Pero ahí esta el salto más difícil. Todo el mundo practica
este método si le es preciso pero nadie quiere reconocerlo, nadie
quiere enfrentarse con la revolución intelectual que significa. El
círculo social, el orden de las cosas, prohíbe que sea reconocido
como lo que es: el verdadero método por el cual cada uno aprende y
toma conciencia de su capacidad. Es necesario atreverse a
reconocerlo y proseguir la verificación abierta de su poder. En caso contrario el método de
la impotencia, el Viejo, durará tanto como el orden de las
cosas.
¿Quién querría empezar? En esa época había todo tipo de
hombres de buena voluntad que se preocupaban por la instrucción del
pueblo: hombres de orden que querían elevar al pueblo por encima de
sus apetitos brutales; hombres revolucionarios que querían conducir
al pueblo a la conciencia de sus derechos; hombres de progreso que
deseaban, a través de la instrucción, reducir la distancia entre
las clases; hombres de industria que soñaban con proporcionar, a
través de ella, a las mejores inteligencias del pueblo los medios
para la promoción social. Pero todas estas buenas intenciones
encontraban un obstáculo: los hombres del pueblo tienen poco tiempo
y aún menos dinero para esta adquisición. Por eso se buscaba el
medio más económico para difundir el mínimo de instrucción
considerada, según los casos, necesaria y suficiente para la mejora
de las poblaciones trabajadoras. Entre los progresivos y los
industriales existía un método con prestigio, la enseñanza mutua.
Permitía reunir en un extenso local a un gran número de alumnos
divididos en escuadras, dirigidas por los más avanzado de ellos,
promovidos al rango de monitores. De esta manera, la dirección y la
lección del maestro irradiaban, por el conducto de estos monitores,
sobre toda la población a instruir. Tal imagen complacía a los
amigos del progreso: es así como la ciencia se reparte desde las
cumbres hasta las más modestas inteligencias. La felicidad y la
libertad descenderían después.
Esta clase de progreso, para Jacotot, traslucía represión.
Adiestramiento perfeccionado, decía. Soñaba
con otra cosa para el lema de la instrucción mutua: que cada
ignorante pudiera hacerse para otro ignorante el maestro que le
revelaría su poder intelectual. Más exactamente, su problema no era
la instrucción del pueblo: se instruye a
los reclutas a los que se alista bajo su bandera, a los subalternos
que deben poder comprender las órdenes, al pueblo que se quiere
gobernar -de manera progresiva, se entiende, sin derecho divino y
según la única jerarquía de las capacidades-.
Su problema era la emancipación: que
todo hombre del pueblo pueda concebir su dignidad de hombre, tomar
conciencia de su capacidad intelectual y decidir su uso. Los
partidarios de la Instrucción aseguraban que ésa era la condición
de una verdadera libertad. Después de lo cual reconocían que debían
instruir al pueblo, y se ponían a discutir sobre qué tipo de
instrucción tenían que darle. Jacotot no veía qué libertad podía
resultar para el pueblo de los deberes de sus instructores. Todo lo
contrario, pensaba que el asunto era una nueva forma de
atontamiento. Quien enseña sin emancipar atonta. Y quien emancipa
no ha de preocuparse de lo que el emancipado debe aprender.
Aprenderá lo que quiera, quizá nada. Sabrá que puede aprender
porque la misma inteligencia actúa en todas
las producciones del arte humano, que un hombre siempre puede
comprender la palabra de otro hombre. El editor de Jacotot tenía un
hijo débil mental. Se desesperaba al no poder hacer nada con él.
Jacotot le enseñó el hebreo. Después el niño se convirtió en un
excelente litógrafo. El hebreo, eso es evidente, no le sirvió nunca
para nada -tan solo para saber lo que ignorarían siempre las
inteligencias mejor dotadas y más informadas: no se trataba del hebreo.
Las cosas estaban claras: éste no era un método para instruir
al pueblo, era una buena nueva que debía
anunciarse a los pobres: ellos podían todo lo que puede un hombre.
Bastaba con anunciarlo. Jacotot decidió
dedicarse a ello. Declaró que se puede enseñar lo que se ignora y
que un padre de familia, pobre e ignorante, puede, si está
emancipado, realizar la educación de sus hijos, sin la ayuda de
ningún maestro explicador. E indicó el medio de esta enseñanza universal: aprender alguna cosa y relacionar
con ella todo el resto según este principio: todos los hombres
tienen una inteligencia igual.
Se conmovieron en Lovaina, en Bruselas y en La Haya; se
trasladaron de París y Lyon; vinieron de Inglaterra y Prusia para
escuchar la noticia; se la llevó a San Petersburgo y a Nueva
Orleáns. El impacto llegó hasta Río de Janeiro. Durante algunos
años la polémica hizo furor y la República del saber tembló sobre
sus bases.
Todo eso porque un hombre de espíritu, un sabio prestigioso y
un padre de familia virtuoso se había vuelto loco, a consecuencia
de no saber holandés.