La palabra sobre Aventino
Respondamos en primer lugar que lo
peor no siempre es lo seguro puesto que, en todo orden social, es
posible que todos los individuos sean razonables. La sociedad no lo
será nunca, pero puede conocer el milagro de momentos de la razón
que no son los de la coincidencia de las inteligencias -esto sería
atontamiento- sino el del reconocimiento recíproco de las
voluntades razonables. Cuando el Senado desrazonaba, hicimos coro
con Appius Claudius. Era el modo de acabar más rápido, de llegar
antes a la escena de Aventino. El que habla ahora es Menenius
Agrippa. Y poco importa el detalle de lo que dice a los plebeyos.
Lo esencial es que les habla y que ellos escuchan; que ellos le
hablan y que él les entiende. Les habla de miembros y de estómago,
y eso quizás no es muy adulador. Pero lo que les significa es la
igualdad de los seres hablantes, su capacidad de comprender en
cuanto se reconocen como igualmente marcados por el signo de la
inteligencia. Les dice que ellos son estómagos -eso se deduce del
arte que se aprende estudiando y repitiendo, descomponiendo y
recomponiendo los discursos de los otros-, diciéndolo
anacrónicamente: eso se deduce de la enseñanza universal. Pero les
habla como a hombres, y, al mismo tiempo, hace hombres: esto se
deduce de la emancipación intelectual. En el momento en que la
sociedad amenaza con romperse por su propia locura, la razón se
convierte en acción social salvadora ejerciendo la totalidad de su
propio poder, el de la igualdad reconocida de los seres
intelectuales.
Valía la pena haber estado tanto tiempo, y aparentemente tan
inútilmente, guardando su razón y aprendiendo de Appius Claudius el
arte de desrazonar mejor que él, por este momento de la guerra
civil desactivada, por este momento del poder reconquistado y
victorioso de la razón.
Hay una vida de la razón que puede seguir siendo fiel a sí
misma en la sinrazón social y producir ahí efecto. Es aquí donde
hay que trabajar. El que sabe, con la misma atención, componer,
para la necesidad de la causa, las diatribas de Appius Claudius o
las fábulas de Menenius Agrippa, es un alumno de la enseñanza
universal. El que reconoce reconoce, con Menenius Agrippa, que todo
hombre nació para comprender lo que cualquier otro hombre tiene que
decirle, conoce la emancipación intelectual.
Esos encuentros felices son pocos,
dicen los impacientes o los satisfechos. Y es una vieja historia,
esa de Aventino. Pero al mismo tiempo, precisamente, otras voces se
hacen oír, voces muy diferentes, para afirmar que Aventino es el
principio de nuestra historia, la del conocimiento de sí que hace
de los plebeyos de ayer y de los proletarios de hoy hombres capaces
de todo lo que puede un hombre. En París, otro soñador excéntrico,
Pierre-Simon Ballanche, cuenta a su manera el mismo relato de
Aventino y lee en él la misma ley proclamada, la de la igualdad de
los seres hablantes, la de la potencia adquirida por aquellos que
se reconocen marcados por el signo de la inteligencia y se
convierten así en capaces de inscribir un nombre en el cielo. Y él
hizo esta extraña profecía: «La historia romana, tal como nos ha
aparecido hasta ahora, después de haber regulado una parte de
nuestro destino, después de haber entrado, bajo una forma, en la
composición de nuestra vida social, de nuestras costumbres, de
nuestras opiniones, de nuestras leyes, viene, bajo otra forma, a
regular nuestros pensamientos nuevos, los que deben entrar en la
composición de nuestra vida social futura.»[87] En los talleres de París o Lyon,
algunas cabezas soñadoras oyen este relato y lo repiten a su
manera.
Sin duda, es un sueño esta profecía de la nueva era. Pero
esto no es un sueño: siempre se puede, en el fondo mismo de la
locura desigualitaria, verificar la igualdad de las inteligencias y
que esta verificación tenga efecto. La victoria de Aventino es bien
real. Y sin duda no está dónde se la piensa. Los tribunos que la
plebe ganó desrazonaron como los otros. Pero que cualquier plebeyo
se sienta hombre, que se crea capaz, que crea a su hijo y a
cualquier otro de ejercer las prerrogativas de la inteligencia, eso
no es nada. No puede haber ahí partido de
emancipados, asamblea o sociedad emancipada. Pero todo hombre puede
siempre, en cualquier momento, emanciparse y emancipar a otro,
anunciar a los otros la buena nueva y
aumentar el número de los hombres que se conocen como tales y ya no
juegan más a la comedia de los superiores inferiores. Una sociedad,
un pueblo, un Estado, serán siempre desrazonables. Pero se puede
multiplicar el número de hombres que harán, como individuos, uso de
la razón, y sabrán, como ciudadanos, encontrar el arte de
desrazonar lo más razonablemente posible.
Ya podemos decirlo, y hay que
decirlo: «Si cada familia hiciese lo que digo, la nación estaría
muy pronto emancipada, no por la emancipación que los sabios
ofrecen, por sus explicaciones al alcance de las inteligencias del pueblo, sino por
la emancipación que se toma, incluso contra los sabios, cuando uno
se instruye por sí mismo.»[88]