Sobre la cabeza del pueblo


Vayamos más lejos: la enseñanza universal también puede convertirse en un «buen método» integrado a esta renovación del atontamiento; un método natural que respeta el desarrollo intelectual del niño procurando, al mismo tiempo, la mejor de las gimnasias para su espíritu; un método activo que le proporciona el hábito de razonar por sí mismo y de afrontar por sí solo las dificultades, que da seguridad en la palabra y sentido de las responsabilidades; una buena formación clásica, aprendiendo en la escuela la lengua de los grandes escritores y desdeñando la jerga de los gramáticos un método práctico y expeditivo, que quema las costosas e interminable etapas de los colegios para formar jóvenes ilustrados y activos, dispuestos a lanzarse en las carreras útiles al perfeccionamiento social. Quién puede lo más puede lo menos, y un método susceptible de enseñar lo que se ignora permite enseñar arriesgando lo que se sabe. Buenos maestros abren escuelas con su emblema, maestros probados como el Señor Durietz, como el joven Eugène Boutmy, como el Señor de Séprès, el antiguo politécnico que trasladó su institución de Amberes a París, y muchos otros en París, Rouen, Metz, Clermont-Ferrand, Poitiers, Lyon, Grenoble, Nantes, Marsella… Sin hablar de esas instituciones religiosas, y no obstante ilustradas, como el centro del Verbo encarnado donde el Señor Guillard, que hizo el viaje a Lovaina, imparte ahora una enseñanza fundada sobre el Conócete a ti mismo, como esos seminarios de Pamiers, de Senlis y de otros lugares, convertidos por el infatigable afán del discípulo Deshoulliéres. Estas instituciones -no hablamos, por supuesto, de las falsificaciones que proliferan- se recomiendan por la exactitud mediante la cual siguen los ejercicios del método: Calipso, Calipso, Calipso no podía.…; y, después de eso, las improvisaciones, las redacciones, las comprobaciones, los sinónimos, etc… En resumen, toda la enseñanza de Jacotot es respetada, excepto una o dos pequeñas cosas: no se enseña ahí lo que se ignora. Pero no es ignorante quien quiere, y no es culpa del Señor Boutmy si conoce con profundidad las lenguas antiguas, ni del Señor de Séprès si es matemático y de los más sólidos.


Los folletos divulgativos no hablan tampoco de la igualdad de las inteligencias. Pero eso es, como se sabe, una opinión del Fundador. Y él mismo nos enseñó a separar rigurosamente las opiniones de los hechos y a fundar solamente sobre estos últimos cualquier demostración. Para qué, pues, hostigar a los espíritus es-cépticos o convencidos a medias por la condición brutal de esa opinión. Más vale ponerles ante los ojos los hechos, los resultados del método, para mostrarles la fuerza del principio. También se trata de que no se prostituya el nombre de Jacotot. Se habla más bien del método natural, método reconocido por las cabezas más celebres del pasado: Sócrates y Montaigne, Locke y Condillac. Y el propio maestro ¿no ha dicho que no existe método Jacotot, sino tan solo el método del alumno, el método natural del espíritu humano? ¿Para qué entonces enarbolar su nombre como un espantapájaros? Ya en 1828, Durietz había avisado al Fundador: quería alzar el hacha sobre «el árbol de las abstracciones», pero no lo haría como los leñadores. Quería moverse lentamente y conseguir «algunos éxitos ostensibles» para preparar el triunfo del método. Quería ir hacia la emancipación intelectual a través de la enseñanza universal.[104]


Pero la revolución triunfante de 1830 ofrecía a esta tentativa un teatro más ancho. En 1831, la oportunidad apareció a través del más moderno de los progresivos, el joven periodista Émile de Gerandin. Tenía veintiséis años. Era nieto del marqués de Girardin el que había protegido al autor del Emilio. Bastardo, es cierto; pero se empezaban tiempos en los que ya nadie se avergonzaría por su nacimiento. Él apreciaba la nueva era y las nuevas fuerzas: el trabajo y la industria; la instrucción profesional y la economía doméstica; la opinión pública y la prensa. Se reía de los latinistas y de los pedantes. Se reía de los jóvenes ridículos a quienes las buenas familias de provincia enviaban a París para hacer derecho y cortejar a las jóvenes obreras coquetas. Quería élites activas, tierras fertilizadas por los últimos descubrimientos de la química, un pueblo instruido en todo lo que pudiera contribuir a su felicidad material e ilustrado sobre la balanza de los derechos, de los deberes y de los intereses que produce el equilibrio de las sociedades modernas. Quería que todo eso sucediera rápido, que la juventud se preparara a través de métodos rápidos para hacerse pronto útil a la comunidad, que los descubrimientos de los sabios y de los inventores penetraran inmediatamente en la vida de los talleres y de los hogares y hasta en los pueblos más remotos para generar ahí pensamientos nuevos. Quería un órgano para extender estas buenas nuevas sin demora. Existía el Diario de los conocimientos usuales del Señor de Lasteyrie. Pero este tipo de publicación era cara, por lo tanto, inevitablemente reservada al público que no tenía necesidad de ella. ¿Para qué popularizar la ciencia para los académicos y la economía doméstica para las mujeres de mundo? Él publicó el Diario de los conocimientos útiles, con una tirada de cien mil ejemplares y con una campaña gigantesca de suscripciones y de publicidad. Y fundó una nueva sociedad para apoyar el diario y prolongar su acción. La llamó simplemente: Sociedad Nacional para la Emancipación Intelectual.

