
Capitulo 5
Sábado, 31 de julio de 1999, 1:16 AM
Riverside Park, Upper West Side, Manhattan
Ciudad de Nueva York
Leopold cruzó el parque dirigiéndose al norte, junto a la orilla del río. Sabía su nombre. Era consciente del césped que había bajo sus pies. Sentía la tierra que había bajo el césped, la piedra que había bajo la tierra, la emotividad de la madera enterrada, la obstinación de los cimientos de las antiguas casas, la reverberación de los túneles, la mezcla de roca y agua, la solidez de la roca pura, el calor y la sustancia plástica y maleable que estaba debajo del todo... y era suave, como la arcilla.
Regresó a él una percepción más personal. Vio sus harapos y decidió, vagamente, que tenía que poner fin a eso. Vio a su musa por el rabillo del ojo, pero ni corrió hacia ella como un loco ni olvidó su naturaleza. Estaba enfadada porque Leopold había perdido el regalo que le había concedido. No dejaba de pensar en cómo podría recuperarlo; era la herramienta que necesitaba para cumplir con las aspiraciones de la diosa. Observó sus manos (que, por alguna razón, se estaban curando) y durante unos instantes se preguntó de dónde habría salido el trozo de metal que estaban aferrando. Lentamente se dio cuenta de que ese pequeño escudo metálico era la placa de un policía. Empezó a modelarlo con sus dedos, intentando dar forma al frío metal, tal y como solía hacer con la cera... y tal y como había modelado la piedra.
Leopold siguió caminando, alejándose del agua. Su despejado cerebro empezó a hacerse cargo de la situación. Se dio cuenta de que le faltaba una parte de sí mismo... no sólo el ojo que hubiera rellenado su vacía, desgarrada y distendida cuenca izquierda. Sintió que la sangre fluía intentando curárselo, aunque hubiera preferido que quedara abierta, lista para introducir el gran Ojo en cuanto lo encontrara.
La pérdida... no era su ojo, ni el Ojo, ni siquiera el hambre... Se sentía lleno, hecho que resultaba sorprendente si tenía en cuenta que no recordaba haberse alimentado durante una larga, larguísima temporada. Tampoco era la musa: aunque la había perdido, seguía con él, bendiciéndolo, y regresaría con todos sus favores en cuanto volviera a encontrar el Ojo. No, la pérdida que le mortificaba estaba relacionada con su memoria. El último recuerdo claro que tenía era el de la estatua terminada de su caverna. Una oleada de orgullo le invadió. Era digna de la diosa, digna del material, digna de su talento: una obra de arte. Leopold blasfemó. Aquella obra de arte sería la última que haría hasta que recuperara el Ojo. ¿Cuándo lo había perdido? Había desaparecido con el tiempo olvidado y en el tiempo olvidado. Desde las Montañas Adirondack hasta Nueva York... Sin duda, había invertido muchas noches y grandes esfuerzos en aquel viaje... ¿Por qué no lograba recordar nada? ¿Por qué el tiempo que había transcurrido antes de la caverna estaba tan oscuro? Atlanta, pensó, y en su mente apareció una imagen que acompañó a sus pensamientos.
Distraídamente, miró el trozo de metal que llevaba en la mano. La placa se había ablandado bajo sus dedos para convertirse en la cabeza en miniatura de una mujer. Leopold sonrió. Victoria. Formaba parte de lo que estaba perdido. Golpeó los contornos de las mejillas y el cabello y apareció un nuevo rostro. Mi musa. Sus diminutos ojos y labios se abrieron. A Leopold le pareció bastante natural. Ella lo llamó... le apremió a seguir adelante.
El poder de modelar había regresado a sus manos. Alegremente, empezó a correr. Sus pies apenas tocaban el suelo... Recorrió calles, dobló esquinas y cruzó entre el tráfico para atajar. Los coches chocaban a su alrededor y algunos mortales gritaban... maldiciéndole, abucheándolo y alertándose del demente que había en medio de la avenida. Leopold ni los oía ni le preocupaban. El Ojo había regresado. La Musa le había conducido hacia él con la misma seguridad que la de dos amantes que se encuentran. Ahora estaba tan cerca... Corrió rápidamente entre dos edificios y sintió que los últimos obstáculos se habían quedado atrás.
Hizo un último esfuerzo, corriendo más rápidamente que nadie. Cuando vio la prisión de su premio (un sedán negro), se abalanzó sobre él.
