¿Qué responder ante estas evidencias?
Empecemos por el principio: estas hojas que tanto aprecian los
espíritus superiores. Las reconocemos tan diferentes como ellos
quieren. Tan solo nos preguntamos: ¿Cómo se pasa exactamente de la
diferencia entre las hojas a la desigualdad de las inteligencias?
La desigualdad no es más que un género de la diferencia, y este no
es del que se habla en el caso de las hojas. Una hoja es un ser
material mientras que un espíritu es inmaterial. ¿Cómo concluir
pues, sin paralogismo, las propiedades del espíritu a partir de las
propiedades de la materia?
Es cierto que ahora existen en este terreno duros
adversarios: los fisiólogos. Las propiedades del espíritu, dicen
los más radicales entre ellos, son en realidad propiedades del
cerebro humano. La diferencia y la desigualdad reinan en él como en
la configuración y en el funcionamiento de todos los demás órganos
del cuerpo humano. Tanto pesa el cerebro, tanto vale la
inteligencia. De eso se ocupan frenólogos y craneoscopistas: éste,
dicen, tiene la protuberancia del genio; este otro no tiene la
protuberancia de las matemáticas. Dejemos a esos protuberantes en el examen de sus protuberancias y
reconozcamos la seriedad del asunto. Podemos en efecto imaginar un
materialismo consecuente. Éste sólo conocería cerebros y podría
aplicarles todo lo que se aplica a los seres materiales. Entonces,
efectivamente, las propuestas de la emancipación intelectual no
serían más que sueños de cerebros raros, atacados de una forma
especial por esa vieja enfermedad del espíritu conocida con el
nombre de melancolía. En ese caso, los espíritus superiores -es
decir, los cerebros superiores- controlarían de hecho a los
espíritus inferiores tal como el hombre controla a los animales.
Simplemente, si esto fuera así, nadie discutiría sobre la
desigualdad de las inteligencias. Los cerebros superiores no se
tomarían la molestia inútil de demostrar su superioridad a cerebros
inferiores, incapaces por definición de comprenderlos. Se
limitarían a dominarlos. Y no encontrarían obstáculos: su
superioridad intelectual se ejercería de hecho, al igual que la
superioridad física. No habría más necesidad de leyes, de asambleas
y de gobiernos en el orden político que de enseñanza, de
explicaciones y de academias en el orden
intelectual.
Este no es el caso. Tenemos gobiernos y leyes. Tenemos
espíritus superiores que pretenden instruir y convencer a los
espíritus inferiores. Más extraño aún, los apóstoles de la
desigualdad de las inteligencias, en su inmensa mayoría, no siguen
a los fisiólogos y se burlan de los craneoscopistas. La
superioridad de la que ellos se jactan no se mide, a su modo de
ver, con sus instrumentos. El materialismo seria una explicación
cómoda de su superioridad, pero ellos lo hacen de otro modo. Su
superioridad es espiritual. Son espiritualistas, primero, por la
buena opinión que tienen de ellos mismos. Creen en el alma
inmaterial e inmortal. ¿Pero cómo podría ser susceptible de más y
de menos lo que es inmaterial? Tal es la contradicción de los
espíritus superiores. Quieren un alma inmortal, un espíritu
distinto de la materia, y quieren inteligencias diferentes. Pero es
en la materia donde se establecen las diferencias. Si creemos en la
desigualdad, es necesario aceptar las localizaciones cerebrales; si
creemos en la unidad del principio espiritual, es necesario decir
que es la misma inteligencia la que se aplica, en circunstancias
diferentes, a objetos materiales diferentes. Pero los espíritus
superiores no quieren ni una superioridad que sea sólo material, ni
una espiritualidad que los haga iguales a sus inferiores.
Reivindican las diferencias de los materialistas en el seno de la
elevación propia de la inmaterialidad. Disfrazan las protuberancias
de los craneoscopistas en dones innatos de la
inteligencia.
Saben bien, con todo, que el zapato aprieta y saben también
que es necesario conceder algo a los inferiores, aunque sólo sea
para prevenir. Y así es como ellos arreglan las cosas: existe en
todo hombre, dicen, un alma inmaterial. Ésta permite al más humilde
conocer las grandes verdades del bien y del mal, de la conciencia y
del deber, de Dios y del juicio. Por lo tanto, a este respecto,
todos somos iguales e incluso aceptamos a menudo que los humildes
nos podrían aleccionar. Entonces, que se satisfagan con eso y que
no aspiren a esas capacidades intelectuales que son el privilegio
-a menudo duramente pagado- de los que tienen como tarea velar por
los intereses generales de la sociedad. Y que no vayan a decirnos
que estas diferencias son puramente sociales. Observen mejor a
estos dos niños, extraídos del mismo medio, formados por los mismos
maestros. Uno triunfa, el otro no triunfa. Luego…
Imposible pues salir del circulo. Es necesario demostrar la
causa de la desigualdad, sin perjuicio de atribuirla a las
protuberancias, o limitarse a no decir más que una tautología. La
desigualdad de las inteligencias explica la desigualdad de las
manifestaciones intelectuales como la virtus dormitiva explica los
efectos del opio.