Los inferiores superiores
Eso era bueno antes, dirá el
espíritu superior, acostumbrado a la palabra solemne de las
asambleas censatarias; eso valía para aquellas asambleas
demagógicas extraídas de la escoria del pueblo y que giraban como
veletas de Demóstenes a Esquines y de Esquines a Demóstenes. Veamos
por tanto las cosas desde más cerca. Esta idiotez que hace girar al pueblo ateniense a veces
hacia Esquines, a veces hacia Demóstenes, tiene un contenido bien
preciso. Lo que le hace ceder alternativamente al uno y al otro, no
es su ignorancia o su versatilidad. Es que éste o aquél, en ese
momento, sabe personificar mejor la idiotez específica del pueblo
de los Atenienses: el sentimiento de su evidente superioridad sobre
el pueblo estúpido de los Tebanos. En resumen, el móvil que hace
girar a las masas es el mismo que alienta a los espíritus
superiores, el mismo que hace girar a la sociedad sobre sí misma de
época en época: el sentimiento de la desigualdad de las
inteligencias -este sentimiento que no distingue a los espíritus
superiores sino al precio de confundirlos con la creencia
universal. Aún hoy, qué es lo que permite al pensador despreciar la
inteligencia del obrero sino el menosprecio del obrero hacia el
campesino, del campesino hacia su mujer, de su mujer hacia la mujer
del vecino, y así hasta el infinito. La sinrazón social encuentra
su fórmula recogida en lo que se podría llamar la paradoja de los
inferiores superiores: cada uno está
sometido a aquél al que se representa como inferior, sometido a la
ley de la masa por su misma pretensión de distinguirse.
No oponemos pues estas asambleas
demagógicas a la serenidad razonadora de las asambleas de notables
solemnes y respetables. En todos los lugares donde los hombres se
unen los unos a los otros sobre la base de su superioridad, se
abandonan a la ley de las masas materiales. Una asamblea
oligárquica, una reunión de «gente honesta» o de «capacitados»,
obedecerá seguramente mejor que una asamblea democrática a la
estúpida ley de la materia. «Un senado tiene una tendencia
determinada que él mismo no puede cambiar, y el orador que lo
empuja sobre el trayecto que sigue y sobre el sentido de su marcha
triunfa siempre sobre todos los otros.»[74] Appius Claudius, el hombre de la
oposición absoluta a toda petición de la plebe, fue el orador
senatorial por excelencia porque había entendido mejor que nadie la
inflexibilidad del movimiento que ponía en «su» sentido a las
cabezas de la élite romana. Su máquina retórica, la máquina de los
hombres superiores, se agarrotó, se sabe, un único día: aquél en el
que los plebeyos se reunieron sobre Aventino.* Para salvar la apuesta, ese día hizo
falta un loco, es decir, un hombre razonable, capaz de esta
extravagancia imposible e incomprensible para un Appius Claudius:
ir a escuchar a los plebeyos suponiendo que sus bocas emitían un
lenguaje y no ruidos; hablarles suponiendo que tenían la
inteligencia de entender las palabras de los espíritus superiores;
en resumen, considerarlos como seres igualmente
razonables.
La parábola de Aventino recuerda la paradoja de la ficción
desigual: la desigualdad social sólo es pensable, posible, sobre la
base de la igualdad primera de las inteligencias. La desigualdad no
puede pensarse en ella misma. Incluso Sócrates aconseja en vano a
Calicles, para salir del círculo del amo-esclavo, aprender la
verdadera igualdad que es proporción, entrando así en el círculo de
los que piensan la justicia a partir de la geometría. En todo lugar
donde hay castas, el «superior» entrega su razón a la ley del
inferior. Una asamblea de filósofos es un cuerpo inerte que da
vueltas sobre el eje de su propia sinrazón, la sinrazón de todos.
En vano la propia sociedad desigual pretende comprenderse a sí
misma, darse fundamentos naturales. Es precisamente porque no hay
ninguna razón natural para la dominación por lo que el convenio
obliga, y obliga completamente. Los que justifican la dominación
por la superioridad caen en la vieja aporía: el superior deja de
serlo cuando deja de dominar. El Señor Duque de Lévis, académico y
noble de Francia, se preocupa por las consecuencias sociales del
sistema Jacotot: si se proclama la igualdad de las inteligencias,
¿cómo será posible que las mujeres sigan obedeciendo a sus maridos
y los administrados a sus administradores? Si el Señor Duque no
estuviera distraído, como todos los
espíritus superiores, se daría cuenta de que es su sistema, el de
la desigualdad de las inteligencias, el que es subversivo del orden
social. Si la autoridad depende de la superioridad intelectual,
¿qué sucederá el día en que un administrado, también convencido de
la desigualdad de las inteligencias, crea ver un imbécil en su
prefecto? ¿No haría falta someter a un examen a ministros y
prefectos, a alcaldes y a jefes de oficina para comprobar su
superioridad? ¿Y cómo garantizar que no se colará nunca entre ellos
algún imbécil cuyo defecto identificado implicaría la desobediencia
de los ciudadanos?
Sólo los partidarios de la igualdad
de las inteligencias pueden comprender esto: si ese cadí se hace
obedecer por sus esclavos, ese blanco por sus negros, es porque no
les es ni superior ni inferior en inteligencia. Si las
circunstancias y las convenciones separan y jerarquizan a los
hombres, crean el orden y fuerzan la obediencia, es porque son las
únicas en poder hacerlo. «Es precisamente porque somos todos
iguales por naturaleza que debemos ser todos desiguales por las
circunstancias.»[75] La
igualdad sigue siendo la única razón de desigualdad. «La sociedad
sólo existe por las distinciones y la naturaleza sólo presenta
igualdades. En realidad, es imposible que la igualdad subsista por
mucho tiempo; pero, incluso cuando es destruida, la igualdad sigue
siendo aún la única explicación razonable de las distinciones por
convención.»[76] La
igualdad de las inteligencias hace aún más por la desigualdad:
demuestra que la inversión del orden existente sería tan poco
razonable como este mismo orden. «Si se me pregunta: ¿Qué piensa de
la organización de las sociedades humanas? Respondería que este
espectáculo parece ir en contra de la naturaleza. Que nada está en
su sitio puesto que hay lugares diferentes para seres no
diferentes. Que si se le propone a la razón humana cambiar el
orden, ésta está obligada a reconocer su incompetencia. No existen
motivos racionales para cambiar orden por orden, lugares por
lugares, diferencias por diferencias.»[77]