Levantó un dedo y sintió que el Ojo saltaba hacia él.
Abrió su mente al poder e invocó la esencia de la tierra sobre el asfalto para detener al coche que huía.
* * *
Pauline Miles miraba por los espejos retrovisores cada cinco segundos. Era un acto reflejo que formaba parte de su adiestramiento. Normalmente, la única consecuencia de estas miradas era una reducción de velocidad (si aparecía un coche patrulla) o un cambio de carril, velocidad o dirección, si un coche que le resultaba familiar se aproximaba demasiado a ella.
Lado, lado, centro... Miles miraba de reojo. Allí, a la derecha. Ningún coche... dobló una esquina para acceder a una calle más grande y la figura volvió a aparecer.
—Señor —dijo. El panel de vidrio empezó a descender—. Hay un hombre persiguiéndonos a pie. No va armado, pero... es extraño.
Hesha deslizó un espejo convexo desde el techo tapizado. Observó a su perseguidor durante unos instantes.
—Acelera —ordenó.
Miles hundió el pie en el acelerador y el coche ganó velocidad. Encontró un hueco entre los vehículos que había a su alrededor y consiguió, haciendo caso omiso de dos semáforos, poner el coche a sesenta y cinco kilómetros por hora, a pesar del tráfico de fin de semana.
Los faros de los coches que había dejado atrás brillaban en el retrovisor, a través de la ventana tintada. Vio que la silueta del hombre que les perseguía eclipsaba el más cercano y frunció el ceño.
—Sigue detrás de nosotros —se lamentó, mientras clavaba con fuerza el pie en el acelerador.
El sedán negro salió disparado.
Hesha sintió un movimiento en la bolsa que llevaba en el regazo. La lona se clavaba bruscamente en su abdomen. La levantó por el asa y vio cómo se balanceaba, como un imán en una cuerda, hacia atrás y hacia el monstruo que les estaba dando caza. En la tela se formó un bulto del tamaño de una bola de béisbol, en el punto más cercano a su perseguidor. Hesha frunció el ceño. El Ojo del interior había sido extraído del centro del suave barro (¿o acaso había excavado el camino él mismo?). Rápidamente y con aprensión, dio la vuelta al saco y puso la masa de lodo del río entre el Ojo y el lugar hacia el que estaba haciendo fuerza.
El instinto pudo con él.
—¡Para!
La conductora, desconcertada pero obediente, intentó complacerlo. Los frenos chirriaron y se aferraron al suelo con esfuerzo; el pedal tembló bajo el pie de Pauline mientras los sistemas de seguridad la tiraban hacia atrás. Bajo los chirridos del metal, algo más empezó a gemir. Miles movió la cabeza hacia un lado para oírlo mejor. Un segundo después, el sonido era tan fuerte que le hacía daño en los oídos; no pudo reprimir una mueca de dolor. Recordó que la artillería hacía un ruido similar, pensó en los bombardeos que agrietaban la tierra y agarró el volante con más fuerza.
Lentamente, sin ninguna explosión ni la metralla de granada alguna, la capa de asfalto que había delante del coche ondeó y se levantó como una ola de choque. Hesha observó atento el fenómeno, alarmado, e intentó buscar en su memoria algo similar que hubiera sucedido durante la historia del Ojo, pero sus esfuerzos fueron en vano.
Miles gritó y viró. Su pie izquierdo apretó con fuerza el pedal del freno de emergencia. Durante unos instantes el coche derrapó hacia un lado, dirigiéndose hacia el centro de la carretera, y acabó chocando contra la parte inferior de la pendiente de aquel muro de tres metros de alquitrán y gravilla. El sedán negro salió proyectado hacia delante como si fuera una tabla de surf y su conductora forcejeó para controlar las ruedas sobre esa superficie resbaladiza e indefinida. Metió un brazo en el volante para sujetarse, alcanzó el freno de mano, tiró con fuerza de él, volvió a pisar el acelerador y consiguió recuperar la tracción a tiempo de sacar el coche de debajo de la "trituradora". En un sombrío silencio, Miles dejó atrás otra colina creciente de asfalto y subió a la acera. El sedán pasó entre una multitud de peatones, sin lastimar a ninguno, y dobló una esquina a toda velocidad.
—Para —repitió la voz que había a sus espaldas. Pauline le miró por el retrovisor con incredulidad. La mano de su jefe agarraba con decisión la manilla de la puerta.
