Capitulo 24

Jueves, 12 de agosto de 1999, 2:33 AM

El Club Gehena, Queens

Ciudad de Nueva York

Resultaba alarmantemente sencillo entrar en el Gehena. Khalil, con la máxima confianza que pudo, condujo a Ramona escaleras arriba hasta un muelle de carga, dejaron atrás a un apiñado grupo de fumadores y se sumergieron entre la muchedumbre. Nadie los detuvo. Avanzaron entre los bailarines, los mirones y los borrachos y descansaron en el calmado remolino causado por un amplificador de casi dos metros de altura.

—¿Por qué siempre tenemos que reunimos con la gente en los jodidos bares? —gritó Ramona en su oreja.

—¿Acaso hay algo más que esté abierto toda la noche... y repleto de monstruos? —la Gangrel sacudió la cabeza y Khalil siguió gritando, esta vez más fuerte— ¿Quién diablos va a darse cuenta de que hay un par de muertos en este lugar?

Miró a su alrededor al decir "en este lugar".

Los pies de Khalil sentían la música a través del suelo de hormigón; sus oídos sufrían. La decoración era básicamente de metal: láminas de aluminio estriado en el techo, mesas de acero de dos centímetros de espesor y objetos de hierro forjado más parecidos a los artefactos de tortura medievales que a las sillas. Todo ello dirigía el sonido hacia la sala y la resonancia hacía que resultara imposible seguir la música y que sólo el ritmo pudiera sobrevivir. Miró hacia el techo y descubrió otros niveles de suelo que le bloqueaban la visión. Empujó a Ramona hacia una escalera de caracol y forcejeó con la muchedumbre para subir.

La mayoría de los clientes iban vestidos de negro; sin embargo, era un negro diferente al que vestían los que esperaban en el exterior del Sexton's Dirty Secret. Los del Sexton vestían negro de luto, negro cuervo, negro Hamlet, negro crepé... era un negro deliberado y romántico, o desesperado y nihilista. En cambio, los clientes del Gehena vestían negro calcinado, negro hierro, negro alquitrán, negro carbón, negro muerte... simplemente negro.

En el segundo nivel (en uno de ellos), diversos entresuelos y plataformas parecían soldarse y unirse aleatoriamente al viejo armazón de acero del edificio. Era un lugar tranquilo desde el que podían observar la masa de cuerpos que se retorcían en la pista... o peleaban.

Khalil blasfemó en voz baja cuando vio sangre y dientes en la pista de baile. Un cuerpo cayó sobre la multitud y media docena de personas se abalanzaron sobre él. Seguramente eran los amigos del chico destrozado, que intentaban rescatarlo. Una chica, innegablemente mortal y que gritaba a todo pulmón presa del pánico, intentó huir hacia la puerta. Otra mujer bloqueó su camino. Aparecieron más personas y Khalil dejó de poder ver el pequeño drama. Obviamente, ninguno de los testigos se preocupó en absoluto de lo que estaba sucediendo. El shilmulo, a pesar de lo curtido que estaba, empezó a temblar, se alejó de la barandilla y, de forma inconsciente, se acercó un poco más a Ramona. Hombro con hombro, el Ravnos y la Gangrel continuaron subiendo las escaleras.

En el tercer nivel, Khalil vio unas salas cercadas por cortinas negras. Tras dudarlo unos instantes, se dirigió a la más grande. La puerta interior estaba vigilada, no por un portero grande y fornido, sino por una adolescente delgada y bajita. Su lánguida mirada se posó una vez sobre Khalil y dos sobre Ramona, para después volver a perderse en la distancia.

—Pasen.

—Gracias, nena. —Khalil se obligó a parecer más seguro de lo que en realidad estaba.

En el interior de los muros de cristal y las cortinas de lona negra, la gente hablaba entre susurros. Pequeños grupos de hombres, mujeres y niños estaban sentados en sofás, alrededor de las mesas.

Cuando entraron, todas las miradas de la sala se volvieron hacia los recién llegados. A continuación, a medida que el interés por ellos empezó a desvanecerse, las miradas se fueron desviando poco a poco hasta que, por fin, todos los grupos regresaron a sus asuntos como una entidad completa.

