
Capitulo 12
Miércoles, 4 de agosto de 1999, 1:06 AM
Boerum Hill, Brooklyn
Ciudad de Nueva York
Ambos vestían ropa ceñida y brillante que dejaba al descubierto sus brazos, marcaba sus músculos y les permitía mover libremente las piernas. La mujer, además, llevaba un escote de vértigo. El oro brillaba en sus cuellos y en sus muñecas, además de en las orejas y los dedos de la mujer. Cuentas de sudor perfumadas con tabaco, colonia y alcohol brillaban sobre sus pieles de bronce y oliva. La joven pareja había pasado una agradable velada bailando salsa con unos amigos en el lugar de siempre. Tras abrazarse y estrecharse las manos para despedirse, descendieron con gracia las escaleras del club. Ella se despidió de otra amiga con un beso en la mejilla y prometió llamarla; él cogió a un amigo del brazo y bromearon sobre el trabajo. A continuación, ambos se alejaron del círculo de música dirigiéndose a la acera... hacia el norte, lejos de la oscuridad de Red Hook... y en la misma dirección que Khalil había previsto.
El Ravnos avanzaba por el asimétrico pavimento a menos de seis metros de sus víctimas. Las palabras de Ramona le habían despertado el apetito. Le había explicado a Elizabeth que se sentía bastante hambriento, pero a ella no le había gustado el comentario. Estaba seguro de que tampoco iba a gustarle el resto de la tarde.
Su fuerte apetito le apremiaba y decidió acortar la distancia que le separaba de la pareja. Cuando los tres llegaron a un agradable lugar repleto de sombras, Khalil saltó hacia delante y pellizcó a la mujer. Ésta dio media vuelta con los ojos airados y su compañero, tras intercambiar con ella unas palabras, se acercó al agresor mostrándole sus bíceps. Un torrente de insultos salió de su boca, acompañado de sus puños. Khalil lo esquivó, guiñó un ojo a la mujer y deseó comprender más español. A continuación, golpeó al hombre con tanta fuerza que tuvo que dejar de hablar para recuperar el aliento. Khalil lo golpeó, se giró y le esquivó; la pelea fue retrocediendo lentamente hacia la oscuridad que reinaba entre dos edificios anónimos. Hizo un astuto juego de piernas... y el mortal se vio obligado a retroceder hasta el callejón. Su chica, que por fin se había dado cuenta de que los nudillos de su novio no tenían ningún efecto en el extraño, saltó sobre la espalda de Khalil e intentó arrancarle los ojos. Entonces, el Ravnos se dejó de tonterías, golpeó con fuerza al hombre en la barbilla, noqueándolo, dejó inconsciente a la mujer antes de que gritara más fuerte y arrastró a sus víctimas hacia el callejón.
Dos contenedores gigantescos flanqueaban la puerta trasera de un pequeño café que a esas horas ya estaba cerrado. Elizabeth, con la boca amordazada, le aguardaba sentada y encadenada junto al más cercano. Aunque, según la leyenda, en Nueva York nadie había respondido nunca a una llamada de socorro, el Ravnos no había querido correr ningún riesgo.
Khalil dejó en el suelo a sus dos víctimas, una al lado de la otra, y las observó.
—La cena está servida —dijo con sarcasmo, quitando la cinta adhesiva de la boca de su prisionera. El hombre era más fuerte, así que Khalil empujó a la mujer hacia su lado del callejón. Encontró asiento sobre un montón de periódicos podridos, puso a la mujer en su regazo y empujó con los pies a su novio, hasta que llegó junto a Elizabeth.
—Es todo tuyo —le dijo, asintiendo con la cabeza.
Khalil pasó los brazos alrededor de la mujer. En su gargantilla se leía la palabra "Rosa" y el shilmulo susurró en voz baja aquel nombre. Besó sus rojos labios y olió vino en su aliento. Acarició su suave cuello, le buscó el pulso con la lengua y clavó profundamente los dientes. Bella, suave, dulce, pensó. Poco después, dejó de pensar y simplemente disfrutó. Largo tiempo después (nunca es lo bastante largo, maldijo el Ravnos en silencio), apartó la boca de su cuello.
Lamió la herida, observó cómo se cerraban los dos agujeros y comprobó el color de la mujer. Imaginó que sería una rosa blanca durante un par de semanas, pero estaba totalmente seguro de que no tenía un cadáver entre los brazos. Bueno, murmuró con satisfacción, es muy bella; puede que dentro de un mes la encuentre de nuevo. Saciado, se recostó contra el muro y observó a la Setita. Repugnante. Ni siquiera se ha movido hacia él.
