del Ojo. Busca algo de azafrán. Como mínimo, necesitarás una raíz entera y seca o bastantes trozos.

—¿Y de dónde la saco?

Piensa. Tiene que haber mercaderes de especias en esta ciudad. Hechiceros. Herbolarios. Eso es problema tuyo, chico. Preocúpate de ello después. Ahora tienes otro asunto que atender. Busca un medio de transporte.

Khalil bajó del bordillo y llamó a un taxi. Un coche amarillo de formas cuadradas se paró rápidamente a su lado y se tambaleó al detenerse. En su interior, sentado sobre un asiento de plástico mugriento, el Rom sintió una punzada de nostalgia. Había una estatua de Ganesha pegada al salpicadero, y del retrovisor colgaban unas sucias y descoloridas flores de seda, atadas muy juntas entre sí, a modo de ofrenda. El nombre del conductor estaba escrito en una pequeña tarjeta: Sarat Mukherjee.

Dile a taxista que vaya a 2417—B...

Khalil escuchó con media "oreja" la voz mientras el taxista hablaba, dándole la bienvenida en bengalí.

¿Nomoshkar? --continuó hablando, entusiasmado, en la misma lengua mientras Khalil sonreía y asentía—. ¿Adónde quiere ir?

—Harlem, 2417—B Oeste, Calle 119.

Mukherjee hizo una mueca.

—No es una parte de la ciudad buena para usted, amigo. Déjeme llevarle junto a mi primo. Tiene un restaurante muy bueno... muy popular, muy exclusivo... pero podré conseguirle una mesa. Su acento parece de Calcuta y él está especializado en la cocina de Calcuta. Como en casa.

—Lo siento. Tengo un compromiso ineludible. Si supiera cuánto tiempo voy a tener que quedarme allí... —dejó la pregunta en el aire, esperando que su amo la respondiera.

—Bueno —dijo el conductor, sacando una tarjeta de la guantera—. Cuando acabe, llame a este número y pida el 758. Estaré trabajando y puede que aún me encuentre en esta zona de la ciudad... probablemente un poco más al sur, si se retrasa demasiado. Querrá salir del barrio sano y salvo, y podré aplicarle otra tarifa... además, puede que el restaurante de mi primo aún esté abierto.

Khalil cogió la tarjeta.

—Gracias. —Respondió, mientras el coche empezaba a moverse. Deslizó el número en el bolsillo de su camisa. Como por casualidad, preguntó:— Hermano, ¿su primo, el cocinero, podría decirme dónde puedo conseguir algo de azafrán seco?

—¿Curry en polvo?

—No, la raíz.

—Mi tío tiene una tienda de alimentación en Queens. Sabrá dónde puede encontrarlo. ¿Quiere que se lo pregunte?

Khalil sonrió y le tendió al hombre un puñado de monedas.

—Si puede abusar de la amabilidad de su primo, lo tomaré como un favor personal, hermano. Le llamaré en cuanto termine.

* * *

El 2417—B se alzaba a tres pisos y medio de la calle. Una escalera de hierro conducía a una puerta clásica, metálica, que había sido pintada de color verde pino. Una serie de escalones de cemento conducían, bajo las escaleras, a una entrada de sótano algo deteriorada. Las ventanas del primer piso brillaban suavemente y mostraban adornos y cortinas bien escogidas. Los apartamentos de encima estaban a oscuras.

Khalil subió las escaleras. Al nivel de sus ojos vio un reluciente picaporte en forma de pina; de todas formas, el Ravnos prefirió llamar a la puerta con los nudillos y descubrió que la deteriorada madera era falsa: había sido fabricada con un metal duro, de sonido sólido, que le dejó la mano magullada y escocida.

Las luces de ambos lados de las escaleras se encendieron suavemente. Khalil arrastró los pies bajo su resplandor. A continuación, la puerta se abrió y una mujer sonriente y morena, vestida con un limpio traje gris y una blusa blanca, le condujo al interior de la casa.

—Por favor, sígame, señor —abrió otra puerta (el vestíbulo de color beige estaba repleto de puertas) y lo llevó hasta una pequeña sala de espera—. Haré saber al señor James que ha llegado.

Khalil sonrió para ocultar su inquietud. La mujer (¿la secretaria?) estaba viva, pero podría ser... cualquier persona. Cualquier cosa. Con el mayor de sus encantos, asintió.

—Gracias, ¿señora...?

—Bernadette.

Tras decir esto, se alejó. El Ravnos se sentó en una de las cuatro butacas tapizadas de verde y examinó todo lo que le rodeaba. Los grabados enmarcados que colgaban de las paredes no revelaban nada sobre el gusto o los intereses del propietario. Una televisión y un mando esperaban, sin ser utilizados, en un pequeño armario situado enfrente de su asiento. En el centro de la sala, el Cosmopolitan y el USA Today de la semana anterior descansaban sobre una mesa oval. En una estantería contigua se esparcían diversas revistas del mes anterior: New Yorker, People, Time y Life, arrugadas y ligeramente rotas. Las etiquetas con la dirección habían sido retiradas por completo. Khalil miró a sus pies para observar la moqueta, que tenía un estampado abstracto. Nunca antes había visto una guarida tan carente de personalidad. En la India, como mínimo, podías averiguar el clan...

—El señor James le espera —dijo Bernadette cuando regresó. Su voz no tenía ningún acento marcado. Khalil se levantó y la siguió; el recibidor le pareció aún más neutro que antes.