El principio de esta emancipación era simple. «Tanto a las constituciones como a los edificios, escribía, les hace falta un suelo firme y nivelado. La instrucción proporciona un nivel a las inteligencias, un suelo a las ideas (…) La instrucción de las masas pone en peligro a los gobiernos absolutos. Su ignorancia, por el contrario, pone en peligro a los gobiernos republicanos, puesto que los debates parlamentarios, para revelar a las masas sus derechos, no esperan a que puedan ejercerlos con discernimiento. Y cuando un pueblo conoce sus derechos sólo hay un medio de gobernarlo, instruyéndolo. Lo que es necesario, por lo tanto, para todo gobierno republicano, es un vasto sistema de enseñanza graduada, nacional y profesional, que lleve la luz al seno de la oscuridad de las masas, que reemplace todas las demarcaciones arbitrarias, que asigne a cada clase su rango, a cada hombre su lugar.»[105]


Este orden nuevo era, por supuesto, el de la dignidad reconocida de la población trabajadora, el de su lugar preponderante en el orden social. La emancipación intelectual, era la inversión de la vieja jerarquía que estaba ligada al privilegio de la instrucción. Hasta ese momento, la instrucción había sido el monopolio de las clases dirigentes y había justificado su hegemonía, con la consecuencia bien conocida de que un hijo del pueblo instruido ya no quería la condición de sus padres. Había que invertir la lógica social del sistema. A partir de ahora la instrucción ya no sería un privilegio, es la falta de instrucción lo que sería una incapacidad. Era necesario, para obligar al pueblo a instruirse, que en 1840 todo hombre de veinte años que no supiese leer fuese declarado incapacitado civil. Era necesario que se le reservara obligatoriamente uno de estos primeros números del sorteo que condenaba al servicio militar a los jóvenes desafortunados. Esta obligación que se le hacía al pueblo era también una obligación que se contraía hacia él. Había que encontrar métodos expeditivos para enseñar a leer, antes de 1840, a toda la juventud francesa. Este fue el lema de la Sociedad nacional para la emancipación intelectual: «Viertan instrucción sobre la cabeza del pueblo, ustedes le deben este bautismo.»

Sobre las fuentes bautismales estaba el secretario de la sociedad, un tal Eugène Boutmy que había roto con la Sociedad de los Métodos y que era admirador entusiasta de la enseñanza universal. En el primer número del Diario prometía indicar métodos expeditivos para la instrucción de las masas. Cumplió su palabra en un artículo titulado Enseñanza por sí mismo. El maestro debía leer en voz alta a Calipso y el alumno repetir Calipso, luego, separando bien las palabras, Calipso no, Calipso no podía, etc… El método se llamaba enseñanza universal natural, en homenaje a la naturaleza que enseñaba por sí misma a los niños. Un honorable diputado, el Señor Víctor de Tracy, había instruido así a cuarenta campesinos de su municipio con el éxito suficiente para conseguir que le pudieran escribir una carta en la que le mostraban su viva gratitud por haberles introducido en la vida intelectual. Que cada corresponsal del Diario hiciera lo mismo, y bien pronto la lepra de la ignorancia desaparecería completamente del cuerpo social.[106]


La Sociedad, que deseaba animar a instituciones ejemplares, se interesó también por el centro del Señor de Séprès. Envió a sus comisarios para examinar este método autodidacta que enseñaba a los jóvenes a reflexionar, hablar y razonar según los hechos, siguiendo el método natural que ha sido siempre el de los grandes descubrimientos. La situación del centro de la calle de Monceau, en el barrio de París más famoso por su aire, por la salubridad de su alimentación, de su higiene y de su gimnasia, así como de sus sentimientos morales y religiosos, dejaba poco que desear. En definitiva, en tres años de enseñanza secundaria, al precio máximo de ochocientos francos al año, la Institución se comprometía a preparar a los alumnos para superar cualquier examen. Así un padre de familia podía prever exactamente el coste de la instrucción de su hijo y calcular su rentabilidad. A este precio la Sociedad confirió a la institución del Señor de Séprès el título de Instituto nacional* Como contrapartida, comprometía a los padres que enviaban ahí a sus hijos a leer con cuidado sus programas para determinar la carrera a la cual los destinarían. Conocida esa carrera, los comisarios de la Sociedad velarían para que la dirección de los estudios deseada por los padres fuera escrupulosamente seguida con el fin de que el alumno aprendiera todo lo que pudiera hacer que se distinguiese en su profesión y no aprendiera, sobre todo, nada superfluo.[107] Por desgracia, los comisarios apenas tuvieron el tiempo necesario para realizar su colaboración con la obra del Instituto nacional. Una institución agrícola bretona, destinada a difundir los conocimientos agronómicos al mismo tiempo que a regenerar una parte de la juventud desocupada de las ciudades, fue el pozo financiero sin fondo donde se estrello la Sociedad Nacional para la Emancipación Intelectual. Al menos había sembrado para el futuro: «Era un buen diario el de los conocimientos útiles. Habíamos tomado vuestra palabra de emancipación intelectual y emancipábamos a nuestros abonados a fuerza de explicaciones. Esa emancipación no tiene peligro. Cuando un caballo está embridado y montado por un buen jinete, se sabe a dónde va. Él no sabe nada, pero se puede estar tranquilo; no se perderá por montes y valles.»[108]