Cómo desrazonar
razonablemente
La sinrazón social es guerra, bajo
sus dos figuras: el campo de batalla y la tribuna. El campo de
batalla es el verdadero retrato de la sociedad, la consecuencia
exacta e íntegramente desplegada de la opinión que la funda.
«Cuando dos hombres se encuentran, se hacen deferencias como si se
creyesen iguales en inteligencia; pero si uno de los dos se
encuentra hundido en el centro del país del otro, ya no se hacen
tanta ceremonia: se abusa de la fuerza como si fuera razón: todo
indica en el intruso un origen bárbaro; se le trata sin modos, como
a un idiota. Su pronunciación hace desternillarse de risa, la
torpeza de sus gestos, todo anuncia en él la especie bastarda a la
cual pertenece: éste es un pueblo penoso, aquél es ligero y
frívolo, éste grosero, aquél orgulloso y altivo. En general un
pueblo se cree de buena fe superior a otro pueblo; y, por poco que
las pasiones se mezclen, se enciende la guerra: se mata tanto como
se puede, por una y otra parte, como se aplastan insectos. Cuanto
más se mata, más glorioso se es. Se hace pagar tanto por cabeza; se
pide una cruz por un pueblo quemado, un gran cordón si es una gran
ciudad, según la tarifa; y este tráfico de sangre se llama amor a
la patria (…) en nombre de la patria, ustedes se lanzan como
animales salvajes sobre el pueblo vecino; y si se les preguntara
qué es su patria, ustedes mismos se degollarían los unos a los
otros antes de estar de acuerdo sobre este punto.»[82]
En definitiva, dicen al unísono los filósofos y la conciencia
común, hay que distinguir. Existen las guerras injustas, las
guerras de conquista que implican la locura de la dominación; y
existen las guerras justas, las que defienden el suelo de su patria
atacada. El viejo artillero Joseph Jacotot debe saberlo, puesto que
defendió en 1792 la patria en peligro y, en 1815, se opuso con
todas sus fuerzas de parlamentario al regreso del rey traído por
los invasores. Pero precisamente su experiencia le permitió
observar que la moral de la cosa era muy distinta de la que parecía
al principio. El defensor de la patria atacada hace como ciudadano
lo que haría como hombre. No tiene que hacer el sacrificio; de su
razón a la virtud. Ya que la razón impone al animal razonable que
haga lo que pueda para conservar su calidad de ser vivo. La razón,
en este caso, se reconcilia con la guerra y el egoísmo con la
virtud. No existe ahí mérito alguno. En cambio, el que obedece las
órdenes de la patria conquistadora hace, si es razonable, el
sacrificio loable de su razón al misterio de la sociedad. Necesita
más virtud para guardar su fortaleza interior y para saber, con el
deber cumplido, volver a entrar en la naturaleza, reconvertir en
virtud de libre examen el control de sí mismo que invirtió en
obediencia ciudadana.
Pero, para eso, la guerra de los ejércitos es aún la menor
prueba de la razón. Ésta se limita a controlar su propia
suspensión. Le basta con dominarse para obedecer a la voz de la
autoridad que siempre tiene el suficiente poder para hacerse
entender por todos sin equívocos. Más peligrosa es la acción en
estos lugares donde la autoridad debe aún establecerse en medio de
las pasiones contradictorias: en las asambleas donde se delibera
sobre la ley, en los tribunales donde se juzga su aplicación. Estos
lugares presentan a la razón el mismo misterio ante el cual sólo
hay que inclinarse. En medio del guirigay de las pasiones y de los
sofismas de la sinrazón, la balanza se inclina, la ley hace oír su
voz a la cual habrá que obedecer del mismo
modo que a la del general. Pero este misterio pide al hombre
razonable su participación. Invita a la razón no sólo sobre el
único terreno del sacrificio sino sobre un terreno que le garantiza
ser el suyo, el del razonamiento. Tan solo se trata de combatir, el
hombre razonable lo sabe: sólo así prevalecen las leyes de la
guerra. El éxito depende de la habilidad y la fuerza del
combatiente, no de su razón. Y eso sucede porque la pasión es ahí
la reina a través del arma de la retórica. La retórica, se sabe, no
tiene nada que ver con la razón. ¿Pero es eso recíproco? ¿La razón
no tiene nada que ver con la retórica? ¿No es la razón, en general,
el control del ser hablante por sí mismo que le permite hacer, en
cualquier ámbito, obra de artista? La razón
no sería ella misma si no diera poder para hablar en la asamblea, o
en cualquier otro lugar. La razón es la capacidad de aprender todos
los lenguajes. Aprenderá pues el lenguaje de la asamblea y del
tribunal. Aprenderá a desrazonar.
En primer lugar, es necesario
atender a Aristóteles contra Platón: es vergonzoso para el hombre
razonable dejarse abatir en el tribunal, vergonzoso para Sócrates
haber abandonado la victoria y su vida a Meletos y a Anitos. Hay
que aprender el lenguaje de Anitos y Meletos, el lenguaje de los
oradores. Y éste se aprende como los otros, más fácilmente incluso
que cualquier otro, ya que su vocabulario y su sintaxis están
encerrados en un círculo reducido. El todo está
en todo se aplica aquí mejor que en cualquier otro estudio. Es
necesario pues aprender alguna cosa -un
discurso de Mirabeau por ejemplo- y relacionar ahí todo el resto.