Khalil sintió hielo en la nuca y dio un paso adelante, sonriendo con algo de sangre fría para ocultar su repulsión. Ramona estuvo a punto de pisarle los talones, de tan cerca que estaba, pero a Khalil no le importó en absoluto. Casi le resultaba reconfortante tenerla a su lado.

La sala volvió a cobrar vida. Las personas se levantaban, se movían y se unían a otras conversaciones. Una mesa que había junto a la pared se llenó y los taburetes de un mueble desaparecieron para que se sentaran grupos más grandes. Por casualidad, un confortable sofá confidente quedó libre en el centro de la sala. Al verlo, el shilmulo maldijo en voz baja, pues era el único lugar en el que podían sentarse. El Sabbat, tan limpiamente como un prestidigitador, le acababa de obligar a hacer esa jugada.

Ramona y Khalil se dirigieron lentamente hacia el doble sofá. Se sentaron separados de forma automática, renunciando a la proximidad física para poder ver en ambas direcciones. Dejaron un lugar vacío junto a cada uno de ellos; el Ravnos vio que su compañera se sentaba de tal forma que impedía toda posibilidad de que alguien se sentara a su lado. Él dejó su bolsa sobre el asiento y se recostó ligeramente, para que nadie pudiera sentarse al suyo.

¿Y ahora qué?, se preguntó. Con cada segundo que pasaba, esta cruzada le parecía menos brillante. La escena de su derecha cambiaba constantemente y le resultaba difícil seguir la pista de los rostros y sus movimientos; en cualquier momento podría surgir una sorpresa. A su izquierda había una confusión de personas sentadas alrededor de una mesa. Las etiquetó en su mente: un tiburón abúlico, un gato que se escabullía, una tortuga estoica, un mono charlatán, un gallo que se pavoneaba y un perrito patético. El lenguaje corporal de aquellas personas, por sí solo, bastaba para enervar al shilmulo. Los animales se tocaban entre sí demasiado: manos, piernas, palabras, miradas y bocas se entrelazaban en la cabina. El perro y el gato acariciaron al tiburón y se sentaron un poco más lejos, juntos; el gallo alardeó y dejó que el mono le acariciara la cara y el cabello. Khalil se dio cuenta de que los estaba observando atentamente cuando el joven gallo, como un pájaro, le devolvió la mirada con sus ojos pequeños y brillantes.

—¿Qué cojones quieres? —preguntó el hombre desde su asiento. Las manos del mono se apartaron bruscamente. De repente, todo el grupo estaba observando a Khalil.

El Ravnos sostuvo la mirada con el más orgulloso: recordó que los gallos de pelea eran, al fin y al cabo, pollos... y que cuanto más alardeaban, más débiles eran sus picotazos... Pero no mires al tiburón...

—A ti no —respondió Khalil, burlón. Miró de arriba abajo al hombre y vio que éste se molestaba. Entonces, volvió a mirarlo y éste dio un paso hacia atrás. El Ravnos sonrió y se humedeció los labios—. Definitivamente, a ti no. Tengo que hablar con alguien... importante.

El gallo se abalanzó hacia delante; el perro se sacudió y le siguió para no quedarse atrás; el tiburón estaba preparado... pero se recostó perezosamente en su asiento. El gato tocó al mono con la punta del pie y el mono cogió a los dos luchadores por los hombros y les susurró algo. Toda la mesa miró hacia el otro lado de la sala, más allá de Khalil, y guiñaron los ojos con respetuosa satisfacción.

El estereotipo perfecto de aristócrata colonial miraba, entre su larga nariz, a los intrusos. Instantáneamente, el gitano que había en Khalil se indignó.

—¿Y bien? —preguntó el hombre de cara alargada, con una voz infinitamente cansada—. ¿Qué es lo que quieres? Puedes hablar conmigo.

—¿Eres el jefe de este lugar? —exclamó Khalil, reflejando una evidente incredulidad.

—Lo soy —respondió el aristócrata con cautela, mientras observaba a Khalil y a Ramona como si fueran insectos clavados en una sala de exposiciones.

Khalil sonrió de oreja a oreja.

—¿Te importa que lo compruebe? —sacó un pequeño espejo redondo de plástico de su bolsa y lo puso bajo la mano del hombre. Su piel gris se sonrojó un poco por la cólera... pero el espejo lo reflejó. Khalil sacudió la cabeza y carraspeó—. No, creo que no lo eres.

