Esta lógica, sin embargo, no deja de comportar cierta
oscuridad. Veamos por ejemplo un libro en manos de un alumno. Este
libro se compone de un conjunto de razonamientos destinados a hacer
comprender una materia al alumno. Pero enseguida es el maestro el
que toma la palabra para explicar el libro. Realiza una serie de
razonamientos para explicar el conjunto de razonamientos que
constituyen el libro. Pero ¿por qué el libro necesita de tal ayuda?
En vez de pagar a un explicador, el padre de familia ¿no podría
simplemente entregar el libro a su hijo y el niño comprender
directamente los razonamientos del libro? Y si no los comprende,
¿por qué debería comprender mejor los razonamientos que le
explicarán lo que no ha comprendido? ¿Son éstos de otra naturaleza?
¿Y no será necesario en este caso explicar todavía la manera de
comprenderlos?
La lógica de la explicación comporta de este modo el
principio de una regresión al infinito: la reproducción de las
razones no tiene porqué parar nunca. Lo que frena la regresión y da
al sistema su base es simplemente que el explicador es el único
juez del punto donde la explicación está ella misma explicada. Es
el único juez de esta pregunta en sí misma vertiginosa: ¿ha
comprendido el alumno los razonamientos que le enseñan a comprender
los razonamientos? Es ahí donde el maestro supera al padre de
familia: ¿Cómo estará éste seguro de que el niño ha comprendido los
razonamientos del libro? Lo que le falta al padre de familia, lo
que faltará siempre al trío que forma con el niño y el libro, es
ese arte singular del explicador: el arte de la distancia. El secreto del maestro es saber reconocer
la distancia entre el material enseñado y el sujeto a instruir, la
distancia también entre aprender y
comprender. El explicador es quien pone y suprime la distancia,
quien la despliega y la reabsorbe en el seno de su
palabra.
Este estatuto privilegiado de la palabra sólo suprime la
regresión al infinito para instituir una jerarquía paradójica. En
el orden explicador, de hecho, hace falta generalmente una
explicación oral para explicar la explicación escrita. Eso supone
que los razonamientos están más claros, se graban mejor en el
espíritu del alumno, cuando están dirigidos por la palabra del
maestro, la cual se disipa en el instante, que cuando están
inscritos en el libro con caracteres imborrables. ¿Cómo hay que
entender este privilegio paradójico de la palabra sobre el escrito,
del oído sobre la vista? ¿Qué relación hay entonces entre el poder
de la palabra y el poder del maestro?
Esta paradoja se encuentra enseguida con otra: las palabras
que el niño aprende mejor, aquellas de las que absorbe mejor el
sentido, de las que se apropia mejor para su propio uso, son
aquellas que aprende sin maestro explicador, con anterioridad a
cualquier maestro explicador. En el rendimiento desigual de los
diversos aprendizajes intelectuales, lo que todos los niños
aprenden mejor es lo que ningún maestro puede explicarles, la
lengua materna. Se les habla y se habla alrededor de ellos. Ellos
oyen y retienen, imitan y repiten, se equivocan y se corrigen,
tienen éxito por suerte y vuelven a empezar por método, y, a una
edad demasiado temprana para que los explicadores puedan empezar
sus instrucciones, son prácticamente todos -sea cual sea su sexo,
su condición social y el color de su piel- capaces de comprender y
hablar la lengua de sus padres.
Ahora bien, este niño que ha aprendido a hablar a través de
su propia inteligencia y aprendiendo de aquellos maestros que no le
explicaban la lengua, empieza ya su instrucción propiamente dicha.
A partir de ahora, todo sucederá como si ya no pudiese aprender más
con ayuda de la misma inteligencia que le ha servido hasta
entonces, como si la relación autónoma del aprendizaje con la
verificación le fuese a partir de ahora ajena. Entre el uno y la
otra, se ha establecido ahora una opacidad. Se trata de comprender y sólo esta palabra lanza un velo sobre
cualquier cosa: comprender es eso que el
niño no puede hacer sin las explicaciones de un maestro. Y pronto
tendrá tantos maestros como materias para comprender, impartidas en
un cierto orden progresivo. Se añade la circunstancia extraña de
que estas explicaciones, desde que comenzó la era del progreso, no
dejan de perfeccionarse para explicar mejor, para hacer comprender
mejor, para aprender mejor a aprender, sin que podamos medir nunca
un perfeccionamiento correspondiente en la susodicha comprensión.