—Buenas tardes —dijo un hombre grande que esperaba en pie junto a otra puerta lisa y sin marcas. Añadió con cordialidad—: Pase, por favor.

El desafortunado Ravnos se dejó escoltar hasta otro bonito y frío asiento (tapicería azul y salmón, esta vez) y esperó paciente mientras su anfitrión se sentaba en una versión con ruedas de la misma silla. La gran mesa que había entre ellos era de reluciente caoba encerada. Una lámpara de vidrio escarchado ocupaba una esquina de la estancia, esencialmente administrativa. Un perchero de latón ocupaba la otra. Una placa grabada, personalizada y brillante proclamaba que el hombre que había delante de él era Walter James, Doctor en Filosofía. Entre ambos se diseminaban las piezas de un conjunto de escritorio muy elegante, en cuero de color marrón.

El señor James abrió una cartera que llevaba en la mano y miró en su interior, como si intentara refrescar la memoria sobre el caso. Khalil cada vez tenía una impresión más fuerte de que aquel despacho era legal: las estanterías que se alzaban a ambos lados de la mesa parecían vagamente legislativas.

—Bien —dijo el señor James, cerrando y dejando a un lado sus notas—. Me alegro de informarle de que nuestro pequeño encargo ha sido completado con éxito. Confío en que nuestro cliente común esté satisfecho con el trabajo. —A continuación, añadió con franqueza—. Ha sido un caso difícil, supongo que es consciente de ello.

Khalil unió las cejas gravemente e inclinó la cabeza como si fuera totalmente consciente de ello.

—Así es, señor James —dijo, a modo de felicitación, temperada por el savoir faire.

—Por favor, llámeme Walter —el hombre parecía honesto, cordial... estaba muerto, por supuesto, de modo que era poco probable que fuera cualquiera de esas dos cosas—. Nuestro cliente común efectuó el pago esta mañana... sin ningún impedimento. Me complace decirle que no puso ningún impedimento. Este hecho permite que le entreguemos el objeto —sonrió—. Y que podamos decidir los términos de la entrega...

Khalil asintió y levantó una ceja.

—Tengo instrucciones de nuestro cliente. Me ha pedido que le haga algunas preguntas —Walter James hizo una pausa y su sonrisa adoptó un aspecto más clínico— para evitar que haya algún malentendido, tergiversación, interpretación errónea... ya me entiende.

—Por supuesto; cuando quiera —respondió el Ravnos.

—¿Cómo se llama?

Un pánico absoluto invadió a Khalil. Entonces, la voz pronunció Jarek Bhandara. El shilmulo lo repitió en voz alta, aliviado de que esas personas desconocieran su verdadero nombre.

Walter James sonrió alentadoramente.

—¿De qué color es el objeto?

Rojo atardecer. Di exactamente eso.

Y Khalil lo hizo.

—Ahora, ¿cuál es la palabra, señor Bhandara?

Khalil escuchó. Su boca tembló ligeramente y, entonces, la respuesta de la voz fue pronunciada por su lengua.

—Adulación —hijo puta.

—Y la última pregunta...

—No hay cuarta pregunta —le desafió Khalil súbitamente.

—Exacto —comentó Walter James—. Muy bien.

Apretó el botón del intercomunicador.

—¿Bernadette? ¿Puedes traer el paquete del señor Bhandara? —relajándose en su gran silla, observó a su huésped con satisfacción—. A mis socios y a mí nos gustaría expresar lo mucho que hemos disfrutado trabajando con usted y su... agencia. No ocurre con frecuencia que tengamos el placer de cobrar por adelantado... En la actualidad, algunos de nuestros clientes no tienen ningún tipo de dignidad.

En este punto de la conversación, la gris secretaria hizo acto de presencia. Depositó sobre la mesa, junto a Khalil, un pequeño paquete envuelto en papel marrón. Walter James le dio las gracias con una mirada.

—Supongo que deseará examinarlo, ¿verdad?

Aquí no. Quiere ver tu reacción. Levántate y vete.

Khalil recogió la caja y mantuvo la mirada fija en su interlocutor.

—Gracias, pero no será necesario.

Walter James arqueó las cejas.

—Creo que es usted demasiado confiado.

Una horda de comentarios, ingeniosos y de otro tipo, intentaron llamar la atención de Khalil. Con un esfuerzo enorme, hizo una ligera reverencia y salió lo más rápido que le fue posible. Bernadette le abrió la puerta exterior y él murmuró algo educado e insignificante en respuesta a su alegre "Buenas noches". El Ravnos dejó atrás un edificio, y otro, y otro, hasta que ya no sintió hormigas subiendo por su columna vertebral. Parpadeó, se detuvo y murmuró.

—¿Dónde diablos estaba?

En las oficinas de negocios de la cofradía local Assamita. El palacio sagrado de la muerte de esta ciudad.

—Assamitas... —Khalil se estremeció.

En la India, no te preocupó demasiado contratar a aquella mujer para el asesinato de Michel.

—¡Sí, por supuesto que me preocupó! —los ojos del Ravnos estuvieron a punto de saltar de sus cuencas—. Estoy intentando mantener la distancia con esos sangrientos fanáticos. ¿Cómo puedes enviarme a una de las guaridas de esos devoradores sin avisarme?

¿Cómo iba a hacerlo? Hubieras sido tan transparente como el cristal y el doble de frágil. De este modo, en tu ignorancia... has conseguido que tengan un gran concepto de ti. ¿No te alegra saberlo, chico?

Khalil buscó la tarjeta del taxista con la mano vacilante.