El principio de veracidad
Hay dos mentiras fundamentales: la
del que declara digo la verdad y la de
aquél que afirma no puedo decir nada. El
ser racional que reflexiona sobre sí mismo sabe que estas dos
proposiciones carecen de valor. El primer hecho es la imposibilidad
de ignorarse uno mismo. El individuo no puede mentirse, pero puede
olvidarse. «No puedo» es así una frase de olvido de sí mismo, de
donde el individuo razonable se ha retirado. Ningún genio maligno
puede interponerse entre la conciencia y su acto. Pero también
debemos darle la vuelta al proverbio socrático. Nadie es malo voluntariamente, declaraba. Nosotros
por el contrario diremos: «Toda burrada viene del vicio.»[41] Nadie está en el error si no es
por maldad, es decir, por pereza, por deseo de no oír hablar más de
lo que un ser razonable se debe a sí mismo. El principio del mal no
está en un conocimiento erróneo del bien que es el fin de la
acción. Está en la infidelidad a uno mismo. Conócete a ti mismo no quiere decir ahora, a la
manera platónica: conoce dónde está tu bien. Quiere decir: vuelve a
ti, a aquello que en ti no puede engañarte. Tu impotencia sólo es
pereza para avanzar. Tu humildad tan solo es temor orgulloso a
tropezar bajo la mirada de los otros. Tropezar no es nada; el mal
está en divagar, en salir del propio rumbo, en no prestar ya
atención a lo que se dice, en olvidar lo que se es. Ve entonces por
tu camino.
Este principio de veracidad está en
el centro de la experiencia emancipadora. No es la llave de ninguna
ciencia, sino la relación privilegiada de cada uno con la verdad,
aquello que lo encamina, lo que lo lanza como buscador. Este
principio es el fundamento moral del poder de conocer. Es también
un pensamiento propio de los tiempos, un fruto de la meditación
sobre la experiencia revolucionaria e imperial de esta fundación
ética del poder mismo de conocer. Pero la mayoría de los pensadores
de la época lo entiende a la inversa de Jacotot. Para ellos, la
verdad que exige el asentimiento intelectual se identifica como el
lugar que mantiene unidos a los hombres. La verdad es lo que
agrupa; el error es desgarramiento y soledad. La sociedad, su
institución, el objetivo que persigue, eso es lo que define la
voluntad con la que el individuo debe identificarse para conseguir
una percepción justa. Así razonan Bonald el teócrata y, detrás de
él, Buchez el socialista o Auguste Comte, el positivista. Menos
severos son los eclécticos con su sentido común y sus grandes
verdades escritas en el corazón de cada uno, filósofo o zapatero
remendón. Pero todos son hombres de agregación. Y Jacotot corta
ahí. Que se diga, si se quiere, que la verdad agrupa. Pero lo que
agrupa a los hombres, lo que los une, es la
no agregación. Expulsemos la representación de este cemento social
que petrifica las cabezas pensantes de la edad postrevolucionaria.
Los hombres están unidos porque son hombres, es decir, seres
distantes. La lengua no los reúne. Por el
contrario, es su arbitrariedad la que, forzándolos a traducir, los
une en el esfuerzo -pero también en la comunidad de inteligencia:
el hombre es un ser que sabe muy bien cuando el que habla no sabe
lo que dice.
La verdad no asocia a los hombres.
No se da a ellos. Existe independientemente de nosotros y no se
somete al fraccionamiento de nuestras frases. "La verdad existe por
sí misma, existe lo que existe y no lo que se dice. Decir depende
del hombre; pero la verdad no depende de él".[42] Ahora bien, no por ello la verdad
nos resulta extranjera y no estamos exiliados de su país. La
experiencia de veracidad nos une a su
centro ausente, nos hace girar alrededor de su núcleo. En primer
lugar podemos ver y mostrar las verdades. Así pues, «he enseñado lo
que ignoro» es una verdad. Es el nombre de un hecho que ha
existido, que puede reproducirse. En cuanto a la razón de este
hecho, es de momento una opinión y quizá lo será siempre. Pero, con
esta opinión, giramos alrededor de la verdad, de hechos en hechos,
de relaciones en relaciones, de frases en frases. Lo esencial es no
mentir, no decir que se ha visto cuando se han tenido los ojos
cerrados, no contar otra cosa que lo que se ha visto, no creer que
se ha explicado cuando solamente se ha nombrado.
De este modo cada uno de nosotros
describe, en torno a la verdad, su propia parábola. No existen dos
órbitas similares. Y es por eso que los explicadores ponen nuestra
revolución en peligro. «Estas órbitas de las concepciones
humanitarias raramente se cruzan y sólo tienen algunos puntos
comunes. Nunca las líneas mixtas que describen coinciden sin una
perturbación que suspenda la libertad y, por lo tanto, el uso de la
inteligencia que existe como consecuencia. El alumno siente que,
por sí mismo, no hubiese seguido el rumbo al que acaba de ser
arrastrado; y olvida que existen miles de sendas abiertas a su
voluntad en los espacios intelectuales.»[43] Esta coincidencia de las órbitas
es lo que hemos llamado el atontamiento. Y comprendemos porqué el
atontamiento es tanto más profundo cuando esta coincidencia se hace
más sutil, menos perceptible. Es por eso que el método socrático,
aparentemente tan cerca de la enseñanza universal, representa la
forma más temible del atontamiento. El método socrático de la
interrogación que pretende conducir al alumno a su propio saber es,
en realidad, el de un domador de caballos: «Ordena los progresos,
los avances y los contra avances. En cuanto a él, tiene el descanso
y la dignidad del mando durante la doma del espíritu dirigido. De
rodeo en rodeo, el espíritu llega a un fin que no había previsto en
el momento de la salida. Se asombra de alcanzarlo, se vuelve,
percibe su guía, el asombro se transforma en admiración y esta
admiración le atonta. El alumno siente que, solo y abandonado a sí
mismo, no hubiera hecho ese camino.» [44]