
Capitulo 1
Miércoles, 28 de julio de 1999, 7:54 PM
Dentro de un espacio reducido
En un lugar desconocido
Khalil Ravana despertó en medio de una oscuridad ardiente y ruidosa. A medida que el letargo del día se fue desvaneciendo, fue consciente de la presión que le constreñía por todas partes... los brazos confinados junto a sus costados... las piernas dobladas, heladas e insensibles... el cuello inclinado hacia el pecho... los dedos de los pies y sus retorcidas manos soportando el peso de su cuerpo... la fricción de alguna sustancia áspera contra su piel desnuda... un bulto duro y firme clavado contra su mentón...
En el exterior de su diminuta prisión podía oír golpes, voces apagadas y un suave sonido chirriante. Khalil se estiró, en un intento de rellenar el escaso espacio disponible. Entonces, el bulto que se clavaba en su barbilla empezó a ascender, molestamente, hasta sus mandíbulas y por fin se dio cuenta de lo que era: su rodilla izquierda. El Ravnos volvió a encogerse, intentando liberar sus manos. No estaban atadas... podía moverlas... un poco...
De repente, el suave chirrido se detuvo. Khalil sintió que también él se detenía y entonces fue consciente de que algo lo había estado moviendo. Apenas un segundo después de percibir el movimiento, su cuerpo y el armazón que lo envolvía se inclinaron e iniciaron un largo descenso. Tuvo la sensación de que seguía cayendo durante una eternidad y advirtió las quejas de su estómago vacío.
El impacto lo lanzó hacia arriba. Ahora, en vez de estar apoyado sobre sus extremidades, tenía la cabeza en el fondo del armazón. Desde la esquina llegaba una irritante y sonora vibración muy molesta para los oídos (descubrió que su ataúd era rectangular). Khalil intentó ignorar la sacudida y el ruido. El cambio de posición había liberado un poco más sus manos, por lo que podía tantear los límites de su mundo. Advirtió que las "paredes" estaban cubiertas por unas protuberancias redondeadas, erizadas y suaves. Tiró de una de ellas y se quedó con la punta en la mano. Era espuma...
Dejó caer el pequeño bulto y siguió explorando. Más lejos de él, en un pequeño claro que formaban los esponjosos bultos, descubrió un pequeño mango, un cerrojo de metal y un botón. Pulsó éste último y apareció una suave luz. Sintió una oleada de alivio.
Se encontraba en el interior de una maleta o un estuche de armas que había sido forrado con un relleno gris bastante cómodo, similar al de las cajas de huevos. Deseó, fugazmente, que quienquiera que hubiera hecho el trabajo hubiese tenido un verdadero baúl o ataúd a mano, pero teniendo en cuenta la urgencia con la que su nuevo aliado había preparado la huida de Calcuta, se trataba de un alojamiento de primera clase. Khalil miró el picaporte... sí, se abría desde dentro. Los hombres de Hesha Ruhadze eran astutos. Se dedicaban al contrabando internacional de cadáveres y, aparentemente, nunca tenían problemas. El Setita se había ido a dormir a la misma hora que Khalil, de modo que sus criados habían sido capaces de transportar, en el último minuto, tanto las mercancías de contrabando como el alojamiento de su inesperado pasajero. De Calcuta a Nueva Delhi, de Nueva Delhi a Londres, de Londres a Chicago... añadió el tiempo de las escalas y decidió que en esos momentos debía de estar oscureciendo en el centro de América. Estuvo a punto de reír a carcajadas. El extraño balanceo, la larga caída, el metal chirriante, los fuertes ruidos del exterior... supuso que se encontraba en la cinta transportadora del aeropuerto O'Hare, chocando contra el resto de los equipajes. Algo cayó sobre él desde arriba y su caja quedó apoyada sobre uno de sus lados. Ahora, las dos esquinas del fondo chirriaban, pero Khalil consiguió acomodarse en su capullo de espuma.
Sólo tenía que esperar un poco más. Pronto vendría a recogerlo uno de los chicos, cruzaría la aduana sin problemas y lo llevaría con su "socio" Hesha hasta alguna suite lujosa provista de sangre en abundancia. Sangre fría, pensó tristemente Khalil; sin embargo, era libre...
Sangre...
Khalil estaba hambriento. Era bastante evidente. En la India, cuando era un cíngaro honesto, estuvo a punto de morir de hambre. Más adelante, su familia murió y él se convirtió en un ratero, pero la pobreza nunca lo abandonó. Cuando el shilmulo (el vampiro) lo adoptó, pudo ingerir alimentos de verdad y comidas regulares durante uno o dos meses, y rellenar sus devastados músculos y su rostro ahuecado. Cuando llegó la oportunidad, cuando el shilmulo lo convirtió para siempre en su hijo, supo qué era pasar hambre de verdad. Aprendió todos los trucos para eludirla, alimentarla, recriminarla, darle caza. Aprendió a colmarla de promesas cuando no había sangre y a llenarla hasta la saciedad cuando la había. Sin embargo, el hambre que había pasado durante las cuatro pasadas noches había sido totalmente diferente.
