La razón y el lenguaje


La verdad no se dice. Ella es una y el lenguaje divide, ella es necesaria y los lenguajes son arbitrarios. Esta tesis de la arbitrariedad de las lenguas es, antes incluso de la proclamación de la enseñanza universal, aquello por lo que a la enseñanza de Jacotot se la señala como objeto de escándalo. Su curso inaugural en Lovaina había tomado por tema esta cuestión, heredada del siglo XVIII de Diderot y del abad Batteux: la construcción «directa», la que coloca el nombre delante del verbo y el atributo, ¿es la construcción natural? Y los escritores franceses, ¿tienen derecho a considerar esta construcción como un signo de la superioridad intelectual de su lengua? Jacotot zanjaba la cuestión con una negativa. Con Diderot, juzgaba el orden «invertido» tanto y quizá más natural que el orden dicho natural, y creía también que el lenguaje del sentimiento era anterior al del análisis. Pero sobre todo desafiaba la idea misma de un orden natural y las jerarquías que dicho orden podía inducir. Todos los lenguajes eran igualmente arbitrarios. No existía lenguaje de la inteligencia, lenguaje más universal que los otros.


La replica no tardó en llegar. En el número siguiente de El Observador Belga, revista literaria de Bruselas, un joven filósofo, Van Meenen, denunciaba esa tesis como una garantía teórica otorgada a la oligarquía. Cinco años más tarde, después de la publicación de la Lengua materna, también se irritaba un joven jurista próximo a Van Meenen que había seguido e incluso publicado los cursos de Jacotot. En su Ensayo sobre el libro del Señor Jacotot, Jean Sylvain Van de Weyer recrimina, a este profesor de francés que, después de Bacon, Hobbes, Locke, Harris, Condillac, Dumarsais, Rousseau, Destutt de Tracy y Bonald, se atreva aún a mantener que el pensamiento es anterior al lenguaje.

La posición de estos jóvenes y ardientes adversarios es fácil de entender. Representan a la Bélgica joven, patriota, liberal y francófona, en estado de insurrección intelectual contra la dominación holandesa. Destruir la jerarquía de los lenguajes y la universalidad de la lengua francesa es para ellos dar una prima a la lengua de la oligarquía holandesa, la lengua atrasada de la fracción menos civilizada y también la lengua secreta del poder. Simultáneamente, el Correo del Mosa acusará al «método Jacotot» de llegar en el momento preciso para imponer con facilidad la lengua y la civilización -entre comillas- holandesas. Pero existe algo más profundo que eso. Estos jóvenes defensores de la identidad belga y la patria intelectual francesa habían leído, también ellos, las Investigaciones filosóficas del vizconde de Bonald. Y habían retenido una idea fundamental: la analogía entre las leyes de la lengua, las leyes de la sociedad y las leyes del pensamiento, su unidad de principio en la ley divina. Sin duda se apartan en otros aspectos del mensaje filosófico y político del vizconde. Ellos quieren una monarquía nacional y constitucional, y quieren que el espíritu encuentre libremente en sí mismo las grandes verdades metafísicas, morales y sociales inscritas por la divinidad en el corazón de cada uno. Su estrella filosófica es un joven profesor de París llamado Victor Cousin. En la tesis de la arbitrariedad de las lenguas ven a la irracionalidad introducirse en el corazón de la comunicación, así como sobre ese camino del descubrimiento de lo verdadero en el cual la meditación del filósofo debe comulgar con el sentido común del hombre del pueblo. En la paradoja del lector de Lovaina, ven perpetuado el vicio de esos filósofos que «en sus ataques frecuentemente han confundido, bajo el nombre de prejuicios, tanto los errores funestos de los que han descubierto no lejos de ellos la cuna, como las verdades fundamentales que relacionaban con el mismo origen, porque el verdadero origen les permanecía oculto en profundidades inaccesibles al bisturí de la argumentación y al microscopio de una metafísica verborreica, y donde desde hacía mucho tiempo se habían olvidado bajar y guiarse con la única claridad de un sentido recto y de un corazón sencillo».[45]


