El rey filósofo y el pueblo
soberano
Así sólo la igualdad sigue siendo
capaz de explicar una desigualdad que los desigualitaristas serán
siempre incapaces de pensar. El hombre razonable conoce la razón de
la sinrazón ciudadana. Pero, al mismo tiempo, la conoce como
insuperable. Él es el único que conoce el círculo de la
desigualdad. Pero él mismo está, como ciudadano, encerrado en ese
círculo. «Sólo existe una razón, pero esa razón no ha organizado el
orden social. Por eso la felicidad no sabría estar ahí.»[78] Sin duda los filósofos tienen
razón al denunciar a la «gente a sueldo» que intenta racionalizar
el orden existente. Este orden no tiene razón. Pero se engañan
persiguiendo la idea de un orden social al fin racional. Se conocen
las dos figuras extremas y simétricas de esta pretensión: el viejo
sueño platónico del rey filósofo y el sueño moderno de la soberanía
del pueblo. Sin duda, un rey puede ser filósofo como cualquier otro
hombre. Pero precisamente lo es como hombre. Como jefe, un rey
tiene la razón de sus ministros, que a su vez tienen la razón de
sus jefes de oficina, los cuales tienen la razón de todo el mundo.
No depende de sus superiores, es verdad, solamente de sus
inferiores. El rey filósofo o el filósofo rey forma parte de su
sociedad; y ésta le impone como a los otros sus leyes, sus
superioridades y sus corporaciones explicativas.
También es por eso por lo que la
otra figura del sueño filosófico, la soberanía del pueblo, no es
más sólida. Pues esta soberanía que se presenta como un ideal que
debe realizarse o un principio que debe imponerse siempre ha
existido. Y en la historia resuena el nombre de aquellos reyes que
perdieron su trono por haber despreciado esto: nadie reina si no es
por el apoyo que le presta la masa. Los filósofos se indignan. El
pueblo, dicen, no puede alienar su soberanía. Se responderá que
quizás no puede pero que siempre lo ha
hecho desde el principio del mundo. «Los reyes no hacen pueblos, y
les gustaría hacerlos. Pero los pueblos sí que pueden hacer jefes,
y siempre lo han querido.»[79]
El pueblo está alienado a su jefe exactamente igual como el jefe a
su pueblo. Este sometimiento recíproco es el principio mismo de la
ficción política como alienación original de la razón a la pasión
de la desigualdad. El paralogismo de los filósofos es fingir un
pueblo de hombres. Pero eso es una
expresión contradictoria, un ser imposible. Sólo existen pueblos de
ciudadanos, de hombres que alienaron su razón a la ficción
desigualitaria.
No confundamos esta alienación con otra. No decimos que el
ciudadano es el hombre ideal engalanado con las pieles del hombre
real, el habitante de un cielo político igualitario que cubre la
realidad de la desigualdad entre los hombres concretos. Decimos al
contrario que no hay igualdad más que entre los hombres, es decir,
entre individuos que se ven solamente como seres razonables. Al
contrario, el ciudadano, el habitante de la ficción política, es el
hombre condenado al país de desigualdad.
El hombre razonable ya sabe que no
existe ciencia política, que no existe política de la verdad. La
verdad no zanja ningún conflicto del espacio público. Sólo habla al
hombre en la soledad de su conciencia. Se retira en cuanto estalla
el conflicto entre dos conciencias. Quien espera encontrarla debe,
en cualquier caso, saber que va sola y sin comitiva. Las opiniones
políticas, en cambio, nunca dejan de darse la comitiva más
imponente: la Fraternidad o la muerte, dicen; o bien, cuando toca su turno, la
Legitimidad o la
muerte, la Oligarquía o la muerte, etc. «El primer término
varía, pero el segundo siempre se expresa o se sobreentiende sobre
la bandera, sobre los estandartes de todas las opiniones. En la
derecha, se lee Soberanía de A o la muerte.
En la izquierda, Soberanía de B o la
muerte. La muerte nunca falta, conozco incluso filántropos que
dicen: Supresión de la pena de muerte o la
muerte.»[80] La verdad no
se sanciona; no se le agrega la muerte. Digámoslo según Pascal:
siempre se ha encontrado el medio de atribuir justicia a la fuerza,
pero no se está cerca de encontrar el medio de atribuir fuerza a la
justicia. El proyecto mismo no tiene sentido. Una fuerza es una
fuerza. Puede ser razonable utilizarla. Pero es desrazonable querer
volverla razonable.