La pasión de la desigualdad
Entonces, a la distracción por la
cual la inteligencia consiente al destino de la materia podemos
asignarle como causa una única pasión: el menosprecio, la pasión de
la desigualdad. No es el amor a la riqueza ni a ningún bien lo que
pervierte la voluntad, es la necesidad de pensar bajo el signo de
la desigualdad. Hobbes hizo al respecto un poema más atento que el de Rousseau: el mal social no proviene
del primero al que se le ocurrió decir: «Esto es mío»; proviene del
primero al que se le ocurrió decir: «Tú no eres mi igual.» La
desigualdad no es la consecuencia de nada, es una pasión primitiva;
o, más exactamente, no tiene otra causa que la igualdad. La pasión
por la desigualdad es el vértigo de la igualdad, la pereza ante la
tarea infinita que ésta exige, el miedo ante lo que un ser
razonable se debe a sí mismo. Es más fácil compararse, establecer el intercambio social como
ese trueque de gloria y de menosprecio donde cada uno recibe una
superioridad como contrapartida de la inferioridad que confiesa.
Así la igualdad de los seres razonables vacila en la desigualdad
social. Para continuar en la metáfora de nuestra cosmología,
diremos que es la pasión de la preponderancia la que ha sometido a la voluntad
libre al sistema material de la gravedad, la que ha hecho caer al
espíritu en el mundo ciego de la gravitación. Es la sinrazón de la
desigualdad la que hace al individuo renunciar a sí mismo, a la
inconmensurable inmaterialidad de su esencia, y engendra la
agregación como hecho así como el reino de la ficción colectiva. El
amor a la dominación obliga a los hombres a protegerse unos y otros
dentro de un orden por convención, el cual no puede ser razonable
ya que está hecho de la sinrazón de cada uno, de esa sumisión a la
ley de otro que entraña fatalmente el deseo de serle superior.
«Este ser de nuestra imaginación que llamamos el género humano está
constituido por la locura de cada uno de nosotros sin participar de
nuestra sabiduría individual.»[67]
No acusemos pues la necesidad ciega
o el destino infeliz del alma encerrada en un cuerpo de lodo y
sometida a la divinidad maléfica de la materia. No hay ni divinidad
maléfica, ni masa fatal, ni mal radical. Existe solamente esta
pasión o esta ficción de la desigualdad que desarrolla sus
consecuencias. Ésta es la razón por la cual se puede describir la
sumisión social de dos maneras aparentemente contradictorias. Se
puede afirmar que el orden social está sometido a una necesidad
material irrevocable, que rueda como los planetas según leyes
eternas que ningún individuo puede cambiar. Pero también se puede
afirmar que tal orden social sólo es una ficción. Todo lo que es
género, especie, sociedad, no tiene realidad alguna. Sólo los
individuos son reales, sólo ellos tienen una voluntad y una
inteligencia, y todo el orden que los somete al género humano, a
las leyes de la sociedad y a las distintas autoridades, no es más
que una creación de la imaginación. Estas dos maneras de hablar
vienen a ser lo mismo: es la sinrazón de cada uno la que crea y
recrea sin cesar esa masa aplastante o esa ficción ridícula a la
cual todo ciudadano debe someter su voluntad, pero también a la que
cada hombre tiene los medios para sustraer su inteligencia. «Lo que
hacemos y lo que decimos, tanto en el foro como en la tribuna, así
como en la guerra, está regulado por suposiciones. Todo es ficción:
sólo la conciencia y la razón de cada uno de nosotros es
invariable. Por otra parte, el estado de sociedad está fundado
sobre estos principios. Si el hombre obedeciese a la razón, a las
leyes, a los magistrados, todo sería inútil; pero las pasiones lo
arrastran: se rebela, se le castiga de una manera muy humillante.
Cada uno de nosotros se encuentra forzado a buscar en uno el apoyo
contra otro (…). Es evidente que en el momento en el cual los
hombres se unen en sociedad para buscar protección unos contra
otros, esta necesidad recíproca anuncia una alienación de la razón
que no promete ningún resultado razonable. ¡Qué puede hacer mejor
la sociedad sino encadenarnos al estado infeliz en el que nos
arrojamos nosotros mismos!»[68]
De este modo, el mundo social no es simplemente el mundo de
la no-razón, es el de la sinrazón, es decir, el de una actividad de
la voluntad pervertida, poseída por la pasión de la desigualdad.
Los individuos, al conectarse los unos a
los otros en la comparación, reproducen
continuamente esta sinrazón, este atontamiento que las
instituciones codifican y que los explicadores solidifican en los
cerebros. Esta producción dé la sinrazón es un trabajo en el que
los individuos emplean tanto arte y tanta inteligencia como lo
harían para la comunicación razonable de las obras de su espíritu.
Simplemente este trabajo es un trabajo de duelo. La guerra es la
ley del orden social. Pero bajo ese nombre de guerra, no imaginamos
ninguna fatalidad de las fuerzas materiales, ningún
desencadenamiento de las hordas dominadas por instintos bestiales.
La guerra, como toda obra humana, es en primer lugar acto de
palabra. Pero esta palabra rechaza ese halo de ideas radiantes del
contratraductor que suscita otra inteligencia y otro discurso. La
voluntad no se dedica ya a adivinar y a hacerse adivinar. Ella se
da como fin el silencio del otro, la ausencia de réplica, la caída
de los espíritus en la agregación material del
consentimiento.
La voluntad pervertida no deja de emplear la inteligencia,
pero sobre la base de una distracción
fundamental. Acostumbra a la inteligencia a ver sólo lo que contribuye a la preponderancia, lo
que sirve para anular a las otras inteligencias. El universo de la
sinrazón social está compuesto por voluntades servidas por
inteligencias. Pero cada una de estas voluntades se da como trabajo
destruir otra voluntad impidiendo a otra inteligencia ver. Y
sabemos que este resultado no es difícil de conseguir. Basta con
dejar actuar la radical exterioridad del orden del lenguaje con el
de la razón. La voluntad razonable, guiada por su vínculo distante
con la verdad y por su voluntad de hablar a su semejante,
controlaba dicha exterioridad y la recobraba por la fuerza de la
atención. La voluntad distraída, salida de la vía de la igualdad,
la utilizará en sentido contrario, de un modo retórico, para
precipitar la agregación de los espíritus, su caída en el universo
de la atracción material.