—Hay otra acercándose...
—Bien. Me ocuparé de ella —se acercó al borde del asiento—. Sal de aquí. Te llamaré cuando todo esto termine.
Sus manos y pies volvieron a ocuparse de los controles.
—¡Señor! —al evadir la ola, se vio obligada a reducir la velocidad y descubrió que la puerta trasera estaba abierta.
—No puedes ayudarme con esto, Miles —desapareció en la curva y la puerta se cerró automáticamente tras él. Pauline se mordió el labio, se encaramó a una ola y se preparó para volver a enfrentarse a la carretera...
...Y de repente se encontró sola, conduciendo un coche silencioso por una calle de la ciudad completamente normal.
* * *
Después de que su presa hubiera abandonado el vehículo, el alquitrán se abalanzó sobre el sedán durante unos instantes. Avanzaba ávido, pero a ciegas, y entonces se convirtió en olas pequeñas. Lentamente fue reduciendo su altura hasta que, por último, se desvaneció.
Hesha Ruhadze no lo vio.
Desde el mismo instante en que pisó el pavimento, la preciada bolsa empezó a acunarse en el centro de rotación (la llevaba entre su estómago y sus brazos para protegerla del impacto). El Setita no había mirado hacia atrás ni había dejado de moverse. Dejó toda la distancia que pudo entre él y el sedán... por una parte, para proteger a su sierva y permitirle escapar y, por otra, para experimentar con lo que había empezado a denominar "la alteración". Oyó girar unas ruedas y asintió con satisfacción cuando el sonido del motor se alejó a toda velocidad.
La apática brisa lo envolvió, llevando consigo el olor de goma quemada.
A favor del viento, pensó el Setita, es una dirección tan buena como cualquiera otra... mejor que la mayoría... y va hacia el norte... hacia el templo, por si lo necesito. Salió del estrecho callejón en el que se encontraba y avanzó a grandes pasos que, aunque devoraban el espacio, le permitían reaccionar ante los peatones. Mujeres vestidas para comerciar con su cuerpo le llamaban con voz chillona; hombres vestidos con trajes raídos se burlaban de él y le gritaban; delante, un grupo de machitos embutidos en costosos trajes que no estaban hechos a medida se giraron ante el ruido. Lucían bandas de tela brillante en sus cabezas, cuellos, brazos o piernas y, a pesar de las evidentes diferencias que había entre ellos, eran terriblemente parecidos... eran copias en papel carbón de sí mismos y de aquellos niños que blandían espadas a los que Hesha había conocido en África, India y Europa. Diferentes pares de ojos idénticos miraban hacia la acera del mismo modo que él había observado a los wadis de Sudán en su juventud.
El chico que estaba al frente (no el líder) se hizo a un lado para que sus compañeros pudieran verlo mejor y dispararle antes, si tenían ganas de hacerlo. Entre ellos circularon breves palabras y sus manos se acercaron lentamente a sus bolsillos y pretinas. Sus pequeñas mochilas deportivas empezaron a descender por sus espaldas.
Sin dejar de dar zancadas, Hesha invocó a Set para que le concediera divinidad. Observó que los rostros de la pandilla iban pasando de la agresividad a la incertidumbre, hasta que reflejaron un ciego respeto. Se abalanzó por el camino que, de repente, había quedado despejado y pasó entre ellos como un dios (ignorándolos por completo, tal y como hacían los dioses modernos). Las dos hileras que habían formado se cerraron a su paso, en un silencio reverencial.
Los muchachos volvieron a lo suyo, haciendo ver que no había pasado nada que ellos no hubieran permitido. Volvieron a charlar entre sí, aunque ahora se dirigieron hacia el norte, en vez de hacia el sur, sin saber por qué lo hacían. Ninguno de ellos mencionó al hermano rico que había pasado junto a ellos. El que más cerca estuvo de hacerlo fue el más ambicioso, quien propuso, con indecisión, la idea de unirse a una organización superior (siempre y cuando encontraran alguna que mereciera su tiempo). En todas sus cabezas, el hombre que corría con la gabardina y el traje oscuro se alzó como el tipo al que estarían deseosos de complacer.
Con curiosidad, el ambicioso mantuvo la mirada en la figura que huía. Ésta había cruzado la calle a gran velocidad y había desaparecido entre la multitud. Frunció el ceño y miró hacia atrás. ¿Qué era lo que hacía correr a ese hombre?
