La locura retórica


Poder de la retórica, de ese arte en razonar que se esfuerza en destruir la razón bajo su apariencia. Desde que las revoluciones de Inglaterra y Francia reinstalaron el poder de las asambleas deliberantes en el centro de la vida política, los espíritus curiosos renovaron la gran interrogación de Platón y Aristóteles sobre ese poder de lo falso que imita el poder de lo verdadero. Es así como en 1816 el ginebrino Étienne Dumont publicó la traducción francesa del Tratado de los sofismas parlamentarios de su amigo Jeremie Bentham. Jacotot no menciona esta obra. Sin embargo, se nota su huella en los desarrollos de la Lengua materna consagrados a la retórica. Como Bentham, Jacotot pone en el centro de su análisis la sinrazón de las asambleas deliberantes. El léxico que utiliza para hablar de ello es muy parecido al de Dumont. Y su análisis sobre la falsa modestia recuerda el capítulo de Bentham sobre el argumento ad verecundiam.[69] Pero si es la misma comedia de la cual el uno y el otro desmontan los mecanismos, la mirada con la que lo contemplan y la moral que de ahí extraen difieren radicalmente. Bentham polemiza contra las asambleas conservadoras inglesas. Muestra lo corrosivo del argumento de autoridad con el cual, diversamente disfrazado, los beneficiarios del orden existente se oponen a toda reforma progresiva. Denuncia las alegorías que hipostasían el orden existente, las palabras que lanzan, según la necesidad, un velo agradable o siniestro sobre las cosas, los sofismas que sirven para asimilar toda propuesta de reforma al espectro de la anarquía. Para él, estos sofismas se explican por el juego del interés, su éxito por la debilidad intelectual de las razas parlamentarias y el estado de servidumbre en el que los mantiene la autoridad. Es decir, que los hombres desinteresados y formados en la libertad de pensamiento racional pueden combatirlos eficazmente. Y Dumont, menos fogoso que su amigo, hace hincapié en esta esperanza razonable que asimila la marcha de las instituciones morales al de las ciencias físicas. «¿No existe en la moral como en la física errores que la filosofía hizo desaparecer? (…) Es posible desacreditar falsos argumentos hasta el extremo que ya no osen mostrarse. No quiero aquí como prueba más que la doctrina, famosa desde hace mucho tiempo, incluso en Inglaterra, sobre el derecho divino de los Reyes y sobre la obediencia pasiva de los pueblos.»[70]


De este modo es posible, sobre el teatro mismo de la política, oponer los principios de la razón desinteresada a los sofismas del interés privado. Eso supone la cultura de una razón que opone la exactitud de sus denominaciones a las analogías, a las metáforas y a las alegorías que han invadido el campo de la política, que han creado seres a partir de las palabras, que han forjado razonamientos absurdos con ayuda de estas palabras y que han lanzado así sobré la verdad el velo del prejuicio. Así «la expresión figurada de cuerpo político ha producido un gran número de ideas falsas y raras. Una analogía solamente fundada sobre metáforas ha servido de base a presuntos argumentos y la poesía ha invadido el ámbito de la razón».[71] A este lenguaje figurado, a este lenguaje de la religión y de la poesía en el que la figuración permite al interés desrazonable todos sus disfraces, es posible oponer un lenguaje verdadero en el que las palabras recubren exactamente las ideas.


Jacotot rechaza tal optimismo. No existe lenguaje de la razón. Existe solamente un control de la razón sobre la intención de hablar. El lenguaje poético que se conoce como tal no contradice la razón. Al contrario, recuerda a cada sujeto hablante que no debe tomar el relato de las aventuras de su espíritu por la voz de la verdad. Todo sujeto hablante es el poeta de sí mismo y de las cosas. La perversión se produce cuando este poema se da por otra cosa que un poema, cuando quiere imponerse como verdad y forzar a la acción. La retórica es una poética pervertida. Eso también quiere decir que no se sale de la ficción en sociedad. La metáfora es solidaria de la dimisión original de la razón. El cuerpo político es una ficción, pero una ficción no es una expresión figurada a la cual podría oponerse una definición exacta del agrupamiento social. Existe una lógica de los cuerpos a la cual nadie puede, como sujeto político, sustraerse. El hombre puede ser razonable, el ciudadano no puede serlo. No existe retórica razonable, no existen discursos políticos razonables.

La retórica, se dijo, tiene por principio la guerra. No se busca la comprensión, sino la destrucción de la voluntad adversa. La retórica es una palabra en rebeldía contra la condición poética del ser hablante. Habla para hacer callar. No hablarás ya, no pensarás más, harás esto, tal es su programa. Su eficacia depende de sus propias prohibiciones. La razón hace hablar siempre, la sinrazón retórica sólo habla para hacer llegar el momento del silencio. Momento del acto, se dice a menudo, en homenaje a aquel que de la palabra hace una acción. Pero este momento es más bien el del defecto de acto, el de la inteligencia ausente, el de la voluntad subyugada, el de los hombres sometidos a la única ley de la gravedad. «Los éxitos del orador son producto del momento; gana un decreto como se gana una batalla (…) La duración de los periodos, el orden literario, la elegancia, todas las cualidades del estilo, no constituyen el mérito de tal discurso. Es una frase, una palabra, a veces un acento, un gesto, lo que ha despertado a este pueblo dormido y ha soliviantado a esta masa que tiende siempre a volver a caer por su propio peso. En tanto que Manlius pudo mostrar el Capitolio, este gesto lo salvó. A partir del momento en que Focion podía aprovechar el momento para decir una frase, Demóstenes estaba vencido. Mirabeau lo había entendido, dirigía los movimientos, ordenaba el descanso, por frases y por palabras; se le respondía en tres puntos, replicaba, discutía tan detenidamente para poder cambiar poco a poco la disposición de los espíritus; luego salía repentinamente de las costumbres parlamentarias, cerraba el debate con una única palabra. Por muy largo que sea el discurso de un orador, no es esta extensión, no son estos desarrollos los que le dan la victoria: el más mínimo antagonismo opondrá períodos a períodos, desarrollos a desarrollos. El orador es aquél que triunfa; es aquél que ha pronunciado la palabra o la frase que hace inclinar la balanza.»[72]


Vemos que esta superioridad se juzga ella misma: es la de la gravedad. El hombre superior que hace inclinar la balanza será siempre el que presiente mejor cuándo y cómo ella se va a inclinar. El que hace doblar mejor a los otros es el que se dobló mejor a si mismo. Al someterse a su propia sinrazón, hace triunfar la sinrazón de la masa. Sócrates ya se lo enseñó a Alcibiades y a Calicles: quién quiere ser el amo del pueblo está forzado a ser su esclavo. Alcibiades puede burlarse de la cara de bobo de un zapatero en su tenderete y hablar sobre la idiotez de estas gentes, el filósofo se limitará a contestarle: «¿por qué no os sentís cómodos cuando tenéis que hablar delante de estas gentes?»[73]