A sus espaldas, surgió una mujer de entre la multitud que rió como las campanas al viento. Vestía un mono plateado que realzaba su cuerpo esbelto y pálido. Tanto sus ojos como su cabello, negros como el azabache, eran espectaculares.

—Siéntate, Jean-Paul —sugirió afablemente—. ¿Quién se cree que es este tipo para saber el elevado puesto que ocupas en nuestros consejos?

Arrancó el espejo de las manos de Khalil y sus brillantes uñas blancas no mostraron ningún reflejo.

—Relájense todos —insistió, sonriendo al gentío que había a su alrededor: los animales, Jean-Paul y dos intrusos... que ahora eran, sin lugar a dudas, sus invitados.

—Bueno —dijo la mujer plateada acercándose al borde del asiento de Khalil—. Soy Yve y él es Jean-Paul.

Jean-Paul se quedó de pie en un extremo del asiento de Ramona.

—Tienes pinta de ser un hombre que se propone algo. ¿Para qué has venido a este lugar?

—Tengo un par de cosas que merece la pena negociar y hay algunas cosas que deseo. Me gustaría hacer un trato.

—Ya veo —Yve cruzó sus largas piernas y lo observó con curiosidad—. ¿Qué tipo de "cosas" traes a mi mesa?

—Tengo cierta información... —Khalil se detuvo de forma significativa— sobre el Ojo de Hazimel, ese objeto de fama tan terrible. Puedo decirte cómo curar las heridas que provoca.

Los ojos negros de Yve se abrieron ligeramente, pero su voz permaneció indiferente.

—¿Qué te hace pensar que no sabemos ya todo lo que tenemos que saber sobre ese Ojo? Cuéntame más, si tienes la bondad.

—Puedo ofrecerles una forma de rastrear el Ojo —no es transferible, pensó, pero esta preciosidad no tiene por qué saberlo--. Información sobre cómo utilizarlo y cómo detenerlo cuando ya no lo necesitas.

Siguió hablando, entusiasmado por la atenta expresión de su compañera.

—Fragmentos olvidados de las leyendas que hablan sobre él; la verdadera historia sobre su origen; el relato de todo lo que ha hecho desde que llegó a América —Khalil cruzó los brazos con suficiencia. En caso de necesidad, incluso podría darles algo de lo que había prometido.

—Si realmente sabes todo eso, ¿por qué... —Yve buscó las palabras adecuadas— no buscas tú mismo el infame Ojo?

Se acercó un poco más; parecía genuinamente interesada.

Khalil sonrió. Que alguien con conocimientos sobre el tema le preguntara eso tan seriamente era prácticamente un cumplido.

—Siento un saludable respeto por mi pellejo —respondió, encogiéndose de hombros—. Además, vosotros sois quienes tenéis quejas contra los veteranos, si es que sabes a qué me refiero. Alguna noche tendréis que ir a por ellos, asumiendo que contéis con alguien más duro que J.P. para resistirlo...

Khalil observó con escepticismo a Jean-Paul, que no se estaba divirtiendo en absoluto.

—...el Ojo puede ser un arma poderosa. Y allá donde hay uno, es obligatorio que haya otro. Saber cómo curar las heridas puede ser muy conveniente —Khalil se acarició el bigote con orgullo—. Además...

—¿Hay más?

—Soy un hombre de mundo, Yve. Veo cosas.

—¿Y qué cosas has visto? —su hombro rozó el de Khalil.

—¿Qué puedo esperar a cambio? —la miró.

—¿Qué quieres? —Las largas pestañas de Yve coquetearon con él, prometiéndole un gran pacto.

—Para empezar, dinero.

—Bien, eso es bastante barato —guiñó un ojo—. Dinero para nuestro nuevo amigo, Paul.

El aristócrata metió una mano en el bolsillo de su largo abrigo negro y sacó una gruesa y anticuada cartera. Echó un vistazo a su interior y sacó todo su contenido (casi dos centímetros de billetes de cien dólares). Los depositó, con gracia, sobre la mesa, delante de Khalil.

Éste los cogió sin contarlos y mantuvo la mirada fija en su anfitriona.

—Sangre de la Camarilla.