Fue una aparición. Tuvo que cerrar los ojos y volver a mirar antes de poder creer lo que veía. Había un vagabundo alto y delgado como un palo acercándose a ellos a un paso más rápido que el de una carrera de velocidad. Cuando el muchacho redujo la velocidad de la imagen en su mente, sintió un gran desprecio: el pordiosero se movía como un drogadicto. En esos instantes se encontraba delante de donde había ocurrido el último accidente. Los amigos del chico empezaron a advertir su presencia. El primero sacudió la cabeza: aquella velocidad... tenía que ser algún efecto angustioso provocado por el último lote que habían probado la noche anterior. Siguió observándolo fijamente mientras se aproximaba. Ahora sabía por qué había llamado su atención: aquel tipo tenía un ojo que no pestañeaba en el lado derecho de la cara y un agujero del tamaño de una pelota de béisbol en el izquierdo. La piel de esa zona se sacudía al mismo ritmo que sus rápidos pasos y el color de su piel... era sombríamente blanco, como el papel, y resplandecía bajo la iluminación de la calle... Además, tenía vetas oscuras, muy oscuras, por todas partes. Vetas rojas. Ropa roja. Ropa empapada de rojo y relucientes brazos rojos... No era la primera vez que aquellos adolescentes veían sangre... ya habían matado a otras personas. Habían visto morir de un disparo a diversos amigos. Habían llevado hamburguesas a las salas de emergencias y sabían a cuánto fluido tenía que renunciar el cuerpo humano cuando sangraba hasta la muerte. El tipo que estaba persiguiendo a su hombre debía de haber estado nadando en una piscina de sangre. Sus brazos estaban envueltos por un largo y rígido vello y sus harapos, del color de la muerte, estaban cubiertos de manchas ensangrentadas. El chico se adelantó hasta la carretera para enfrentarse a aquella cosa que se acercaba a su territorio, que pretendía asesinar en su jurisdicción, que intentaba dar caza a su gente.
Hesha tuvo tiempo de inspeccionar los alrededores. De momento, el suelo seguía firme bajo sus pies, pero un débil sonido procedente del sur le advertía de que la alteración, fuera lo que fuera, le estaba persiguiendo a él, no al coche. Cuando el asfalto más próximo empezó a ondearse, saltó en dirección a la siguiente acera. Viene a por el Ojo, le confirmó su mente. La capa que había bajo sus pies empezó a moverse, aunque el hormigón y el cemento no se derritieron tal y como había hecho la alquitranada calle.
A través de una ventana vio al grupo de adolescentes. Se habían situado en el centro de la calle e irradiaban arrogancia, debido a su ignorancia, su número y sus pistolas. El Setita continuó corriendo, siguiendo el escaparate hacia el oeste.
Los jóvenes dispararon al intruso.
Los gritos de los transeúntes inundaron la estrecha calle.
El ronco tormento de los adolescentes, aún no agonizantes, incrementó los agudos gritos de los espectadores.
Más disparos, más gritos, mas aullidos mortales...
En las oscuras y móviles imágenes de los escaparates, Hesha vio cómo se deshacían los cadáveres de los muchachos. Un hueso gris plateado asomó entre el horror. Doce sombras de piel oscura formaban remolinos y se mezclaban. La grasa espumosa y amarilla entró en erupción y se deslizó por los... tobillos... o lo que quedaba de ellos. Se abrieron grietas cerca del gestalt y brotó un chorro de sangre de seis metros de altura. Aquella fuente salpicó los edificios que había a ambos lados y cayó en forma de lluvia fina y roja sobre la multitud que había salido aquel sábado por la noche, tanto la que estaba paralizada como la que huía. Hesha observaba, atónito. Sus pies seguían corriendo por su cuenta, y su mente se puso de acuerdo con ellos unos instantes después.
El modelador de carne. El cerebro del Setita pensaba en las implicaciones mientras escogía una nueva ruta: una que había sido pavimentada con hormigón macizo, no con alquitrán y gravilla. Si puede modelar carne significa que es un Tzimisce. Hesha dejó a un lado, por un momento, la habilidad de la criatura para modelar la tierra a su antojo. Y si es un Tzimisce, significa que forma parte del Sabbat. De modo que la pregunta es, ¿cuántos Sabbat? Sabía que él era capaz de destruir a las rabiosas cuadrillas de ataque de la secta. Estaba seguro de poder dominar a la carne de cañón, incluso con la interferencia de la cosa que tenía a sus espaldas.
