Cómo desrazonar razonablemente


Al hombre razonable le queda pues someterse a la locura ciudadana esforzándose en guardar su razón. Los filósofos creen haber encontrado el medio: ¡Nada de obediencia pasiva, dicen, nada de deberes sin derechos! Pero eso es hablar distraídamente. No hay nada y nunca habrá nada en la idea de deber que implique la de derecho. Quién se aliena se aliena absolutamente. Y suponer una contrapartida es una pobre astucia de la vanidad que no tiene otro efecto que el de racionalizar la alienación, y así enredar mejor a aquel que pretende conservar su parte. El hombre razonable no caerá en estas trampas. Sabrá que el orden social no tiene nada mejor que ofrecerle que la superioridad del orden sobre el desorden. «Un orden cualquiera, con tal que no pueda ser perturbado, eso son las organizaciones sociales desde el principio del mundo.»[81] El monopolio de la violencia legítima todavía es lo mejor que se ha encontrado para limitar la violencia y dejar para la razón los refugios dónde pueda ejercerse libremente. El hombre razonable no se considerará entonces por encima de las leyes. La superioridad que así se atribuiría a sí mismo lo haría caer en el mismo destino de esos superiores inferiores que constituyen la especie humana y mantienen su sinrazón. Considerará el orden social como un misterio situado por encima del poder de la razón, como la obra de una razón superior que impone el sacrificio parcial de la suya. Como ciudadano se someterá a lo que la sinrazón de los gobernadores pide, preocupándose tan sólo en adoptar las razones que ella da. No abdicará no obstante su razón. La remitirá a su primer principio. La voluntad razonable, lo vimos, es en primer lugar el arte de vencerse uno mismo. La razón se conservará fiel controlando su propio sacrificio. El hombre razonable será virtuoso. Alienará parcialmente su razón respecto al orden de la sinrazón para mantener este hogar de racionalidad que es la capacidad de vencerse uno mismo. Así la razón se guardará siempre un reducto inconquistable en el seno de la sinrazón.


La sinrazón social es guerra, bajo sus dos figuras: el campo de batalla y la tribuna. El campo de batalla es el verdadero retrato de la sociedad, la consecuencia exacta e íntegramente desplegada de la opinión que la funda. «Cuando dos hombres se encuentran, se hacen deferencias como si se creyesen iguales en inteligencia; pero si uno de los dos se encuentra hundido en el centro del país del otro, ya no se hacen tanta ceremonia: se abusa de la fuerza como si fuera razón: todo indica en el intruso un origen bárbaro; se le trata sin modos, como a un idiota. Su pronunciación hace desternillarse de risa, la torpeza de sus gestos, todo anuncia en él la especie bastarda a la cual pertenece: éste es un pueblo penoso, aquél es ligero y frívolo, éste grosero, aquél orgulloso y altivo. En general un pueblo se cree de buena fe superior a otro pueblo; y, por poco que las pasiones se mezclen, se enciende la guerra: se mata tanto como se puede, por una y otra parte, como se aplastan insectos. Cuanto más se mata, más glorioso se es. Se hace pagar tanto por cabeza; se pide una cruz por un pueblo quemado, un gran cordón si es una gran ciudad, según la tarifa; y este tráfico de sangre se llama amor a la patria (…) en nombre de la patria, ustedes se lanzan como animales salvajes sobre el pueblo vecino; y si se les preguntara qué es su patria, ustedes mismos se degollarían los unos a los otros antes de estar de acuerdo sobre este punto.»[82]


En definitiva, dicen al unísono los filósofos y la conciencia común, hay que distinguir. Existen las guerras injustas, las guerras de conquista que implican la locura de la dominación; y existen las guerras justas, las que defienden el suelo de su patria atacada. El viejo artillero Joseph Jacotot debe saberlo, puesto que defendió en 1792 la patria en peligro y, en 1815, se opuso con todas sus fuerzas de parlamentario al regreso del rey traído por los invasores. Pero precisamente su experiencia le permitió observar que la moral de la cosa era muy distinta de la que parecía al principio. El defensor de la patria atacada hace como ciudadano lo que haría como hombre. No tiene que hacer el sacrificio; de su razón a la virtud. Ya que la razón impone al animal razonable que haga lo que pueda para conservar su calidad de ser vivo. La razón, en este caso, se reconcilia con la guerra y el egoísmo con la virtud. No existe ahí mérito alguno. En cambio, el que obedece las órdenes de la patria conquistadora hace, si es razonable, el sacrificio loable de su razón al misterio de la sociedad. Necesita más virtud para guardar su fortaleza interior y para saber, con el deber cumplido, volver a entrar en la naturaleza, reconvertir en virtud de libre examen el control de sí mismo que invirtió en obediencia ciudadana.

