Capitulo 19

Domingo, 8 de agosto de 1999, 4:26 AM

Una red de túneles y cavernas

Ciudad de Nueva York

Cassandra Washington avanzaba enérgicamente por el pasillo enlosado de su casa compartida. A diferencia de sus semejantes, caminaba totalmente erguida, manteniendo la postura perfecta con la que le habían educado (y golpeado) en la vida. Se frotó los ojos fatigada. Era hora de acostarse, y bastante tarde para ella. Aunque el jefe los había mantenido ocupados las últimas noches, por ahora no tenían nada que enseñarle. No había ni rastro de Hesha y habían sido incapaces de encontrar a sus pocos contactos "Ravnos" fiables... Por otra parte, tampoco habían tenido suerte buscando a los perversos diablos. Además, la guerra entre la Camarilla y el Sabbat por el "control" de tantísimas ciudades seguía obstaculizando el avance de otros proyectos más interesantes. Empezaba a sentirse menos como una periodista y más como una teleoperadora: las últimas noticias de Buffalo, el memorando de Charleston, los movimientos de Atlanta, la situación en Washington, una llamada precipitada a Richmond, la fecha y el lugar en Baltimore...

Cass dejó atrás su oficina y resopló. Al pasar junto al borde del agujero había prestado atención, por si se aproximaban amigos o enemigos. Dobló la esquina, vio que la habitación de descanso estaba vacía y apagó las luces. Al volver a levantar la mirada se sobresaltó: al final del vestíbulo, en el umbral de la puerta, se tambaleaba una aparición inesperada. Las manos de su antiguo eran de color rojo brillante, estaban cubiertas de icor negro y sujetaban con fuerza el batiente de la puerta y un arrugado puñado de folios.

—Cassandra... —dijo él con voz áspera.

Preocupada, corrió hacia él, apagando las luces a su paso.

—¿Qué ha sucedido? Iré a buscar a Umberto...

—No, ven conmigo —tiró suavemente de su brazo.

Cass se dejó llevar hacia el viejo ropero, dejaron atrás la desmoronada pared posterior y accedieron a la pequeña gruta que el viejo Nosferatu había convertido, hacía mucho tiempo, en su guarida. Los ayudantes del antiguo habían pulido el suelo, primero con cincel y después con martillos perforadores; sin embargo, los pasos que habían dado los metódicos pies de su propietario lo habían dejado perfectamente liso. Cass vio viejas cajas de madera, etiquetadas en papel, apiladas junto a la puerta; junto a ellas se alzaban archivos de latón y roble; un poco más arriba había envejecidas versiones metálicas de éstos y, un poco más allá, relucientes y modernos archivos ignífugos. A la derecha, generaciones de mesas y escritorios se alineaban al muro de roca. La más nueva (y a pesar de todo, antigua) se encontraba al final de la hilera, y la única silla de la sala hacía guardia a su lado.

—Mira —limpió la mesa con un golpe omiso de sus largos brazos. Montones de papeles revolotearon hasta el suelo. Cass rescató una pila, la dejó sobre el escritorio contiguo y se agachó para recoger el desorden del suelo.

—No te preocupes de eso ahora —dijo su guía. Sostuvo la máquina de escribir y sujetó la lámpara de la esquina, pero por todo lo demás, le obedeció.

Él dejó sus papeles sobre la mesa y los ordenó con sus manchadas manos. Cass descubrió que eran manchas de tinta negra y roja y se relajó. No era sangre. Las garras nudosas golpearon temblorosamente el texto mecanografiado.

—Sígueme desde el principio hasta el final —rechinó el viejo Nosferatu—. Durante el solsticio, entregamos el objeto, supuestamente el Ojo de Hazimel, a un Setita de Atlanta. Sabemos que esto sucedió porque Rolph, que hizo la transferencia, sobrevivió al ataque del Sabbat —cogió otro folio y señaló las palabras—. En la batalla, perdimos la pista del agente Setita que lo cogió, pero cuando volvió a aparecer, ya no lo tenía. Rolph también ha confirmado esta parte. El Setita Vegel trabajó para el Setita Hesha, llamado Ruhadze. Nunca fue a Atlanta. Mientras Rolph redactó sus informes, ningún agente que hubiera enviado Hesha podría haberle arrebatado el Ojo a Vegel. Suponemos que Hesha nunca lo tuvo, pero perdimos su pista.

—De acuerdo —dijo Cass, asintiendo.

—Tenemos a alguien investigando al Sabbat. No hay indicios de que posean algo parecido y estamos seguros de que no dudarían en utilizarlo si lo tuvieran. Tenemos muchos más agentes en la Camarilla. Si ellos lo tuvieran, deberíamos asumir que a estas alturas ya lo habrían utilizado, al coste que fuera, para defender sus ciudades. Por lo tanto, hemos perdido por completo la pista del Ojo.

—Sí, supongo que sí.

—Esta noche —dijo el antiguo, recostándose gentilmente en su vieja silla de cuero— he recibido un informe de nuestro agente de Baltimore. El justicar Gangrel, Xaviar, ha regresado esta tarde de la reunión de la Camarilla. Los extranjeros se reunieron en las montañas para combatir algo diferente al Sabbat. Según Xaviar, todo el grupo fue aniquilado por un Vástago con poder sobre la carne, la tierra, la piedra y la roca. Este guerrero tenía un ojo más grande que otro. Xaviar también afirma que las emanaciones de ese ojo eran más letales que el conjunto de todos sus poderes.