El hecho es el siguiente: Jacotot no quiere volver a aprender esa clase de aproximaciones. No entiende las frases en cascada de ese sentido recto y de ese corazón sencillo. No quiere más esa libertad temerosa que se garantiza en el acuerdo de las leyes del pensamiento con las leyes de la lengua y las de la sociedad. La libertad no se asegura con ninguna armonía preestablecida. Se toma, se gana y se pierde con el esfuerzo único de cada uno. Y no existe razón que garantice que se encuentra ya escrita en las construcciones de la lengua y en las leyes de la ciudad. Las leyes de la lengua no tienen nada que ver con la razón, y las leyes de la ciudad tienen todo que ver con la sinrazón. Si existe ley divina, es el pensamiento en sí mismo, en su veracidad mantenida, su único testimonio. El hombre no piensa porque habla -esto sería precisamente someter el pensamiento al orden material existente-, el hombre piensa porque existe.

Queda que el pensamiento debe decirse, manifestarse a través de las obras, comunicarse a otros seres pensantes. Y debe hacerlo a través de lenguajes con significaciones arbitrarias. Pero no hay porqué ver ahí un obstáculo a la comunicación. Eso solamente lo ven los perezosos, los que se asustan ante la idea de esta arbitrariedad y ven en ella la tumba de la razón. Sin embargo es todo lo contrario, es porque no hay código otorgado por la divinidad, porque no hay lenguaje del lenguaje, que la inteligencia humana emplea todo su arte en hacerse comprender y en comprender lo que la inteligencia vecina le significa. El pensamiento no se dice en verdad, se expresa en veracidad. Se divide, se dice, se traduce para otro que se hará otro relato, otra traducción, con una única condición: la voluntad de comunicar, la voluntad de adivinar lo que el otro ha pensado y que nada, fuera de su relato, garantiza, y que ningún diccionario universal dice cómo debe ser comprendido. La voluntad adivina la voluntad. Es en este esfuerzo común donde adquiere sentido la definición del hombre como una voluntad servida por una inteligencia. «Pienso y quiero comunicar mi pensamiento, inmediatamente mi inteligencia emplea con arte signos cualesquiera, los combina, los compone, los analiza y he aquí una expresión, una imagen, un hecho material que será a partir de ahora para mí el retrato de un pensamiento, es decir, de un hecho inmaterial. Cada vez que vea ese retrato me recordará mi pensamiento y pensaré sobre él. Puedo pues hablarme a mí mismo cuando quiero. Sin embargo, un día me encuentro frente a frente con otro hombre, repito, en su presencia, mis gestos y mis palabras y, si quiere, va a adivinarme (…) ahora bien no se puede convenir con palabras el significado de las palabras. Uno quiere hablar, otro quiere adivinar, y eso es todo. De este concurso de voluntades resulta un pensamiento visible para dos hombres al mismo tiempo. En primer lugar existe inmaterialmente para uno, después se lo dice a sí mismo, le da una forma para su oído o para sus ojos, finalmente quiere que esta forma, que este ser material, reproduzca para otro hombre el mismo pensamiento originario. Estas creaciones o, si se quiere, estas metamorfosis, son el efecto de dos voluntades que se ayudan mutuamente. Así el pensamiento se convierte en palabra, después esta palabra o esta expresión vuelve a ser pensamiento; una idea se hace materia y esta materia se hace idea; y todo esto es resultado de la voluntad. Los pensamientos vuelan de un espíritu a otro sobre el ala de la palabra. Cada expresión es enviada con la intención de llevar un único pensamiento, pero a espaldas del que habla y como a pesar suyo, esa palabra, esa expresión, esa larva, se fecunda por la voluntad del oyente; y la representante de una mónada se convierte en el centro de una esfera de ideas que proliferan en todos los sentidos, de tal modo que el hablante, además de lo que quiso decir, dijo realmente una infinidad de otras cosas; formó el cuerpo de una idea con tinta, y esta materia destinada a envolver misteriosamente un único ser inmaterial contiene realmente un mundo de esos seres, de esos pensamientos.»[46]