Sin embargo, un modelador de carne con tanto poder...
Quizá, en una lucha justa, en un buen terreno... y si el Ojo no estuviera en medio. Imploró fervientemente a Set que su enemigo no fuera un grupo de antiguos que poseyeran poderes tan inexplicables como los de aquella cosa.
La acera lo llevó por un solar vacío y la tierra se levantó. Una ducha de basura, suciedad y escombros cayó a su alrededor. Hesha endureció su piel con fuertes escamas y corrió a mayor velocidad. Fuera cual fuera el poder que utilizaba su perseguidor, afectaba al suelo desnudo con más fuerza que al asfalto. El edificio de delante... no... los cimientos de la nueva tienda, construida con austeridad, se sacudían por la tensión. Hesha observó la calle... justo allí había una mediana de hormigón; saltó hacia ella nada más verla. Logró aterrizar en la esquina contraria en el mismo instante en que la fachada de ceniza se derrumbaba sobre la calle y el terreno que había debajo se amontonaba entre las grietas.
La tierra se mueve... el alquitrán se mueve... pero el cemento se mantiene unido... ¿Estaría más seguro sobre piedra? El Setita giró hacia el norte y divisó, en la distancia, una serie de espirales y andamios. Una cruz sobresalía del caos; una cruz negra como el azabache y oscura contra el brumoso cielo naranja de la noche. Una catedral... suelo sagrado... El hombre que intentaba alcanzarle parecía europeo. Las bendiciones de Dios nunca habían interesado a Hesha, pero puede que tuvieran algún efecto sobre el otro. Y los cristianos construían sus templos más grandes sobre roca...
Siguió corriendo mientras la calle se lanzaba perezosamente hacia él. Aunque, en cuanto se ponía en marcha, aquella cosa era rápida, sus (Hesha buscó la palabra adecuada) reacciones eran lentas. Había descubierto que las esquinas le molestaban un poco y que los cambios súbitos de dirección confundían a la mente ciega de la criatura. Hesha hizo tantos zigzagues como pudo y a continuación se abalanzó hacia el solar en el que se estaba construyendo la inmensa iglesia.
Bordeó el muro y se encaramó a un pequeño cobertizo. Desde arriba, mientras seguía corriendo, examinó la catedral que tenía delante. La esquina más próxima, una torre, estuvo a punto de dibujar una sonrisa en sus delgados labios: cuatro plantas acabadas y los cimientos en la parte inferior... una bóveda y contrafuertes adicionales en el sótano, si sus suposiciones eran correctas. Perfecto. Puede que incluso pudiera llegar al segundo nivel. Bajó del tejado del cobertizo en dirección a una pequeña zona similar a una cantera, donde estaría por encima de la altura de las "olas" más grandes que había visto hasta ahora. Saltó de una piedra a otra. Con una escalera (dos, a lo sumo) podría defenderse desde el interior, y el sonido de cristales rotos le advertiría si algún intrépido siervo del Sabbat intentaba atacarle desde fuera. Sus botas aplastaron fragmentos de mármol. Pequeñas motas de polvo de piedra formaban remolinos bajo la ligera brisa que levantaba su gabardina al moverse. Decidió que, en cuanto alcanzara la torre, llamaría al templo Setita y pediría refuerzos. A esas horas de la noche, el Parque Morningside debía de estar repleto de serpientes. Se encaramó, como si fuera una escalera, a un montón de piedras combadas del patio y saltó sobre la valla.
Miró hacia abajo y sólo vio tierra cubierta de césped. Profirió una maldición.
La zona de albañilería era una isla de roca situada en un gran jardín al aire libre. Podría atajar por allí. Podía correr a cualquiera de los lados e intentar avanzar por las aceras (no, no podía ir por allí, pues eran delgadas cintas de cemento agrietado). O podía luchar en el lugar dónde se encontraba.
Se abalanzó sin dudarlo hacia el ángulo más cercano del sendero del jardín. Sus botas se posaron suavemente sobre la dura pizarra. Siguió las marcas de piedra por unos rosales blancos y un seto de hoja perenne y halló una figura grotesca que le bloqueaba el paso. Tenía la piel escamosa y roja, las extremidades nudosas y, en su cabeza prácticamente esférica, no había nada que se pareciera remotamente a un rostro. Hesha se agazapó, preparado para luchar contra la criatura de guerra de los Tzimisce...
