Todo está en todo


Todo está en todo. La tautología de la potencia es la de la igualdad, esa que busca la marca de la inteligencia en toda obra de hombre. Tal es el sentido de este ejercicio que llenó de asombro a Baptiste Froussard, hombre de progreso y director de escuela en Grenoble, cuando llegó a Lovaina acompañando a los dos hijos del diputado Casimir Perier. Miembro de la Sociedad de los Métodos de Enseñanza, Baptiste Froussard ya había oído antes hablar de la enseñanza universal y debió reconocer, en la clase de la Señorita Marcellis, los ejercicios que su Presidente, el Señor de Lasteyrie, había relatado a la Sociedad. Fue así como vio a las muchachas, según la costumbre, hacer redacciones en quince minutos, las unas sobre el último hombre, las otras sobre el regreso del exiliado, y escribir sobre estos temas, como asegura el fundador, fragmentos de literatura «que no desmerecerían las más bellas páginas de nuestros mejores autores». Esta aserción levantaba las más vivas reservas de los visitantes doctos. Pero el Señor Jacotot había encontrado el medio de convencerlos: puesto que, obviamente, ellos mismos se contaban entre los mejores escritores de su tiempo, sólo tenían que someterse a la misma prueba y ofrecer a las alumnas la posibilidad de comparar. El Señor de Lasteyrie, que había visto 93, se prestó de buen grado al ejercicio. No sucedió lo mismo con el Señor Guigniaut, el enviado de la Escuela Normal de París que no veía el dedo del hombre en Calipso pero, sin embargo, si que vio en una composición, la falta imperdonable de un circunflejo sobre croître* Invitado a la prueba, se presentó con una hora de retraso y le dijeron que regresara al día siguiente. Pero esa misma tarde partió hacia París llevándose en sus equipajes, como pieza de convicción, esa i vergonzosamente privada del circunflejo.


Después de la lectura de las redacciones, Baptiste Froussard asistió a las sesiones de improvisación. Era un ejercicio esencial de la enseñanza universal: aprender a hablar sobre cualquier tema, a bocajarro, con un principio, un desarrollo y un final. Aprender a improvisar era, en primer lugar, aprender a vencerse, a vencer ese orgullo que se disfraza de humildad para declarar su incapacidad a la hora de hablar delante de otros -es decir, su rechazo a someterse al juicio de los otros-. Era, a continuación, aprender a empezar y a acabar, a hacer uno mismo un todo, a encerrar el lenguaje en un círculo. Fue de este modo como dos alumnas improvisaron con seguridad sobre la muerte del ateo, después de lo cual, para expulsar estos tristes pensamientos, el Señor Jacotot pidió a otra alumna que improvisara sobre el vuelo de una mosca. La hilaridad se había apoderado de la sala, pero el Señor Jacotot había puesto las cosas en su sitio: no se trata de reír, hay que hablar. Y sobre este tema aéreo, la joven, durante ocho minutos y medio, dijo cosas encantadoras e hizo aproximaciones imaginativas llenas de gracia y frescura.

Baptiste Froussard también participó en la lección de música. El Señor Jacotot le pidió fragmentos de poesía francesa sobre los cuales las jóvenes alumnas improvisaron melodías con acompañamientos que ellas mismas interpretaron de forma encantadora. Volvió varias veces todavía a la casa de la Señorita Marcellis, poniéndoles él mismo redacciones de moral y de metafísica, todas ellas realizadas con una facilidad y un talento admirables. Pero he aquí el ejercicio que le causó más asombro. Un día, el Señor Jacotot se dirigió así a las alumnas: «Señoritas, saben que en toda obra humana existe el arte; tanto en una máquina de vapor como en un vestido; tanto en una obra de literatura como en un zapato. Pues bien, van a hacerme una redacción sobre el arte en general, vinculando sus palabras, sus expresiones, sus pensamientos, a tal o cual pasaje de los autores que se les va a indicar de manera que se pueda justificar o comprobar todo.»[30]


Entonces se dieron a Baptiste Froussard distintas obras y él mismo indicó a una de las jóvenes un pasaje de Atalía, a otra un capítulo de gramática, a otra un pasaje de Bossuet, un capítulo de geografía, la parte de la división en la aritmética de Lacroix, y así sucesivamente. No tuvo que esperar mucho tiempo el resultado de este extraño ejercicio sobre cosas tan poco comparables. Al cabo de una media hora un nuevo estupor lo invadió al oír la calidad de las redacciones que se acababan de hacer ante sus ojos y los comentarios improvisados que las justificaban. Le sorprendió en particular una explicación del arte hecha sobre el pasaje de Atalía, acompañada de una justificación o comprobación, comparable, según su modo de ver, a la más brillante lección de literatura que nunca había oído.

Ese día, más que nunca, Baptiste Froussard comprendió en qué sentido se puede decir que todo está en todo. Ya sabía que el Señor Jacotot era un asombroso pedagogo y que podía presumir de la calidad de los alumnos formados bajo su dirección. Pero regresó a su casa habiendo comprendido alguna cosa más: las alumnas de la Señorita Marcellis en Lovaina tenían la misma inteligencia que las guanteras de Grenoble, e incluso -lo que aún es más difícil de admitir- que las guanteras de los alrededores de Grenoble.