Pero, para eso, la guerra de los ejércitos es aún la menor prueba de la razón. Ésta se limita a controlar su propia suspensión. Le basta con dominarse para obedecer a la voz de la autoridad que siempre tiene el suficiente poder para hacerse entender por todos sin equívocos. Más peligrosa es la acción en estos lugares donde la autoridad debe aún establecerse en medio de las pasiones contradictorias: en las asambleas donde se delibera sobre la ley, en los tribunales donde se juzga su aplicación. Estos lugares presentan a la razón el mismo misterio ante el cual sólo hay que inclinarse. En medio del guirigay de las pasiones y de los sofismas de la sinrazón, la balanza se inclina, la ley hace oír su voz a la cual habrá que obedecer del mismo modo que a la del general. Pero este misterio pide al hombre razonable su participación. Invita a la razón no sólo sobre el único terreno del sacrificio sino sobre un terreno que le garantiza ser el suyo, el del razonamiento. Tan solo se trata de combatir, el hombre razonable lo sabe: sólo así prevalecen las leyes de la guerra. El éxito depende de la habilidad y la fuerza del combatiente, no de su razón. Y eso sucede porque la pasión es ahí la reina a través del arma de la retórica. La retórica, se sabe, no tiene nada que ver con la razón. ¿Pero es eso recíproco? ¿La razón no tiene nada que ver con la retórica? ¿No es la razón, en general, el control del ser hablante por sí mismo que le permite hacer, en cualquier ámbito, obra de artista? La razón no sería ella misma si no diera poder para hablar en la asamblea, o en cualquier otro lugar. La razón es la capacidad de aprender todos los lenguajes. Aprenderá pues el lenguaje de la asamblea y del tribunal. Aprenderá a desrazonar.

En primer lugar, es necesario atender a Aristóteles contra Platón: es vergonzoso para el hombre razonable dejarse abatir en el tribunal, vergonzoso para Sócrates haber abandonado la victoria y su vida a Meletos y a Anitos. Hay que aprender el lenguaje de Anitos y Meletos, el lenguaje de los oradores. Y éste se aprende como los otros, más fácilmente incluso que cualquier otro, ya que su vocabulario y su sintaxis están encerrados en un círculo reducido. El todo está en todo se aplica aquí mejor que en cualquier otro estudio. Es necesario pues aprender alguna cosa -un discurso de Mirabeau por ejemplo- y relacionar ahí todo el resto. Esta retórica que pide tanto trabajo a los aprendices del Viejo es un juego para nosotros: «Sabemos todo por adelantado; todo está en nuestros libros; sólo hay palabras que cambiar.»[83]


Pero sabemos también que la ampulosidad de los períodos y el ornamento del estilo no son la quintaesencia del arte oratorio. Su función no es convencer a los espíritus sino distraerlos. Lo que gana el decreto -como la batalla-, es el asalto, la palabra, el gesto que decide. El destino de una asamblea a menudo se decanta por el audaz que, para obstruir el debate, primero gritó ¡A votación! ¡Aprendamos pues, también nosotros, el arte de gritar en el momento preciso ¡A votación! No digamos que eso es indigno de nosotros y de la razón. La razón no nos necesita, somos nosotros quienes tenemos necesidad de ella. Nuestra pretendida dignidad tan sólo es pereza y cobardía, similar a la del niño orgulloso que no quiere improvisar ante sus iguales. Tal vez más tarde también gritaremos ¡A votación! Pero lo liaremos con el grupo de los temerosos que estarán en sintonía con el orador ganador -el que se atrevió a lo que nosotros tuvimos pereza de hacer.