Pero ésta permaneció plácidamente inmóvil.
La luna decreciente se liberó de una nube y Hesha pudo ver qué era realmente aquella forma retorcida: arte moderno... barras de hierro que habían soldado en forma de mujer y que habían dejado a la intemperie para que se oxidaran y mostraran... ¿respeto? La estatua parecía inclinarse o postrarse ante algo mayor.
Hesha apartó la mirada y se abalanzó hacia el pequeño grupo de devotos. Había perdido el tiempo. Se encontraba a medio camino de la iglesia cuando los recuadros que había bajo sus pies empezaron a moverse. El Setita saltó, ignorando que tenía una pierna prácticamente atrapada en el césped ondulante. El sendero flotaba sobre la verde hierba del mismo modo que la espuma sobre las olas. Hesha aterrizó sobre un pie y se alejó del esponjoso pantano, encaramándose a una plataforma de hormigón. Dos esculturas le flanqueaban: la silueta de un hombre y el bloque de metal del que la había tallado el artista. Una parte de su mente reconoció la imagen de la sombra de la explosión de Hiroshima; sin embargo, la mayor parte de su cerebro estaba concentrada en la siguiente estructura sólida alineada a la torre: un objeto alto, con diversas hileras, cuyo significado ni siquiera podía imaginar. Estaba lo bastante cerca como para alcanzarlo, siempre y cuando pudiera confiar en poner un pie sobre la pizarra para coger impulso. La tierra se alzaba como una ola... una baldosa corría por la cima y Hesha se abalanzó hasta ella, saltó y se encontró en la parte superior de una fuente de piedra sin agua. El sol le miraba burlón y él hizo una mueca en respuesta a su feo rostro. La extraña estatua estaba cubierta por pequeñas protuberancias en forma de anémona que se convirtieron en excelentes asideros. El Setita no estaba seguro de a qué se estaba sujetando, pero consiguió mantener el equilibrio, encaramarse un poco más y escudriñar el ondulante jardín en busca de otra zona estable que estuviera de camino hacia su objetivo.
A su alrededor, las colinas se abalanzaban hacia él. Si iba a saltar, tendría que ser...
Los músculos del cuello de Hesha se crisparon como si alguien le estuviera observando. Se giró y, por primera vez, tuvo una buena perspectiva de su perseguidor.
No... Los ojos del Setita se abrieron de par en par por la consternación. Aquel hombre, tan flaco como una cerilla, era la criatura a la que había dejado en letargo en las montañas. Era el Cainita que había poseído el Ojo antes que él. No era un antiguo ni un Tzimisce... aquella criatura había sido tan débil que un simple mortal le había arrebatado el Ojo. Tendría que haber permanecido inconsciente durante años. Debería haber quedado atrapada entre las rocas que se desmoronaron...
Hesha intentó olvidarse de todo lo que "debería" haber sucedido. Las olas de tierra le estaban encerrando y en cualquier momento sería engullido, apaleado o aplastado. Hesha se lanzó desde el borde del grotesco sol. Sus manos se convirtieron en largas garras y las arqueó, preparado para clavarlas en el corazón del extraño. Unos colmillos como agujas se deslizaron por sus finas encías grises. La lengua del Setita se transformó en un látigo delgado, bífido y afilado, que se enrolló para golpear a su atacante. Su cuerpo alargado y serpentino se unió y se equilibró para el impacto. La larga gabardina revoloteaba y crujía como una bandera ondeada por fuertes vientos y todo lo que llevaba Hesha se movió con él... incluso el peso del Ojo... durante el eterno segundo que transcurrió antes de que diera alcance a su presa.
Hesha aterrizó pesadamente. Sus garras desgarraron la cavidad del pecho de su adversario; las costillas del hombre se convirtieron en algo mejor que una escalera, y sus piernas encrespadas encontraron apoyo en una rodilla doblada. La lengua de la serpiente asomó para cortar la única córnea que le quedaba al Cainita. El saco donde guardaba el Ojo golpeó con fuerza la espalda de Hesha y la gabardina se arremolinó con alevosía alrededor de sus espinillas.
El hombre flaco se tambaleó.