Quizá ahora se comprenda mejor la razón de los prodigios de la enseñanza universal: los recursos que pone a trabajar son simplemente los de una situación de comunicación entre dos seres razonables. La relación de dos ignorantes con el libro que no saben leer solamente radicaliza este esfuerzo constante por traducir y contratraducir los pensamientos en palabras y las palabras en pensamientos. Esta voluntad que preside la operación no es una receta de taumaturgo. Es el deseo de comprender y hacerse comprender sin el cual ningún hombre daría sentido a las materialidades del lenguaje. Hay que entender ese comprender en su verdadero sentido: no el ridículo poder de desvelar las cosas, sino la potencia de la traducción que enfrenta a un hablante con otro hablante. La misma potencia que permite al «ignorante» arrancar al libro «mudo» su secreto. No existe, contrariamente a la enseñanza del Fedro, dos clases de discurso de los que uno estaría privado del poder «de ayudarse él mismo» y condenado a decir estúpidamente siempre la misma cosa. Toda palabra, dicha o escrita, es una traducción que sólo tiene sentido en la contratraducción, en la invención de las causas posibles del sonido oído o de su rastro escrito: la voluntad de adivinar que se aferra a todos los indicios para saber lo que tiene que decirle un animal razonable que la considera como el alma de otro animal razonable.

Tal vez ahora se comprenda mejor este escándalo que hace del decir y del adivinar las dos operaciones principales de la inteligencia. Sin duda los decidores de la verdad y los espíritus superiores conocen otras maneras de transformar el espíritu en materia y la materia en espíritu. Se entiende que lo oculten a los profanos. Para éstos últimos, como para todo ser razonable, queda pues este movimiento de la palabra que es a la vez distancia conocida y sostenida respecto a la verdad, y conciencia de humanidad deseosa de comunicar con otros y de comprobar con ellos su semejanza. «El hombre está condenado a sentir y a callarse o, si quiere hablar, a hablar indefinidamente puesto que siempre tiene que rectificar en mayor o menor grado lo que acaba de decir (…) porque de cualquier cosa que diga, tiene que apresurarse a añadir: no es eso; y como la rectificación no es más plena que la primera declaración, se tiene, en este flujo y reflujo, un medio perpetuo de improvisación.»[47]


Improvisar es, se sabe, uno de los ejercicios canónicos de la enseñanza universal. Pero es, en primer lugar, el ejercicio de la virtud primera de nuestra inteligencia: la virtud poética. La imposibilidad de decir la verdad, a pesar de sentirla, nos hace hablar como poetas, narrar las aventuras de nuestro espíritu y comprobar que son entendidas por otros aventureros, comunicar nuestro sentimiento y verlo compartido por otros seres que también sienten. La improvisación es el ejercicio a través del cual el ser humano se conoce y se confirma en su naturaleza de ser razonable, es decir, de animal «que crea palabras, figuras, comparaciones, para contar lo que piensa a sus semejantes».[48] La virtud de nuestra inteligencia es menos saber que hacer. «Saber no es nada, hacer es todo.» Pero este hacer es básicamente acto de comunicación. Y, por eso, «hablar es la mejor prueba de la capacidad de hacer cualquier cosa».[49] En el acto de la palabra el hombre no transmite su conocimiento sino que poetiza, traduce, e invita a los otros a hacer lo mismo. Comunica como artesano: manipulando las palabras como herramientas. El hombre comunica con el hombre por la obra de sus manos así como por la de las palabras de su discurso: «Cuando el hombre actúa sobre la materia, las aventuras de este cuerpo se convierten en la historia de las aventuras de su espíritu.»[50] Y la emancipación del artesano es, en primer lugar, la reconquista de esta historia, la conciencia de que su actividad material es de la misma naturaleza del discurso. Comunica poetizando: como un ser que cree su pensamiento comunicable, su emoción susceptible de ser compartida. Esta es la razón por la cual la práctica de la palabra y la concepción de toda obra como discurso son, en la lógica de la enseñanza universal, un preliminar a todo aprendizaje. Es necesario que el artesano hable de sus obras para emanciparse; es necesario que el alumno habla del arte que quiere aprender. «Hablar de las obras de los hombres es el medio de conocer el arte humano.»[51]