El azar y la voluntad


Así funciona el mundo de los explicadores explicados. Así tendría que haber sido también para el profesor Jacotot si el azar no lo hubiera puesto en presencia de un hecho. Y Joseph Jacotot pensaba que todo razonamiento debe partir de los hechos y ceder ante ellos. No entendamos por ello que era materialista. Al contrario: como Descartes, que probaba el movimiento caminando, pero también como su contemporáneo, el muy monárquico y religioso Maine de Biran, consideraba los hechos del espíritu activo que tomaba conciencia de su actividad como más ciertos que toda cosa material. Y se trataba precisamente de eso: el hecho era que estos estudiantes aprendieron a hablar y escribir en francés sin la ayuda de sus explicaciones. No les transmitió nada de su ciencia, ni les explicó nada de los radicales y de las flexiones de la lengua francesa. No procedió a la manera de estos pedagogos reformadores que, como el preceptor del Emilio, extravían a sus alumnos para guiarlos mejor y balizan con astucia un recorrido de obstáculos que es necesario aprender a cruzar por uno mismo. Él los había dejado solos con el texto de Fénelon, una traducción -ni siquiera interlineal, al modo escolar- y su voluntad de aprender francés. Solamente les había ordenado cruzar un bosque del que ignoraba las salidas. La necesidad le obligó a dejar enteramente fuera del juego su inteligencia, esa inteligencia mediadora del maestro que conecta la inteligencia que está grabada en las palabras escritas con la inteligencia del aprendiz. Y, al mismo tiempo, había suprimido esa distancia imaginaria que es el principio del atontamiento pedagógico. Todo se había jugado forzosamente entre la inteligencia de Fénelon que quiso hacer un cierto uso de la lengua francesa, la del traductor que quiso ofrecer un equivalente en holandés y sus inteligencias de aprendices que querían aprender la lengua francesa.


Y resultó que no fue necesaria ninguna otra inteligencia. Sin pensar en ello, les había hecho descubrir aquello que él descubría con ellos: todas las frases, y por consecuencia todas las inteligencias que las producen, son de la misma naturaleza. Comprender sólo es traducir, es decir, proporcionar el equivalente de un texto pero no su razón. No hay nada detrás de la página escrita, nada de doble fondo que requiera el trabajo de una inteligencia otra, la del explicador; nada del lenguaje del maestro, de la lengua cuyas palabras y frases tengan el poder de decir la razón de las palabras y de las frases de un texto. Los estudiantes flamencos habían proporcionado la prueba: sólo tenían a su disposición para hablar de Telémaco las palabras de Telémaco. Basta pues con las frases de Fénelon para comprender las frases de Fénelon y para decir lo que se ha comprendido en ellas. Aprender y comprender son dos maneras de expresar el mismo acto de traducción. No hay nada detrás de los textos sino la voluntad de expresarse, es decir, de traducir. Si ellos habían comprendido la lengua tras haber aprendido Fénelon, no era simplemente por la práctica de comparar la página de la izquierda con la página de la derecha. Lo que cuenta no es pasar de página, sino la capacidad de decir lo que se piensa con las palabras de los otros. Si aprendieron eso de Fénelon era porque el mismo acto de Fénelon como escritor era un acto de traductor: para traducir una lección de política en un relato legendario, Fénelon había puesto en el francés de su siglo el griego de Homero, el latín de Virgilio y la lengua, sabia o ingenua, de otros cientos de textos, desde cuentos de niños a historias eruditas. Él había aplicado a esta doble traducción la misma inteligencia que ellos empleaban a su vez para decir con las frases de su libro lo que pensaban de su libro.

Pero además, la inteligencia que les hizo aprender el francés en Telémaco era la misma con la que aprendieron la lengua materna: observando y reteniendo, repitiendo y comprobando, relacionando lo que pretendían conocer con lo que ya conocían, haciendo y reflexionando en lo que habían hecho. Hicieron lo que no se debe hacer, como hacen los niños, ir a ciegas, adivinando. Y entonces surgió la pregunta: ¿No habría que invertir el orden admitido de los valores intelectuales? ¿No será este método vergonzoso de la adivinanza el verdadero movimiento de la inteligencia humana que toma posesión de su propio poder? Su abolición ¿no buscaba desde el principio la voluntad de cortar en dos el mundo de la inteligencia? Los metodistas oponen al equivocado método del azar el planteamiento por razón. Pero se dan de antemano lo que quieren probar. Suponen una cría de animal que explora golpeándose a las cosas, a un mundo que no es aún capaz de ver y que justamente ellos le enseñarán a distinguir. Pero el niño es básicamente un ser de palabra. El niño que repite las palabras oídas y el estudiante flamenco “perdido” en su Telémaco no progresan aleatoriamente. Todo su esfuerzo, toda su búsqueda, se centra en esto: quieren reconocer una palabra de hombre que les ha sido dirigida y a la cual quieren responder, no como alumnos o como sabios, sino como hombres; como se responde a alguien que os habla y no a alguien que os examina: bajo el signo de la igualdad.

El hecho estaba ahí: aprendieron solos y sin maestro explicador. Y lo que ha sucedido una vez siempre puede repetirse. Además, este descubrimiento podía invertir los principios del profesor Jacotot. Pero el hombre Jacotot estaba verdaderamente en mejores condiciones de reconocer la diversidad de lo que se puede esperar de un hombre. Su padre había sido carnicero, antes de llevar las cuentas de su abuelo, el carpintero que envió a su nieto al colegio. Él mismo era profesor de retórica cuando le tocó ir al ejército en 1792. El voto de sus camaradas lo convirtió en capitán de artillería y se comportó como un artillero destacado. En 1793, en la Oficina de las Pólvoras, este latinista se había hecho instructor de química para la formación acelerada de esos obreros a los que luego se enviaba a aplicar, sobre todos los puntos del territorio, los descubrimientos de Fourcroy. En casa del mismo Fourcroy había conocido a Vauquelin, ese hijo de campesino que se había hecho una formación de químico a escondidas de su patrón. En la Escuela Politécnica había visto llegar a todos esos jóvenes a los que comisiones improvisadas habían seleccionado según el doble criterio de la vivacidad de su espíritu y de su patriotismo. Y los había visto convertirse en matemáticos muy buenos, menos por las matemáticas que Monge o Lagrange les explicaban que por aquéllas que hacían ante ellos. Él mismo había aprovechado sus funciones administrativas para darse una competencia de matemático que ejerció más tarde en la Universidad de Dijon. Del mismo modo que había agregado el hebreo a las lenguas antiguas que enseñaba y había compuesto un Ensayo sobre la gramática hebraica. Pensaba, Dios sabe el porqué, que esta lengua tenía futuro. Finalmente obtuvo, a su pesar pero con la mayor firmeza, la competencia de representante del pueblo. En resumen, sabía lo que la voluntad de los individuos y el peligro de la patria podían hacer nacer de capacidades inéditas en circunstancias en las que la urgencia obligaba a quemar las etapas de la progresión explicativa. Pensó que este estado de excepción, exigido por la necesidad de la nación, no difería en su principio de esta urgencia que dirige la exploración del mundo por el niño o de esta otra que fuerza la vía singular de los sabios y de los inventores. A través de la experiencia del niño, del sabio y del revolucionario, el método del azar practicado con éxito por los estudiantes flamencos revelaba su segundo secreto. Este método de la igualdad era principalmente un método de la voluntad. Se podía aprender solo y sin maestro explicador cuando se quería, o por la tensión del propio deseo o por la dificultad de la situación.