Y resultó que no fue necesaria ninguna otra inteligencia. Sin
pensar en ello, les había hecho descubrir aquello que él descubría
con ellos: todas las frases, y por consecuencia todas las
inteligencias que las producen, son de la misma naturaleza.
Comprender sólo es traducir, es decir, proporcionar el equivalente
de un texto pero no su razón. No hay nada detrás de la página
escrita, nada de doble fondo que requiera el trabajo de una
inteligencia otra, la del explicador; nada del lenguaje del
maestro, de la lengua cuyas palabras y frases tengan el poder de
decir la razón de las palabras y de las frases de un texto. Los
estudiantes flamencos habían proporcionado la prueba: sólo tenían a
su disposición para hablar de Telémaco las
palabras de Telémaco. Basta pues con las
frases de Fénelon para comprender las frases de Fénelon y para
decir lo que se ha comprendido en ellas. Aprender y comprender son
dos maneras de expresar el mismo acto de traducción. No hay nada
detrás de los textos sino la voluntad de expresarse, es decir, de
traducir. Si ellos habían comprendido la lengua tras haber
aprendido Fénelon, no era simplemente por la práctica de comparar
la página de la izquierda con la página de la derecha. Lo que
cuenta no es pasar de página, sino la capacidad de decir lo que se
piensa con las palabras de los otros. Si aprendieron eso de Fénelon
era porque el mismo acto de Fénelon como escritor era un acto de
traductor: para traducir una lección de política en un relato
legendario, Fénelon había puesto en el francés de su siglo el
griego de Homero, el latín de Virgilio y la lengua, sabia o
ingenua, de otros cientos de textos, desde cuentos de niños a
historias eruditas. Él había aplicado a esta doble traducción la
misma inteligencia que ellos empleaban a su vez para decir con las
frases de su libro lo que pensaban de su libro.
Pero además, la inteligencia que les hizo aprender el francés
en Telémaco era la misma con la que
aprendieron la lengua materna: observando y reteniendo, repitiendo
y comprobando, relacionando lo que pretendían conocer con lo que ya
conocían, haciendo y reflexionando en lo que habían hecho. Hicieron
lo que no se debe hacer, como hacen los niños, ir a ciegas,
adivinando. Y entonces surgió la pregunta:
¿No habría que invertir el orden admitido de los valores
intelectuales? ¿No será este método vergonzoso de la adivinanza el
verdadero movimiento de la inteligencia humana que toma posesión de
su propio poder? Su abolición ¿no buscaba desde el principio la
voluntad de cortar en dos el mundo de la inteligencia? Los
metodistas oponen al equivocado método del azar el planteamiento
por razón. Pero se dan de antemano lo que quieren probar. Suponen
una cría de animal que explora golpeándose a las cosas, a un mundo
que no es aún capaz de ver y que justamente ellos le enseñarán a
distinguir. Pero el niño es básicamente un ser de palabra. El niño
que repite las palabras oídas y el estudiante flamenco “perdido” en
su Telémaco no progresan aleatoriamente.
Todo su esfuerzo, toda su búsqueda, se centra en esto: quieren
reconocer una palabra de hombre que les ha sido dirigida y a la
cual quieren responder, no como alumnos o como sabios, sino como
hombres; como se responde a alguien que os habla y no a alguien que
os examina: bajo el signo de la igualdad.
El hecho estaba ahí: aprendieron solos y sin maestro
explicador. Y lo que ha sucedido una vez siempre puede repetirse.
Además, este descubrimiento podía invertir los principios del
profesor Jacotot. Pero el hombre Jacotot
estaba verdaderamente en mejores condiciones de reconocer la
diversidad de lo que se puede esperar de un hombre. Su padre había
sido carnicero, antes de llevar las cuentas de su abuelo, el
carpintero que envió a su nieto al colegio. Él mismo era profesor
de retórica cuando le tocó ir al ejército en 1792. El voto de sus
camaradas lo convirtió en capitán de artillería y se comportó como
un artillero destacado. En 1793, en la Oficina de las Pólvoras,
este latinista se había hecho instructor de química para la
formación acelerada de esos obreros a los que luego se enviaba a
aplicar, sobre todos los puntos del territorio, los descubrimientos
de Fourcroy. En casa del mismo Fourcroy había conocido a Vauquelin,
ese hijo de campesino que se había hecho una formación de químico a
escondidas de su patrón. En la Escuela Politécnica había visto
llegar a todos esos jóvenes a los que comisiones improvisadas
habían seleccionado según el doble criterio de la vivacidad de su
espíritu y de su patriotismo. Y los había visto convertirse en
matemáticos muy buenos, menos por las matemáticas que Monge o
Lagrange les explicaban que por aquéllas que hacían ante ellos. Él
mismo había aprovechado sus funciones administrativas para darse
una competencia de matemático que ejerció más tarde en la
Universidad de Dijon. Del mismo modo que había agregado el hebreo a
las lenguas antiguas que enseñaba y había compuesto un Ensayo sobre la gramática hebraica. Pensaba, Dios
sabe el porqué, que esta lengua tenía futuro. Finalmente obtuvo, a
su pesar pero con la mayor firmeza, la competencia de representante
del pueblo. En resumen, sabía lo que la voluntad de los individuos
y el peligro de la patria podían hacer nacer de capacidades
inéditas en circunstancias en las que la urgencia obligaba a quemar
las etapas de la progresión explicativa. Pensó que este estado de
excepción, exigido por la necesidad de la nación, no difería en su
principio de esta urgencia que dirige la exploración del mundo por
el niño o de esta otra que fuerza la vía singular de los sabios y
de los inventores. A través de la experiencia del niño, del sabio y
del revolucionario, el método del azar
practicado con éxito por los estudiantes flamencos revelaba su
segundo secreto. Este método de la igualdad
era principalmente un método de la voluntad. Se podía aprender solo y sin maestro
explicador cuando se quería, o por la tensión del propio deseo o
por la dificultad de la situación.