¿Se trata pues de hacer de la enseñanza universal una escuela de cinismo político, renovando los sofismas denunciados por Bentham? Quién quiere comprender esta lección del razonable desrazonante debe más bien acercarla a la del maestro ignorante. Se trata, en todo caso, de comprobar el poder de la razón, de observar lo que se puede hacer siempre con ella, lo que ella puede hacer para mantenerse activa en el centro mismo de la extrema sinrazón. El razonable desrazonante, encerrado en el círculo de la locura social, pone de manifiesto que la razón del individuo no deja nunca de ejercer su poder. En el ámbito cerrado de las pasiones -las prácticas de la voluntad distraída-, es necesario poner de manifiesto que la voluntad atenta siempre puede -y aún más allá- lo que ellas pueden. La reina de las pasiones puede hacer mejor lo que hacen sus esclavas. «El sofisma más seductor, el más verosímil, será siempre obra del que mejor sábelo que tan solo es un sofisma. Quién conoce la línea recta, se aleja cuando es necesario, tanto como sea necesario, y nunca demasiado. La pasión, que alguna superioridad nos da, puede deslumbrarse ella misma puesto que es una pasión. La razón ve todo tal cual es; muestra o oculta a la vista tanto como juzga conveniente, ni más ni menos.»[84] Esto no es una lección sobre trampas sino sobre constancia. El que sabe seguir siendo fiel a sí mismo en medio de la sinrazón ejercerá sobre las pasiones de los otros el mismo imperio que ejerce sobre las suyas. «Todo se realiza por las pasiones, lo sé; pero todo, incluso estas tonterías, se haría aún mejor con la razón. He aquí el único principio de la Enseñanza universal.»[85]


¿Estamos, se dirá, tan lejos de Sócrates? Él también lo enseñaba, tanto en el Fedro como en la República : el filósofo creará la mentira correcta, justo la que es necesaria y suficiente, porque sólo él sabe lo que es la mentira. Toda la diferencia está precisamente aquí: suponemos, nosotros, que todo el mundo sabe qué es la mentira. Es por eso mismo que hemos definido al ser razonable, por la incapacidad de mentirse. No hablamos pues del privilegio de los sabios sino del poder de los hombres razonables. Y este poder surge de una opinión, la de la igualdad de las inteligencias. Esta es la opinión que le faltó a Sócrates y que no pudo corregir Aristóteles. La misma superioridad que permite al filósofo hacer esas pequeñas distinciones que nos engañan, le disuade de hablar a los «compañeros de esclavitud».[86] Sócrates no quiso hacer un discurso para agradar al pueblo, para seducir al «gran animal». No quiso estudiar el arte de los sicofantes Anitos y Meletos. Pensó, y casi todos lo alabaron, que eso sería hacer que, en su persona, se degradase la filosofía. Pero el fondo de su opinión es éste: Anitos y Meletos son sicofantes imbéciles. Pues no hay arte en su discurso, solamente una especie de cocina. No hay nada que aprender. Ahora bien los discursos de Anitos y Meletos son una manifestación de la inteligencia humana como los de Sócrates. No diremos que son tan buenos. Solamente diremos que provienen de la misma inteligencia. Sócrates, el «ignorante», se pensó, él, superior a los oradores del tribunal, tuvo la pereza de aprender su arte, consintió a la sinrazón del mundo. ¿Por qué actuó así? Por la misma razón que perdió Laios, Edipo y todos los héroes trágicos: creyó en el oráculo deifico; pensó que la divinidad lo había elegido, que le había enviado un mensaje personal. Compartió la locura de los seres superiores: la creencia en el genio. Un ser inspirado por la divinidad no aprende los discursos de Anitos, no los repite, no intenta, cuando tiene necesidad, apropiarse de su arte. Así es como los Anitos son los amos en el orden social.


¿Pero, se dirá aún, no lo serían de todos modos? ¿Para que sirve triunfar sobre el foro si se sabe, por otra parte, que nada puede cambiar el orden de las sociedades? ¿Para qué existen individuos razonables -o emancipados, como les quieran llamar- que salvan su vida y guardan su razón, si no pueden hacer nada para cambiar la sociedad y están reducidos a la triste ventaja de desrazonar mejor que los locos?