Los cuentos de la panecástica


Tan solo quedaba mantener la diferencia unida a este nombre propio. Jacotot puso así las cosas en su sitio. Para los progresistas que venían a verlo, se reservaba una criba. Cuando se inflamaban ante él por la causa de la igualdad, decía suavemente: se puede enseñar lo que se ignora. La criba desgraciadamente funcionaba demasiado bien. Era como el dedo puesto sobre un muelle que siempre rebotar hacia atrás. La palabra, decían unánimemente, estaba mal elegida. Quedaban los discípulos entre los cuales una pequeña falange intentaba mantener la bandera frente a los profesores de la enseñanza universal «natural». Con éstos procedió a su manera, pacíficamente: los dividió en dos clases: los discípulos enseñadores o explicadores del «método Jacotot» que pretenden conducir a los alumnos de la enseñanza universal a la emancipación intelectual; los discípulos emancipadores que sólo instruyen bajo el presupuesto de la emancipación o incluso que no enseñaban nada en especial y se contentan con emancipar a los padres de familia mostrándoles cómo enseñar a sus hijos lo que ellos mismos ignoraban. Es evidente que él no tenía la balanza igualada: prefería «un emancipado ignorante, uno sólo, a cien millones de sabios instruidos por la enseñanza universal y no emancipados».[115] Pero la palabra misma de emancipación se había vuelto ambigua. Después de la caída de la empresa Girardin, el Señor de Séprès retomó el título de La Emancipación para su Diario, generosamente abastecido por las mejores copias de los alumnos del Instituto nacional. Estaba vinculado a dicho diario una Sociedad para la Propagación de la Enseñanza Universal cuyo vicepresidente defendía elocuentemente la necesidad de maestros cualificados y la imposibilidad de los padres de familia pobres de ocuparse ellos mismos de la instrucción de sus hijos. Era necesario marcar la diferencia: el Diario de Jacotot, en el que sus dos hijos escribían bajo su dictado -su enfermedad le impedía escribir, estaba obligado a sostener una cabeza que ya no quería mantenerse derecha- tomó el título de Diario de Filosofía Panecástica. A su imagen, los fieles crearon una Sociedad de Filosofía Panecástica. Este nombre, nadie pretendería quitárselo.


Sabemos lo que significaba: en cada manifestación intelectual está el todo de la inteligencia humana. El panecástico es un aficionado al discurso, como el astuto Sócrates y el ingenuo Fedro. Pero, a diferencia de los protagonistas de Platón, no conoce jerarquía entre los oradores ni entre los discursos. Lo que le interesa, por el contrario, es buscar su igualdad. De ningún discurso espera la verdad. La verdad se siente y no se dice. Proporciona una regla para la conducta del orador, pero esa regla nunca se manifestará en sus frases. El panecástico tampoco juzga la moralidad de los discursos. La moral que cuenta para él es la que preside al acto de hablar y escribir, la de la intención de comunicar, la del reconocimiento del otro como sujeto intelectual capaz de comprender lo que otro sujeto intelectual quiere decirle. El panecástico se interesa por todos los discursos, por todas las manifestaciones intelectuales, con un único fin: verificar que aplican la misma inteligencia, verificar la igualdad de las inteligencias traduciéndolas las unas en las otras.

Eso suponía una relación inédita con los debates de la época. La batalla intelectual sobre el tema del pueblo y de su capacidad hacía furor: el Señor de Lamennais había publicado el Libro del pueblo. El Señor Lerminier, sansimoniano arrepentido y oráculo de la Revista de los dos mundos, había denunciado la inconsecuencia. A su vez, la Señora George Sand había levantado la bandera del pueblo y de su soberanía. El Diario de Filosofía Panecástica analizaba cada una de estas manifestaciones intelectuales. Cada una de ellas pretendía llevar el testimonio de la verdad a un campo político. Era un asunto que atañía al ciudadano, pero el panecástico no tenía nada que sacar de ahí. Lo que le interesaba en esta cascada de refutaciones, era el arte que los unos y los otros empleaban para expresar lo que querían decir. Mostraba cómo, al traducirse los unos a los otros, traducían otros mil poemas, otras mil aventuras del espíritu humano, desde las obras clásicas hasta el cuento de Barba Azul o hasta las obras de los proletarios que se repartían en la plaza Maubert. Esta búsqueda del arte no era un placer de docto. Era una filosofía, la única que el pueblo podía practicar. Las viejas filosofías decían la verdad y enseñaban la moral. Ellas suponían que era necesario ser muy sabio para eso. La panecástica, por su parte, no decía la verdad y no predicaba ninguna moral. Y era tan simple y tan fácil como el relato por cada uno de sus aventuras intelectuales. «Se trata de la historia de cada uno de nosotros (…) Cualquiera que sea vuestra especialidad, pastor o rey, podéis expresaros sobre el espíritu humano. La inteligencia se manifiesta en todos los oficios; se ve en todos los grados de la escala social (…) el padre y el hijo, ignorantes el uno y el otro, pueden hablarse de panecástica.»[116]