—Oh, me gusta. Para magia o para...

—Para lo otro. Los príncipes americanos desovan hijos como si fueran conejos, ¿verdad?

—Sí, la verdad es que así es. Especialmente en Nueva York. Podemos marcar un conejo joven para ti con bastante facilidad. En este lugar, Michaela no puede mantener las manos apartadas del dinero y son muy pocos los que pueden luchar. Por supuesto, en cuanto hayamos leído el testamento de uno de ellos, el tema de atraparlo será problema tuyo —volvió a sonar su risa de campanas—. En realidad, serás tú quien nos esté haciendo a nosotros un favor, querido Khalil. Pide algo difícil.

—Seguridad mientras me encuentre en Nueva York.

Sus cejas se levantaron.

—Eso será más difícil de conseguir. Me ocuparé de ello... —se detuvo, reflexionando—. Seguramente podremos hacer algo. Escoltas en nuestro territorio, un refugio bastante seguro durante tu estancia... Por supuesto, sería mucho menos complicado si fueras uno de los nuestros.

La modulación de su voz era una pregunta y una invitación, no una afirmación. Antes de que Khalil pudiera responder, sacudió la cabeza, descartando el tema.

—Simplemente piensa en ello. Como ya sabrás, hay... beneficios considerables.

Ramona se aclaró la garganta ruidosamente y rompió la atmósfera que se había creado. Khalil vio que le estaba mirando y volvió a hablar. Aunque no dijo lo que la Gangrel estaba esperando, éstas eran las personas que podrían conseguirlo.

—Quiero a Hesha Ruhadze.

Las cejas de Yve volvieron a levantarse. Jean-Paul simplemente parecía perdido.

—¿Ruhadze? —repitió cuidadosamente. Khalil asintió—. Ah. Hesha abn Yusuf.

Ahora le tocó a Khalil parecer sorprendido. Yve miró primero a un hombre y luego al otro, y a continuación explicó:

—Un Setita negro, calvo y arrogante. Viajó mucho por Europa durante el siglo pasado. ¿Cómo lo quieres?

—Apaleado, quemado, estacado y expuesto al sol.

—¿Y quieres su cabeza sobre una bandeja de plata?

—Si os resulta más sencillo...

—Somos crueles, ¿verdad?

Khalil recordó la mano negra de Hesha clavándole una estaca cuando estaba a punto de atrapar a su presa; la educada voz de Hesha sermoneándole; la humillante espera de Chicago, aguardando a un hombre que no llegó nunca; el hecho de que, si Hesha no hubiera arrebatado el Ojo en Calcuta, la voz no hubiera exigido los servicios de Khalil. No podía permitir que la serpiente siguiera con vida.

—Llámalo así, si quieres —respondió rápidamente. Lanzó una mirada de advertencia a Ramona, que parecía estar deseosa de hablar—. ¿Puedes hacerlo?

—Tendré que consultarlo con mis compañeros; se trata de un Setita que tiene cierta... reputación. Y aquí hay un templo muy fuerte... —se encogió de hombros—. Podemos matar a cualquiera, pero la cuestión es que tenemos que saber si lo que nos ofreces merece tanto la pena como para arriesgarnos a aliar a las serpientes con la Camarilla.

»¿Te importa —añadió, levantándose— que lo discutamos unos instantes?

Ramona se movió nerviosa y lanzó una mirada de advertencia a Khalil, quien también sintió que le recorría un escalofrío por la espalda. Aún cordial y con confianza, levantó la mano para detenerla.

—Puedo hacer algo más que eso. Toma, es mi teléfono... llámame cuando decidáis qué podemos hacer los unos por los otros, y cuándo lo haremos —se levantó—. Mi amiga tiene otra cita esta noche y no me gustaría que no pudiera asistir.

Yve cogió su tarjeta y sostuvo la mirada de su huésped unos instantes. Parecía decepcionada; el Ravnos no sabía si sentirse halagado o asustado.

—Te llamaremos. Te llamaré. Decidamos lo que decidamos. De todas formas, creo que podremos ayudarte.

Khalil hizo un reconocimiento del camino de salida: estaba despejado y Ramona ya se encontraba junto a la puerta. Sin despedirse, pensó. Siguió su ejemplo.