Cassandra se apoyó en el escritorio.

—Mierda.

—Xaviar pensaba, dijo que pensaba, que los Gangrel habían luchado contra un Antediluviano despierto. Si está en lo cierto, eso podría significar el fin del mundo. Las Noches Finales.

Lentamente, la Cainita pensó en las implicaciones.

—Pero podría tratarse simplemente del Ojo de Hazimel.

—Exacto —dijo el antiguo.

Se levantó.

—Ven conmigo. Quiero enseñarte algo.

Ambos se dirigieron lentamente hacia el vestíbulo en ruinas; el antiguo se apoyaba con fuerza en los hombros de Cass.

El refugio estaba amueblado con literas para cuarenta personas, de las cuales trece estaban ocupadas. Las ratas jugaban sobre otras cuatro. En cinco descansaban cadáveres en diversos estados de descomposición y recuperación. En otras tres (tras unas gruesas barras de acero electrificadas) había cuerpos "sanos", atados y encadenados a las viejas literas de hierro. Seis ojos airados observaban con rencor a los recién llegados, y los labios de un hombre empezaron a moverse. Su mandíbula, en cambio, no lo hizo, pues estaba bien amordazada por los prudentes vigilantes. En la cama número trece (una litera superior) descansaba una diminuta figura, libre e ilesa, que miró hacia abajo alegremente cuando se acercaron los dos monstruos.

—Hola Cassie. Hola Señor C.

—Hola, Ratón. ¿Qué tal está tu paciente?

El sarnoso fajo de piel rosa y gris se desenroscó, apartó a una rata y se sentó.

—Igual de viejo. Igual de viejo.

Ratón dio un golpecito a un interruptor situado en un cable de extensión amarillo y la luz inundó la litera que había debajo de él. Se retorció y forcejeó hasta que quedó colgando del extremo del pie de la cama y, entonces, tiró bruscamente de la manta verde, destapando a su compañero de litera.

—¿Confirmación? —murmuró el antiguo.

Cassandra se acercó un poco más. La cosa que había sobre el colchón podrido también parecía haberse descompuesto. Su carne tenía la textura del poliestireno derretido: burbujeante, disuelta, evaporada. Sus huesos eran visibles y parecían de masilla gris. Cass buscó a tientas la luz. Un poco menos... en ángulo... allí.

Podía ver la superficie del esqueleto, que brillaba débilmente. Tras vacilar unos instantes, preguntó:

—¿Ha sido uno de los nuestros? Me refiero a que antes no tenía este aspecto... ¿Qué ha sucedido?

—Podía ponerse en pie —dijo Ratón—. Llevaba zapatos de verdad. Yo también vi las huellas. Ahora tiene charcos en vez de pies.

—¿No es una víctima de los Tzimisce?

—Quizá —respondió el muchacho—. Pero vi cómo se alejaba el otro tipo. Estaba haciendo lo mismo con un trozo de piedra mientras se iba. Nunca he oído que un Chimy hiciera eso.

Cass se sentó en la cama contigua. Apoyó los pies cerca del cuerpo y volvió a iluminarlos.

—Es el mismo tipo de herida que Ramona tenía en la mejilla.

—¿Estás segura?

—No.

Su antiguo pestañeó tan sólo una vez con sus grandes y tristes ojos. Mantuvo la mano apartada de la luz y jugó con ella, subiéndola y bajándola por los brazos, las piernas, la aplastada cabeza en forma de calabaza y el torso aplanado y marchito.

—¿Podemos ir a buscar a ese tal Khalil y traerlo? Si esto es una herida causada por el Ojo, él lo sabrá. Mike y yo podemos ocuparnos de él, conseguir que hable. Odio estos métodos, pero si esa cosa anda suelta por la ciudad...

—No puedes traer a un Ravnos —dijo su compañero—. Si habla, mentirá, y si pensamos que está mintiendo, dirá la verdad y nos sentiremos confundidos. Si queda libre en cualquier lugar que nos pertenezca... habrá problemas; si escapa, o si los demás oyen hablar de esto, se apiñarán a nuestro alrededor. Y en cuanto a lo de ocuparnos de él, los Ravnos no son...

Se detuvo cerca de lo que había sido el esternón de aquel hombre.

—...manipulables, del modo al que estás acostumbrada. Cada clan posee un punto débil que esconde, o un objetivo que persigue, o un secreto que puedes descubrir para chantajearlo. Pero un Ravnos saca el máximo partido de su debilidad, no tiene planes y no le importa cuánto sabe la gente sobre él. Son las únicas personas realmente imprevisibles, porque son las únicas que tienen la costumbre de actuar en su propio y peor interés. ¿Cuchillo?

Cass depositó uno en su mano y el antiguo lo deslizó cuidadosamente sobre la piel del esqueleto. El paciente en letargo estaba inmóvil.

—Allá vamos —con un corte rápido y curvo, la cuchilla tropezó con una pequeña roca roja. Volvió a moverlo y apareció un disco de latón del tamaño de una moneda. Los dedos del viejo Nosferatu frotaron el tejido esponjoso y recorrieron los signos grabados en el metal.

—Sí —dicho esto, volvió a dejar el disco en el cuerpo—. Sí. Ahora podemos estar seguros. Muy bien, Cass. Ratón, saca a este hombre del pabellón y llévalo aun cuarto mejor... de seguridad. Cass, cancela la búsqueda de Hesha Ruhadze. Ya lo tenemos aquí.