Hesha dejó que el impulso los hiciera rodar a ambos por el césped (que de repente era estable, liso, inmóvil) y le dio un golpe y un empujón adicional con la parte izquierda de su cuerpo, para asegurarse de que aterrizaría sobre su víctima. Sintió que su rostro se combaba mientras una de las garras del Cainita le desgarraba un músculo sobre el pómulo, que empezó a curarse inmediatamente. El arañazo no había sido provocado por ningún poder oculto. Extrajo la mano derecha del pecho de la criatura, extendió los dedos al máximo y estiró con fuerza del abdomen y los intestinos indefensos. Sus atrofiados órganos asomaron por sus heridas y, allí donde se unieron las cinco pequeñas guadañas para seccionar el cuerpo, cayeron grandes trozos de carne muerta. Mantuvo la mano izquierda firmemente acuñada entre las tablillas de la caja torácica y retorció sus garras para asegurarse de que nada podría curarlo.
El hombre delgado azotaba y desmenuzaba la ropa de Hesha. Aunque sólo utilizó un brazo, consiguió clavárselo con la profundidad necesaria para romper las resbaladizas escamas y desgarrar el músculo.
El Setita no opuso resistencia a aquellas garras oscilantes. Su adversario era tan novato que golpeaba la carne y dejaba los tendones intactos (ignoraba los ojos e intentaba hacerse con el control de las manos), intentado abrir la garganta del muerto en vez de rasgar los esponjosos tejidos de su torso. Aunque la velocidad podía vencer a la técnica, aquello no sucedería aquella noche. Hesha abrió una herida en el hombro izquierdo de su enemigo y seccionó los nervios. La extremidad se soltó y se crispó durante un segundo; los músculos opuestos se contrajeron y, a continuación, el antebrazo del hombre flaco se curvó hacia abajo, quedando totalmente inservible.
Hesha levantó el inútil armazón del suelo. Tenía la intención de hablar con la pobre sanguijuela, tener piedad de ella y hacer que ese momento resultara útil. La criatura tenía que saber algo valioso sobre el Ojo, y el poder que ejercía sobre la tierra hostigaba al Setita. Hesha le seccionó el otro brazo y pensó si, quedando incapacitado, el hombre flaco lograría sobrevivir o sólo duraría un día más...
Cómplices, pensó Hesha, preguntándose por qué el peligro había regresado a él de forma tan repentina. ¿Se había movido algo? El jardín parecía vacío, excepto por el prisionero, él y las estatuas.
Algo le dio un suave codazo en la espalda. Se dio la vuelta (sin dejar de sujetar al otro hombre por las costillas) y vio otra pieza de metal cortado, una buena. No había nada más.
La estatua... Momentos antes podría haber dicho la posición de todos los obstáculos y de todos los refugios de ese campo de batalla con los ojos cerrados. Reconoce el terreno, recordó las palabras de los sacerdotes que lo habían adiestrado. Pero antes se encontraba un metro más atrás. Estaba seguro...
El Setita, desconcertado por su error, dio la vuelta y volvió a reconocer los alrededores. Vio otras estatuas que seguían sobre sus pedestales, aunque desde su ángulo no parecían estar ocupando la posición central. Se encontraban más cerca de él. Estaban en un lugar incorrecto.
Hesha observó la fuente de piedra con ansiedad.
Algo rozó suavemente su gabardina.
Hesha saltó hacia delante, pero lo hizo demasiado tarde. El bronce dentado alcanzó el saco de lona que llevaba en la cadera. Diminutas hebras de algodón se rompieron, la parte impermeabilizada se desgarró y el barro se escurrió por un agujero del tamaño de una moneda. Un grueso chorro brotó del orificio.
El saco de lona explotó por la presión y una esfera pegajosa cayó al suelo, a los pies de Hesha. El hombre delgado abrió el ojo que no tenía... y una luz pálida y fría salió del Ojo aún cerrado que yacía en el camino...
Unos puños de hierro golpearon a Hesha. Sus largos huesos se rompieron y diminutas astillas seccionaron su carne en una agonía de agujas. Maldijo el dolor y obligó a la sangre de sus extremidades a curar sus heridas. Con sus temblorosas piernas se abalanzó hacia un lado, intentando evitar los oxidados troncos que la devota escultura tenía por manos. Un tercer enemigo... un cuarto y un quinto... y sería imposible huir. Por el rabillo de los ojos vio que el acero retorcido oscilaba hacia su rostro; se tiró al suelo y se giró. Algo se clavó en su cráneo por la parte posterior y lo cruzó de oreja a oreja. Entonces, incluso pensar se convirtió en una tortura. La fuerza del ataque retorció el cuerpo del prisionero y Hesha observó, con ligero pesar, cómo flotaba por el aire. El hombre flaco aterrizó sobre el césped a dos metros del Ojo. Mientras Hesha avanzaba a rastras como un cangrejo, lenta y torpemente, dirigiéndose a la seguridad que le brindaría la fuente de piedra, su enemigo yacía inmóvil.