* * *

En el exterior, de camino a casa, Ramona cogió a Khalil de la manga e intentó verle la cara. La suya reflejaba tristeza.

—Quieres que acaben con Hesha. Me dijiste que simplemente íbamos a intentar encontrarlo. Y le dijiste a Liz que ibas a llevarla con su novio. ¿Qué diablos está pasando?

Khalil sabía que esto iba a suceder. Desde que habían salido del nido del Sabbat, había ido pensando en una respuesta que Ramona pudiese aceptar. Separó sus garras de su ropa y le respondió pacientemente.

—Hesha ató a Liz con su sangre. Ella simplemente cree que lo ama. Si lo matamos, la liberaremos, ¿de acuerdo?

¿Qué sabes sobre los vínculos de sangre? ¿Acaso ignoras que Liz no es más que una esclava para él? Él fue quien la encadenó y la dejó expuesta al sol... Sin embargo, Liz se arrastraría para besarle los pies si la dejáramos libre. ¿Acaso crees que me gusta tenerla encerrada? —sintió un pequeño escalofrío—. En realidad, él hubiera preferido... No pienso utilizarla para rastrear a Hesha sabiendo lo que le hizo —añadió—, pero tampoco puedes dejar que sepa qué es lo que estamos haciendo por ella pues, probablemente, el vínculo de sangre la volvería loca intentando detenernos. Pero no podemos liberarla, pues correría a sus brazos.

Ramona no dijo nada, pero la tensión se relajó. Khalil se humedeció los labios y sonrió satisfecho en la oscuridad.

* * *

Jean-Paul, pálido, se volvió hacia su compañera.

—¿Es un Ravnos, verdad?

—Oh, Jean... ¿cómo puedes saberlo?

—Lo sé. Maldito chucho gitano.

—Tienes razón, pero es muy retrógrado por tu parte decir esas cosas.

Paul tembló de rabia.

—¿Por qué le has hecho caso? Podrías haberle clavado una estaca, haberlo interrogado, haberlo llevado a... —movió la palma de la mano horizontalmente, en un gesto tan significativo como poner un dedo delante de la garganta.

—Jean-Paul, lo sabes perfectamente. Si tocas a un Ravnos sin tomar precauciones, todas las sanguijuelas gitanas del continente acamparán ante la puerta de tu casa y te perseguirán.

—Por si no te has dado cuenta, últimamente no hay demasiados Ravnos en los alrededores. Una de tus manadas alardeaba de haber despellejado anoche a un viejo cíngaro en su refugio —Jean-Paul levantó sus palmas abiertas—. Pero yo no he visto que haya habido repercusiones.

—¿Qué crees que podría ser?

—Si ese perdedor está implicado, no puedo creerme que sea una trampa. Nadie que vista así de mal puede ser peligroso.

—Sin embargo...

—Pero, ¿por qué diablos has negociado con esa basura? Yve, el simple hecho de hablar con él es rebajarse —sus largas y pálidas manos se acercaron a ella para acariciar su espalda.

La Lasombra vio cómo su compañero se iba apagando.

—Además, tú también eres de sangre azul. ¿Dónde estabas cuando los intrigantes estaban ocupados en tu castillo? Jean-Paul, ¿no has oído nunca decir aquello de que a una persona se le tiene que dar más cuerda? ¿Qué hay que dejar que el acusado se condene solo? Si dejas que un hombre presionado hable todo lo que quiera, acabará por contarte mucho más de lo que quería. Tranquilízate.

Lo dejó a solas un momento para intercambiar unas palabras con los jóvenes que ocupaban la cabina de al lado, los que habían tenido el primer contacto con su nuevo problema. Éstos la escucharon con entusiasmo y abandonaron en grupo la sala. A continuación, Yve regresó con Jean-Paul y, tras reflexionar unos instantes, lo llamó.

—Jean.

—Sí —respondió malhumorado.

—Habla con el arzobispo de mi parte. Háblale de nuestro visitante... Cuéntale lo que nos ha explicado Khalil sobre el Ojo de Hazimel y pregúntale si realmente existe —Jean-Paul la miró fijamente, incrédulo. A continuación se alejó con paso majestuoso para hacer lo que le había pedido.

E Yve, una vez sola, se sentó y se quedó mirando pensativa el espejo que Khalil se había dejado.