El poder del ignorante
Empecemos por tranquilizar al
contradictor: no se hará del ignorante el depositario de la ciencia
infusa, sobre todo no de una ciencia del pueblo que se opondría a
la de los sabios. Es necesario ser sabio para juzgar los resultados
del trabajo, para comprobar la ciencia del alumno. El ignorante
hará menos y más a
la vez. No verificará lo que ha encontrado el alumno, comprobará lo
que ha buscado. Juzgará si ha prestado atención. Ahora bien basta
con ser hombre para juzgar el trabajo realizado. Del mismo modo que
el filósofo «reconocía» los pasos del hombre en las líneas sobre la
arena, la madre sabe ver «en los ojos, en todos los rasgos de su
hijo, cuando hace un trabajo cualquiera, cuando muestra las
palabras de una frase, si está atento en lo que hace»[14]. Lo que el maestro ignorante debe
exigir de su alumno es que le pruebe que ha estudiado atentamente.
¿Es poca cosa? Vean pues todo lo que esta exigencia implica de
tarea interminable para el alumno. Vean también la inteligencia que
eso puede darle al examinador ignorante: «Quién impide a esta madre
ignorante pero emancipada que se dé cuenta siempre que pregunta
dónde está Padre si el niño muestra siempre
la misma palabra; quién le impide ocultar esta palabra, y
preguntarle: ¿qué palabra hay bajo de mi dedo? Etc,
etc.»[15]
Imagen piadosa, consejo de vieja…
Así lo juzgó el portavoz oficial de la tribu explicativa: «Se puede enseñar lo que se ignora es una máxima
casera.»[16] Se responderá que
la «intuición maternal» no ejerce aquí ningún privilegio doméstico.
Ese dedo que oculta la palabra Padre, es el
mismo que está en Calipso, la oculta o la
astuta: la marca de la inteligencia humana, la astucia más
elemental de la razón – la verdadera, la que es propia de cada uno
y común a todos, esa razón que se manifiesta de modo ejemplar allí
donde el conocimiento del ignorante y la ignorancia del maestro, al
igualarse, hacen la demostración de los poderes de la igualdad
intelectual. «El hombre es un animal que sabe distinguir muy bien
cuando el que habla no sabe lo que dice… Esta capacidad es el
vínculo que une a los hombres.»[17] El trabajo del maestro ignorante
no es otorgar un simple medio que permite al pobre que no tiene
tiempo, ni dinero, ni saber, hacer la instrucción de sus hijos. Es
la experiencia crucial que libera los verdaderos poderes de la
razón allí donde la ciencia no le presta más ayudas. Lo que un
ignorante puede una vez, todos los ignorantes lo pueden siempre. Ya
que no hay jerarquía en la ignorancia. Y lo que los ignorantes y
los sabios pueden comúnmente es lo que podemos llamar el poder del
ser inteligente como tal.
El poder de la igualdad es, al
mismo tiempo, el de la dualidad y el de la comunidad. No existe
inteligencia allí donde existe agregación, atadura de un espíritu a otro espíritu. Existe
inteligencia allí donde cada uno actúa, cuenta lo que hace y da los
medios para comprobar la realidad de su acción. La cosa común,
colocada entre las dos inteligencias, es la prueba de esa igualdad,
y eso con un título doble. Una cosa material es, en primer lugar,
«el único puente de comunicación entre dos espíritus».[18] El puente es paso, pero también
distancia mantenida. La materialidad del libro pone a dos espíritus
a una distancia que los mantiene como iguales, mientras que la
explicación es aniquilación de uno por el otro. Pero también la
cosa es una instancia siempre disponible para la comprobación
material: el arte del examinador ignorante es el de «conducir lo
examinado a los objetos materiales, a las frases, a las palabras
escritas en un libro, a una cosa que él
pueda comprobar con sus sentidos».[19] El examinado siempre está sujeto a
una verificación en el libro abierto, en la materialidad de cada
palabra, en la curva de cada signo. La cosa, el libro, rechaza a su
vez la trampa de la incapacidad y la del saber. Esta es la razón
por la que el maestro ignorante podrá, cuando tenga la ocasión,
extender su competencia hasta comprobar no la ciencia del señorito
instruido sino la atención que presta a lo que dice y a lo que
hace. «Ustedes también pueden, a través de este medio, hacer un
favor a uno de sus vecinos que se encuentra, por circunstancias
independientes a su voluntad, forzado a enviar a su hijo al
colegio. Si el vecino les ruega que comprueben la ciencia del joven
colegial, no se sentirán cohibidos ante esta petición, aunque no
hayan hecho estudios. – ¿Qué está usted aprendiendo, mi pequeño
amigo? – dirán ustedes al niño-. – El griego. – ¿Qué? – Esopo. –
¿Qué? – Las Fábulas. – ¿Cuál sabe usted? – La primera. – ¿Dónde
esta la primera palabra? – Aquí está. – Dé me su libro. Recíteme la
cuarta palabra. Escríbala. Lo que usted ha escrito no se parece a
la cuarta palabra del libro. Vecino, el niño no sabe lo que dice
que sabe. Es una prueba de falta de atención estudiando o indicando
lo que pretende saber. Aconséjele estudiar, volveré de nuevo y les
diré si aprende el griego que yo ignoro, yo que ni siquiera sé
leer.»[20]
De este modo el maestro ignorante puede instruir tanto al sabio como al ignorante:
comprobando que busca continuamente. Quien busca siempre encuentra.
No encuentra necesariamente lo que busca, menos aún lo que
es necesario encontrar. Pero encuentra algo
nuevo para relacionar con la cosa que ya
conoce. Lo esencial es esta vigilancia continua, esta atención que
no se relaja nunca sin que se instale la sinrazón -esa en la que el
sabio sobresale tanto como el ignorante-. Maestro es el que
mantiene al que busca en su rumbo, ese
rumbo en el que cada uno está solo en su búsqueda y en el que no
deja de buscar.