Hierro, bronce y cobre se acercaron a él. A través de la lluvia de golpes y el espeso velo de la estatua, Hesha creyó ver a su enemigo rodar en dirección al Ojo. Aquello no tenía ningún sentido.
Una explosión de algo irreconocible (ni ácido, ni llamas ni sangre venenosa) levantó el suelo. Se movía como una bala... sólo era ligeramente más lenta que un parpadeo. Hesha vio un pálido destello de color blanco azulado que se abalanzaba hacia él. Cerró los ojos automáticamente... El objeto le golpeó y no pudo volver a abrir los ojos... incluso sus labios se cerraron herméticamente... o quizá su rostro ya no estaba allí. El dolor y la furia clavaron sus colmillos en él y le robaron lo poco que quedaba de su mente.
* * *
Bajo Calcuta hubo una sensación de infalibilidad y cierta determinación a luchar.
Bajo Manhattan, una inteligencia tenebrosa se expandió y dejó de preocuparse.
En Atlanta, un Malkavian solitario se levantó con la certeza inesperada, pero incuestionable, de que tenía que ir a dar un paseo.
En la rama más baja del Árbol de la Vida (una escultura que había sido votada como la Más Fea de Nueva York por la asociación de residentes de Morningside Heights), Hesha Ruhadze entró en un frenesí inconsciente. Oyó las reverberaciones de Calcuta y Manhattan a través de la piedra blanca que llevaba alrededor de la muñeca. La piedra roja que llevaba al cuello le indicó en qué momento se alzó el Ojo y pudo sentir cómo se alejaba, como si formara parte de su propio cuerpo.
En el jardín de la Catedral de San Juan el Divino, Leopold acabó de colocar la carne en su sitio y descansó durante unos instantes. Sus brazos y cuerpo se unieron perfectamente. Observó cómo avanzaban las nubes y se entretuvo mirándolas, guiñando el ojo izquierdo y después, el derecho. A continuación las miró con ambos párpados bien abiertos e incluso con ambos bien cerrados.
* * *
Leopold, totalmente recuperado y bastante íntegro, se alejó por el sendero encaminándose a la acera. La pelea había terminado, al menos para él. Todas sus dudas murieron al recuperar la visión. ¿Qué faltaba? Nada: al girar la esquina, supo dónde estaba ella...
La musa estaba delante de él, en el centro de un círculo de setos, aguardando.
Aguardándolo.
El viaje acaba cuando los amantes se encuentran... la letra de alguna canción antigua y bella corrió por su cabeza.
La perfección lo esperaba con los brazos abiertos y, al verla, el grotesco rostro de Leopold se iluminó. Por un instante, su expresión reflejó la belleza de su musa, del mismo modo que las ruinas reflejan el palacio que formaban anteriormente. Totalmente extasiado se abalanzó hacia ella y, al hacerlo, sintió que una suave barra se arqueaba bajo sus pies. Era un hueso retorcido y sin forma del cadáver que ahí yacía. Leopold cogió los delicados dedos de su musa y los rozó con sus labios. Ella le condujo, tímidamente y sin recurrir a sus malvadas trampas, lejos del campo de batalla... hacia un mundo propio. La tierra desapareció y ambos escaparon hacia la niebla de plata.
* * *
El espectador vio todo esto de una forma bien diferente: Un vampiro solitario y herido se alejó, dando bandazos, del jardín de la Catedral de San Juan el Divino. Sus asimétricos ojos eran terribles y llevaba con él, como la varita de un zahori, la fracturada mano de piedra de un mártir, que se retorcía como si tuviera vida.
El espectador salió de su escondite mucho después y arrastró un montón marchito de carne necrótica desde debajo de una pila de metal retorcido. Analizó el cadáver detenidamente, tal y como hacía con todas las cosas, y, tras reflexionar unos instantes, tiró del cuerpo ennegrecido hacia el agujero desde el que se había arrastrado. Tenía que darse prisa, pues el sol estaba saliendo de su escondite. Media hora después de que el espectador recogiera todo lo que quería, unos rayos brillantes y letales bordearon la cúspide del cielo de Nueva York.