La nariz, la boca y la garganta de Elizabeth ardían con el olor de la sangre. Khalil apestaba a ella. Su aliado rebosaba sangre. Incluso parecía que una niebla roja flotaba tras sus ojos y su cuerpo...
Una vez, tras sufrir una intoxicación alimenticia que le había impedido ingerir alimentos de verdad durante una semana, Liz había experimentado los primeros cuchillos del hambre en su estómago. Recordó cómo le temblaban sus manos cuando acercaba la cuchara a la boca y cómo sabía la compota de manzana cuando su cuerpo llevaba días alimentándose de sí mismo. Durante las dos últimas noches, aquella sensación (duplicada, triplicada) se había arrastrado por su cuerpo. Ahora, con ese fuerte olor en sus fosas nasales, el hambre se había convertido en un objeto vivo que daba latigazos en su estómago. No lo haré, pensaba, sin nombrar aquello que rechazaba. Esto está mal. Mejor morir con el sol que...
—¿Tienes escrúpulos? —la voz de Khalil la conmovió, pues estaba repleta de compasión e inquietud. Cuando Liz levantó la mirada, su rostro reflejaba una especie de esperanza.
Su compañero asintió, reconfortante.
—La primera vez es muy duro, querida.
Cogió medio ladrillo de entre los escombros y lo levantó. Elizabeth se quedó paralizada... Khalil destrozó el cráneo del hombre, que se agujereó cómo una cáscara de huevo. Materia gris y ósea saltó y moteó su desgarrada piel y su rizado cabello moreno. La sangre empezó a inundar el terrible agujero... y se detuvo. Liz miraba fijamente el pecho inerte del bailarín. No respira. Observó la mano izquierda de la mujer, que seguía en el mismo lugar en el que Khalil la había dejado tras haber reparado en ella. En su dedo corazón brillaba un anillo de compromiso. Iban a casarse... Ella lo amaba. Intentó rescatarle... pero ya no habrá nada. Ojalá Dios permita que vayan a un lugar mejor, juntos, imploró la Setita.
—Adelante, querida —dijo Khalil alegremente—. Ya no puedes hacerle daño.
Elizabeth se sentía asqueada y aterrada. Además, tenía náuseas. Su estómago se revolvió e inclinó la cabeza hacia delante para permitir que su cuerpo, vacío y seco, hiciera lo que debía hacer. Sus colmillos, irrefrenables y terribles, se abrieron paso a la fuerza entre sus encías y le cortaron la boca. Ésta se abrió por voluntad propia y sujetó, como una sanguijuela, el hombro aún caliente del hombre. Aunque había estirado los brazos para apartarlo de su lado, sus manos lo cogieron y lo acercaron un poco más. Elizabeth bebió, muy a su pesar, y se desesperó al ver que disfrutaba con ello.
Oyó un sonido cerca de sus orejas. Un chasquido. Palabras. Era la voz de Khalil. Sintió unos dedos firmes en los hombros que la apartaban del cadáver.
—Ya has tenido suficiente, querida. No debes saciarte —un espíritu perverso y pueril sollozó en el fondo de su mente, preguntándose por qué, si aquel hombre ya estaba muerto, no podía beberlo por completo.
Otros sonidos: unas cadenas. Sus esposas ya no estaban atadas al contenedor, sino que las sujetaban las manos de Khalil. El Ravnos tiraba de ellas y Elizabeth se levantó lentamente. El cadáver se alejó rodando de sus pies para descansar junto al cuerpo de la que hubiera sido su mujer.
Khalil arrastró a su prisionera para alejarla del callejón y la condujo de nuevo al almacén. En la esquina miró hacia atrás: el ladrillo roto se había pulverizado sobre el cemento, junto a la cabeza suave e intacta del hombre. La Setita ignoraba por completo cómo debía alimentarse: sólo había abierto una diminuta vena y el estrecho flujo se había coagulado y detenido. Aquella noche no habría ningún cadáver. Oyó el tintineo de sus nuevas joyas en un bolsillo y sintió que la pesada cartera del hombre presionaba su cadera. Daba toda la impresión de que había sido un atraco... Desvió su atención hacia su compañera. Elizabeth caminaba sintiéndose confundida. Era evidente que estaba aterrada, que se sentía mortificada, que apenas lograba mantener la cordura... La chiquilla de Hesha se encontraba tal y como desearía ver a Hesha. Khalil se mojó los labios y sonrió. Bien.