Esta retórica que pide tanto trabajo a los aprendices del Viejo es
un juego para nosotros: «Sabemos todo por adelantado; todo está en
nuestros libros; sólo hay palabras que cambiar.»[83]
Pero sabemos también que la ampulosidad de los períodos y el
ornamento del estilo no son la quintaesencia del arte oratorio. Su
función no es convencer a los espíritus sino distraerlos. Lo que gana el decreto -como la
batalla-, es el asalto, la palabra, el gesto que decide. El destino
de una asamblea a menudo se decanta por el audaz que, para obstruir
el debate, primero gritó ¡A votación!
¡Aprendamos pues, también nosotros, el arte de gritar en el momento
preciso ¡A votación! No digamos que eso es
indigno de nosotros y de la razón. La razón no nos necesita, somos
nosotros quienes tenemos necesidad de ella. Nuestra pretendida
dignidad tan sólo es pereza y cobardía, similar a la del niño
orgulloso que no quiere improvisar ante sus iguales. Tal vez más
tarde también gritaremos ¡A votación! Pero
lo liaremos con el grupo de los temerosos que estarán en sintonía
con el orador ganador -el que se atrevió a lo que nosotros tuvimos
pereza de hacer.
¿Se trata pues de hacer de la
enseñanza universal una escuela de cinismo político, renovando los
sofismas denunciados por Bentham? Quién quiere comprender esta
lección del razonable desrazonante debe más
bien acercarla a la del maestro ignorante.
Se trata, en todo caso, de comprobar el poder de la razón, de
observar lo que se puede hacer siempre con ella, lo que ella puede
hacer para mantenerse activa en el centro mismo de la extrema
sinrazón. El razonable desrazonante,
encerrado en el círculo de la locura social, pone de manifiesto que
la razón del individuo no deja nunca de ejercer su poder. En el
ámbito cerrado de las pasiones -las prácticas de la voluntad
distraída-, es necesario poner de manifiesto que la voluntad atenta
siempre puede -y aún más allá- lo que ellas pueden. La reina de las
pasiones puede hacer mejor lo que hacen sus esclavas. «El sofisma
más seductor, el más verosímil, será siempre obra del que mejor
sábelo que tan solo es un sofisma. Quién conoce la línea recta, se
aleja cuando es necesario, tanto como sea necesario, y nunca
demasiado. La pasión, que alguna superioridad nos da, puede
deslumbrarse ella misma puesto que es una pasión. La razón ve todo
tal cual es; muestra o oculta a la vista tanto como juzga
conveniente, ni más ni menos.»[84] Esto no es una lección sobre
trampas sino sobre constancia. El que sabe seguir siendo fiel a sí
mismo en medio de la sinrazón ejercerá sobre las pasiones de los
otros el mismo imperio que ejerce sobre las suyas. «Todo se realiza
por las pasiones, lo sé; pero todo, incluso estas tonterías, se
haría aún mejor con la razón. He aquí el único principio de la
Enseñanza universal.»[85]
¿Estamos, se dirá, tan lejos de
Sócrates? Él también lo enseñaba, tanto en el Fedro como en la República
: el filósofo creará la mentira correcta,
justo la que es necesaria y suficiente, porque sólo él sabe lo que
es la mentira. Toda la diferencia está precisamente aquí:
suponemos, nosotros, que todo el mundo sabe qué es la mentira. Es
por eso mismo que hemos definido al ser razonable, por la
incapacidad de mentirse. No hablamos pues del privilegio de los
sabios sino del poder de los hombres razonables. Y este poder surge
de una opinión, la de la igualdad de las
inteligencias. Esta es la opinión que le faltó a Sócrates y que no
pudo corregir Aristóteles. La misma superioridad que permite al
filósofo hacer esas pequeñas distinciones que nos engañan, le
disuade de hablar a los «compañeros de esclavitud».[86] Sócrates no quiso hacer un
discurso para agradar al pueblo, para seducir al «gran animal». No
quiso estudiar el arte de los sicofantes Anitos y Meletos. Pensó, y
casi todos lo alabaron, que eso sería hacer que, en su persona, se
degradase la filosofía. Pero el fondo de su opinión es éste: Anitos
y Meletos son sicofantes imbéciles. Pues no hay arte en su discurso, solamente una especie de
cocina. No hay nada que aprender. Ahora bien los discursos de
Anitos y Meletos son una manifestación de la inteligencia humana
como los de Sócrates. No diremos que son
tan buenos. Solamente diremos que provienen
de la misma inteligencia. Sócrates, el
«ignorante», se pensó, él, superior a los oradores del tribunal,
tuvo la pereza de aprender su arte, consintió a la sinrazón del
mundo. ¿Por qué actuó así? Por la misma razón que perdió Laios,
Edipo y todos los héroes trágicos: creyó en el oráculo deifico;
pensó que la divinidad lo había elegido, que le había enviado un
mensaje personal. Compartió la locura de los seres superiores: la
creencia en el genio. Un ser inspirado por la divinidad no aprende
los discursos de Anitos, no los repite, no intenta, cuando tiene
necesidad, apropiarse de su arte. Así es como los Anitos son los
amos en el orden social.
¿Pero, se dirá aún, no lo serían de todos modos? ¿Para que
sirve triunfar sobre el foro si se sabe, por otra parte, que nada
puede cambiar el orden de las sociedades? ¿Para qué existen
individuos razonables -o emancipados, como les quieran llamar- que
salvan su vida y guardan su razón, si no pueden hacer nada para
cambiar la sociedad y están reducidos a la triste ventaja de
desrazonar mejor que los locos?