El problema de los proletarios, excluidos de la sociedad oficial y de la representación política, no era diferente al de los sabios y al de los poderosos: como ellos, no podían llegar a ser hombres, en el pleno sentido de la palabra, si no era a condición de reconocer la igualdad. Pero la igualdad no se da ni se reivindica, se practica, se verifica. Y los proletarios sólo podían verificarla reconociendo la igualdad de la inteligencia de sus campeones y de sus adversarios. Sin duda, por ejemplo, estaban interesados por la libertad de prensa, atacada por las leyes de septiembre de 1835. Pero debían reconocer que el razonamiento de sus partidarios para establecerla no tenía ni mayor ni menor fuerza que la de sus adversarios para refutarla. Quiero, decían en resumen los unos, que se tenga la libertad de decir todo lo que se debe tener la libertad de decir. No quiero respondían en definitiva los otros, que se tenga la libertad de decir todo lo que no se debe tener la libertad de decir. Lo importante, la manifestación de la libertad, estaba en otra parte: en el arte igual que, para sostener estas posiciones antagónicas, los unos traducían de los otros; en el aprecio, nacido de esta comparación, por ese poder de la inteligencia que no deja de ejercerse en el seno de la sinrazón retórica; en el reconocimiento de lo que hablar puede querer decir para el que renuncia a la pretensión de tener razón y de decir la verdad al precio de la muerte del otro.

Apropiarse de este arte, conquistar esta razón, era eso lo que contaba para los proletarios. Hay que ser hombre antes de ser ciudadano. «Cualquier posición que pueda tomar como ciudadano en esta lucha, como panecástico, debe admirar el espíritu de sus adversarios. Un proletario, expulsado fuera de la clase de los electores, y con una razón más fuerte que la de los elegibles, no está obligado a ver como justo lo que siente como una usurpación ni está obligado a querer a los usurpadores. Pero debe estudiar el arte de los que le explican cómo se le despoja por su propio bien.»[117]


No había nada más que hacer que persistir en indicar esta vía extravagante que consiste en identificar en cada frase, en cada acto, el lado de la igualdad. La igualdad no era un fin a alcanzar sino un punto de partida, una suposición que hay que mantener en toda circunstancia. Jamás la verdad hablaría por ella. Jamás la igualdad existiría mas que en su verificación y con la condición de verificarse siempre y en todas partes. Y no era esto un discurso para hacerle al pueblo, sino solo un ejemplo, o más bien varios ejemplos, para mostrar conversando. Era una moral del fracaso y de la distancia a mantener hasta el final con todo el que quisiese compartirlo: «Busquen la verdad y no la encontrarán, llamen a su puerta y no les abrirá, pero esta investigación les será útil para aprender a hacer (…) renuncien a beber de esta fuente, pero no dejen por ello de intentar beber ahí (…) Vengan y poetizaremos. ¡Viva la filosofía panecástica! Es una narradora que no acaba nunca sus cuentos. Se lanza al placer de la imaginación sin tener que rendir cuentas a la verdad. Ella solo ve a esta velada bajo los disfraces que la ocultan. Se contenta con ver estas máscaras, analizarlas, sin atormentarse por la cara que hay debajo. El Viejo no está nunca contento; levanta una máscara, se alegra, pero su alegría dura poco, pronto se da cuenta que la máscara que ha retirado cubre otra, y así hasta que se acaben los buscadores de verdades. El levantamiento de estas máscaras superpuestas es lo que se llama la historia de la filosofía. ¡Oh! ¡La bella historia! Me gustan más los cuentos de la panecástica.»[118]