La comunidad de los iguales
Se puede así soñar una sociedad de
emancipados que sería una sociedad de artistas. Tal sociedad
rechazaría la división entre los que saben y los que no saben,
entre los que poseen y los que no poseen la propiedad de la
inteligencia. Dicha sociedad sólo conocería espíritus activos:
hombres que hacen, que hablan de lo que hacen y que transforman así
todas sus obras en modos de significar la humanidad que existe
tanto en ellos como en todos. Tales hombres sabrían que nadie nace
con más inteligencia que su vecino, que la superioridad que alguien
declara es solamente el resultado de una aplicación en utilizar las
palabras tan encarnizada como la aplicación de cualquier otro en
manejar sus herramientas; que la inferioridad de alguien es
consecuencia de las circunstancias que no le obligaron a seguir
buscando. En resumen, estos hombres sabrían que la perfección
puesta por éste o aquél en su propio arte sólo es la aplicación
particular del poder común de todo ser razonable, el que cada uno
experimenta cuando se retira al interior de la conciencia donde la
mentira no tiene ningún sentido. Sabrían que la dignidad del hombre
es independiente de su posición, que «el hombre no nació para tal
posición particular sino para ser feliz en sí mismo
independientemente de la suerte»[57] y que ese reflejo de sentimiento
que brilla en los ojos de una esposa, de un hijo o de un amigo
queridos presenta, para un alma sensible, bastantes objetos capaces
de satisfacerlo.
Tales hombres no se dedicarían a
crear falansterios en los que las vocaciones respondan a las
pasiones, comunidades de iguales, organizaciones económicas que
distribuyan armoniosamente las funciones y los recursos. Para unir
al género humano no hay mejor vínculo que esta inteligencia
idéntica en todos. Ella es la justa medida del semejante mostrando
esa suave tendencia del corazón que nos lleva a ayudarnos
mutuamente y a amarnos mutuamente. Ella es la que da al semejante
los medios para conocer la extensión de las atenciones que puede
esperar del semejante y de preparar los medios de mostrarle su
reconocimiento. Pero no hablemos como los utilitaristas. La
principal atención que el hombre puede esperar del hombre es esa
facultad de comunicarse el placer y el dolor, la esperanza y el
temor, para conmoverse recíprocamente: «Si los hombres no tuviesen
la facultad, una misma facultad, de conmoverse y de enternecerse
recíprocamente, se volverían pronto extraños los unos a los otros;
se dispersarían aleatoriamente sobre el globo y las sociedades se
disolverían (…) El ejercicio de este poder es a la vez el más dulce
de todos nuestros placeres, así como la más imperiosa de nuestras
necesidades.»[58]
No nos preguntamos pues cuáles serían las leyes de este
pueblo de sabios, sus magistrados, sus asambleas y sus tribunales.
El hombre que obedece a la razón no necesita ni de leyes ni de
magistrados. Los estoicos ya sabían eso: la virtud que se conoce a
ella misma, la virtud de conocerse a sí mismo es una potencia de
todos los otros. Pero sabemos que esa razón no es el privilegio de
los sabios. Los únicos insensatos son los que tienden a la
desigualdad y a la dominación, los que quieren tener razón. La razón empieza allí donde cesan los
discursos ordenados con el objetivo de tener razón, allí donde se
reconoce la igualdad: no una igualdad decretada por la ley o por la
fuerza, no una igualdad recibida pasivamente, sino una igualdad en
acto, comprobada a cada paso por estos
caminantes que, en su atención constante a ellos mismos y en su
revolución sin fin en torno a la verdad, encuentran las frases
apropiadas para hacerse comprender por los otros.