Deseaba sangre de la familia. Podía saborearla en su mente. En su interior se despertó el recuerdo de su "padre" y del primer vino dulce de la inmortalidad. El de una chica a la que había amado y con la que había compartido besos veinte años después... Recordó al antiguo cuya fuerte sangre cerró las heridas que había sufrido Khalil al defenderlo... y al Rom que probó la sangre de shilmulo, al que había destruido tras una larga lucha. Recordó a todos y cada uno de los Ravnos a los que había conocido: el demonio que había en su interior los deseaba con más fuerza que la que había sentido nunca por nadie. Hacía tres noches que lo sentía... desde el terremoto... desde que salió de Calcuta... Sentía el sobrecogedor impulso de correr y devorar a sus parientes. Cada día soñaba con la muerte de su legendario ancestro Ravana: el sol calcinaba su inmenso cuerpo y su sombra surgía sobre sus hijos para ordenarles, con su irresistible voz (que hacía estremecer a Khalil), que deshicieran todas sus obras y limpiaran su raza de la faz de la tierra. El difunto Rey Rakshasa centelleaba ante los ojos de sus descendientes. Khalil se hubiera levantado para buscar a los demás... hubiera realizado una guardia de honor hasta los infiernos con él... hubiera...
La pequeña criatura acuclillada en la caja tembló y cerró los ojos para no ver la imagen. El hambre que sentía pasó a adoptar un segundo plano y el miedo lo inundó.
En Calcuta no había más Ravnos (excepto uno, se obligó a recordarse). Sin embargo, ¿cómo podía saber qué había sucedido en Chicago? ¿Acaso las instrucciones de su fundador habían llegado hasta este lugar? ¿Habría algún pariente en la ciudad que pudiera oler la sangre fresca del Ravnos?
Maldijo a Hesha.
—Date prisa, maldita sea —murmuró, conteniendo la respiración.
Hesha no va a venir, dijo una voz dentro de su cabeza.
De pronto, la caja le pareció mucho más pequeña que antes. Khalil intentó rechazar esa sensación. La voz lo había sobresaltado. Creía que la había dejado atrás.
—Sal de mi cabeza, desgraciado —dijo en voz alta. La presencia se retiró ligeramente. El pecho del joven Ravnos se llenó de orgullo: por una vez, había conseguido que hiciera lo que él quería... al fin y al cabo, quizá ocho mil kilómetros fueran una distancia suficiente. Entonces percibió el sabor de la mente de aquella voz. Era altanera. Engreída. Estaba satisfecha porque aquí tenía el mismo control sobre él que el que había ejercido en la India. Incluso le pareció notar que asentía ante sus pensamientos. De repente, Khalil echó la cabeza hacia atrás y los tendones de su cuello ardieron.
—Era lo bastante fuerte como para desafiarte en Calcuta —gritó—. Le dije a Hesha que tu precioso Ojo estaba en Chicago, no en Nueva York, bastardo.
La presencia sacudió la cabeza con tristeza.
No fuiste lo bastante fuerte ni para dejar de mentir. Eres débil. ¿Cómo puedes tener la esperanza de desafiarme? Su tono cambió, se hizo más despectivo. Y Hesha pudo ver a través de ti del mismo modo que un grifo ve a través de la ropa del danzante del templo. Eres patético. He suplicado a Siva que me permita encontrar un siervo más digno a través de ti.
Khalil sintió que la cinta transportadora reducía la velocidad hasta que finalmente se detenía. Los chirridos cesaron y las pocas voces que quedaban en el exterior se alejaron. Pasó el tiempo. Khalil se retorcía. Le pareció que pasaban horas y empezó a sospechar que el viejo estaba en lo cierto. Si Hesha lo había abandonado, tendría que ponerse pronto en marcha. Aunque no se presentara ningún shilmulo para matarlo, aunque ningún desconocido terror americano acechara en las sombras, alguien podía descubrirlo por la mañana.
Me alegro de que hayas conseguido ver mi punto de vista. Ahora irás a Nueva York y harás exactamente lo que yo te diga. Espera... espera... Ahora no mira nadie. Sal de ahí.
Khalil empujó el cerrojo y rompió la caja.
El equipaje del último vuelo procedente de Londres había sido enviado a la última cinta transportadora de la sala. Las únicas personas que quedaban en ese extremo de la plataforma eran una anciana mujer de la limpieza, que estaba barriendo allí donde era menos posible que hubiera pasajeros a esas horas, y un guardia de seguridad, prácticamente adolescente, que estaba liando a escondidas un cigarro sumamente ilegal. Ninguno de ellos prestaba ningún tipo de atención al único objeto que quedaba en la cinta de Calcuta: un baúl negro poco profundo con quincalla de níquel pulido. Cuando la parte superior saltó por los aires y cayó contra la base de la cinta transportadora, sus fatigados cerebros apenas percibieron el ruido. Cuando el primero de ellos se giró, el sonido ya era totalmente justificable: un atractivo joven de piel oscura y cabello rizado se había apoyado en la cinta. Su ropa, con estilo y a la moda, estaba tan arrugada como la de cualquier otra víctima de los asientos de clase turista. Parecía bastante pálido y delgado, pero los vuelos baratos bien podían dejarte con ese aspecto. El guardia se alejó un poco para ocultar su cigarro. La mujer de la mopa observó el rostro diabólico y la negra barba del pasajero y deseó haber tenido cuarenta años menos.
Khalil Ravana guiñó el ojo a la anciana y cruzó tranquilamente la desatendida aduana.
—Nada que declarar —murmuró para sí mismo, sonriendo.