Más aún, comienza a formarse el triste rumor que no cesará de
amplificarse, el de una reducción continua de la eficacia del
sistema explicativo, el cual necesita obviamente de un nuevo
perfeccionamiento para convertir las explicaciones en más
comprensibles para aquellos que no las comprenden…
La revelación que se apoderó de Joseph Jacotot se concentra
en esto: es necesario invertir la lógica del sistema explicador. La
explicación no es necesaria para remediar una incapacidad de
comprensión. Todo lo contrario, esta incapacidad es la ficción que estructura la
concepción explicadora del mundo. El explicador es el que necesita
del incapaz y no al revés, es él el que constituye al incapaz como
tal. Explicar alguna cosa a alguien, es primero demostrarle que no
puede comprenderla por sí mismo. Antes de ser el acto del pedagogo,
la explicación es el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo
dividido en espíritus sabios y espíritus ignorantes, espíritus
maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y estúpidos
La trampa del explicador consiste en este doble gesto inaugural.
Por un lado, es él quien decreta el comienzo absoluto: sólo ahora
va a comenzar el acto de aprender. Por otro lado, sobre todas las
cosas que deben aprenderse, es él quien lanza ese velo de la
ignorancia que luego se encargará de levantar. Hasta que él llegó,
el niño tanteó a ciegas, adivinando. Ahora es cuando va a aprender.
Oía las palabras y las repetía. Ahora se trata de leer y no
entenderá las palabras si no entiende las sílabas, las sílabas si
no entiende las letras que ni el libro ni sus padres podrían
hacerle entender, tan sólo puede la palabra del maestro. El mito
pedagógico, decíamos, divide el mundo en dos. Pero es necesario
decir más precisamente que divide la inteligencia en dos. Lo que
dice es que existe una inteligencia inferior y una inteligencia
superior. La primera registra al azar las percepciones, retiene,
interpreta y repite empíricamente, en el estrecho círculo de las
costumbres y de las necesidades. Esa es la inteligencia del niño
pequeño y del hombre del pueblo. La segunda conoce las cosas a
través de la razón, procede por método, de lo simple a lo complejo,
de la parte al todo. Es ella la que permite al maestro transmitir
sus conocimientos adaptándolos a las capacidades intelectuales del
alumno y la que permite comprobar que el alumno ha comprendido bien
lo que ha aprendido. Tal es el principio de la explicación. Tal
será en adelante para Jacotot el principio del
atontamiento.
Entendámoslo bien y, para eso, expulsemos de nuestra mente
las imágenes conocidas. El atontador no es el viejo maestro obtuso
que llena la cabeza de sus alumnos de conocimientos indigestos, ni
el ser maléfico que utiliza la doble verdad para garantizar su
poder y el orden social. Al contrario, el maestro atontador es
tanto más eficaz cuanto es más sabio, más educado y más de buena
fe. Cuanto más sabio es, más evidente le parece la distancia entre
su saber y la ignorancia de los ignorantes. Cuanto más educado
está, más evidente le parece la diferencia que existe entre tantear
a ciegas y buscar con método, y más se preocupará en substituir con
el espíritu a la letra, con la claridad de las explicaciones a la
autoridad del libro. Ante todo, dirá, es necesario que el alumno
comprenda, y por eso hay que explicarle cada vez mejor. Tal es la
preocupación del pedagogo educado: ¿comprende el pequeño? No
comprende. Yo encontraré nuevos modos para explicarle, más
rigurosos en su principio, más atractivos en su forma. Y comprobaré
que comprendió.
Noble preocupación. Desgraciadamente, es justamente esa
pequeña palabra, esa consigna de los educados -comprender- la que produce todo el mal. Es la que
frena el movimiento de la razón, la que destruye su confianza en sí
misma, la que la expulsa de su propio camino rompiendo en dos el
mundo de la inteligencia, instaurando la separación entre el animal
que busca ciegas y el joven educado, entre el sentido común y la
ciencia. Desde que se pronunció esta consigna de la dualidad, todo
perfeccionamiento en la manera de hacer
comprender, esa gran preocupación de los metodistas y de los
progresistas, es un progreso hacia el atontamiento. El niño que
balbucea bajo la amenaza de los golpes obedece a la férula, y ya
está: aplicará su inteligencia para otra cosa. Pero el pequeño
explicado, él, empleará su inteligencia en
ese trabajo de duelo: com-prender, es decir, comprender que no
comprende si no se le explica. Ya no está bajo la férula que le
somete, está en la jerarquía del mundo de las inteligencias. Por lo
demás, está tranquilo como el otro: si la solución del problema es
demasiado difícil de buscar, tendrá la suficiente inteligencia para
abrir bien los ojos. El maestro es vigilante y paciente. Verá que
el pequeño ya no le sigue, volverá a ponerlo en el camino
explicándole nuevamente. Así el pequeño adquiere una nueva
inteligencia, la de las explicaciones del maestro. Más tarde él
también podrá ser a su vez explicador. Posee los mecanismos. Pero
los mejorará: será hombre de progreso.