Nos perdíamos contemplando el vuelo
de los espíritus pensantes girando en torno a la verdad. Pero los
movimientos de la materia obedecen a otras leyes: las de la
atracción y la gravitación. Todos los cuerpos se precipitan
estúpidamente hacia el centro. Habíamos dicho que nada se podía
inducir de las hojas a los espíritus, de la materia a lo
inmaterial. Porque la inteligencia no sigue las leyes de la
materia. Pero eso es verdadero para la inteligencia de cada
individuo tomado separadamente: es indivisible, sin comunidad, sin
división. Entonces, no puede pues ser la propiedad de ningún
conjunto, en caso contrario no sería ya la propiedad de las partes.
Así pues hay que concluir que la inteligencia está solamente en los
individuos pero que no está en su reunión.
«La inteligencia está en cada unidad intelectual; la reunión de
estas unidades es necesariamente inerte y sin inteligencia (…) en
la cooperación de dos moléculas intelectuales que llamamos hombres,
existen dos inteligencias; ambas son de la misma naturaleza, pero
no es una inteligencia única la que preside esta cooperación. En la
materia, la única fuerza que anima la masa y las moléculas es la
gravedad; en la clase de los seres intelectuales, la inteligencia
no dirige más que a los individuos: su reunión padece las leyes de
la materia.»[62]
Habíamos visto a los individuos razonables atravesar los
estratos de la materialidad lingüística para significarse
mutuamente su pensamiento. Pero ese comercio sólo es posible sobre
la base de esa relación invertida que somete la reunión de las
inteligencias a las leyes de todo conjunto, las de la materia. Ahí
está la raíz material del atontamiento: las inteligencias
inmateriales sólo pueden conectarse
sometiéndose a las leyes de la materia. La revolución libre de cada
inteligencia alrededor del astro ausente de la verdad, el vuelo
distante de la comunicación libre sobre las alas de la palabra, se
encuentran contrariados y desviados por la gravitación universal
hacia el centro que es propia del universo material. Todo
transcurre como si la inteligencia viviese en un mundo dual. Y
quizá hay que dar algún crédito a la hipótesis de los maniqueos:
ellos veían caos en la creación y lo explicaban por la competición
de dos inteligencias. No se trata simplemente de que haya un
principio del bien y un principio del mal. Se trata, más
profundamente, de que dos principios inteligentes no hacen
una creación inteligente. Al mismo tiempo
que el vizconde de Bonald proclama la restauración de la
inteligencia divina, ordenadora del lenguaje y de la sociedad
humana, algunos hombres de progreso sienten la tentación de volver
al encuentro de las hipótesis de los heresiarcas y de los
maniqueos. Ellos comparan los poderes de la inteligencia aplicados
por los sabios y los inventores con los sofismas y los desórdenes
de las asambleas deliberantes y ven ahí de buen grado la acción de
dos principios antagónicos. Así es tanto para Jeremie Bentham y
para su discípulo James Mili, testigos de la locura de las
asambleas conservadoras inglesas, como para Joseph Jacotot, testigo
de la locura de las asambleas revolucionarias
francesas.
Pero no acusemos tan deprisa a la
divinidad ausente y no disculpemos tan ligeramente a los actores de
estas locuras. Quizá haya que simplificar la hipótesis: la
divinidad es una, es la criatura la que es doble. La divinidad ha
dado a la criatura una voluntad y una inteligencia para responder a
las necesidades de su existencia. Se las dio a los individuos, no a
la especie. La especie no tiene necesidad ni de la una ni de la
otra. Ella no tiene necesidad de velar por su conservación. Son los
individuos quienes la conservan. Son sólo ellos los que tienen
necesidad de una voluntad razonable para guiar libremente la
inteligencia puesta a su servicio. En cambio, no se puede esperar
ninguna razón del conjunto social. Existe porque existe, eso es
todo. Y sólo puede ser arbitrario. Aunque hay, lo sabemos, un caso
en el que hubiera podido estar fundado en naturaleza: el de la
desigualdad de las inteligencias. En este caso, lo hemos visto, el
orden social sería natural. «Las leyes humanas, las leyes de
convención, serían inútiles para conservarlo. La obediencia a estas
leyes ya no sería ni un deber ni una virtud; derivaría de la
superioridad de la inteligencia de los cadis* y de los jenízaros** y esta especie mandaría por la misma
razón que el hombre reina sobre los animales.»[63]
Tenemos claro que no es así. Pues
sólo la convención puede reinar en el orden social. Pero ¿es dicha
convención necesariamente una sinrazón? Hemos visto que la
arbitrariedad del lenguaje no probaba nada contra la racionalidad
de la comunicación. Podríamos entonces imaginar otra hipótesis:
aquélla según la cual cada una de las voluntades individuales que
componen el género humano sería razonable. En este caso, todo
pasaría como si el propio género humano fuese razonable. Las
voluntades se armonizarían y los agrupamientos humanos seguirían
una línea recta, sin sacudidas, sin desviación, sin aberración.
Pero ¿cómo reconciliar tal uniformidad con la libertad de las
voluntades individuales que pueden, cada una cuando lo quiere, usar
o no la razón? «El momento de la razón para un corpúsculo no es el
mismo que para los átomos vecinos. Siempre existe, en un momento
dado, razón, irreflexión, pasión, calma, atención, vigilia, sueño,
descanso, marcha en todos los sentidos; luego en un momento dado, una corporación, una
nación, una especie, un género, está a la vez en la razón y en la
sinrazón, y el resultado no depende de la voluntad de esta masa.
Luego es precisamente porque cada hombre es
libre que una reunión de hombres no lo es.»[64]
El Fundador ha subrayado sus
luegos: lo que desarrolla no es una verdad
innegable, es una suposición, una aventura de su espíritu que él
explica a partir de los hechos que ha observado. Ya hemos visto que
el espíritu, la alianza de la voluntad y la inteligencia, conocía
dos modalidades fundamentales, la atención y la distracción. Basta
con que haya distracción, basta con que la inteligencia se deje ir,
para que sea arrastrada por la gravitación de la materia. De este
modo, algunos filósofos y teólogos explican el pecado original como
una simple distracción. En este sentido, podemos decir con ellos
que el mal no es mas que ausencia. Pero nosotros sabemos también
que esta ausencia es un rechazo. El distraído no ve porqué tendría que tener atención. La
distracción es en primer lugar pereza, deseo de sustraerse al
esfuerzo. Pero la pereza misma no es el torpor de la carne, es el
acto de un espíritu que subestima su propia potencia. La
comunicación razonable se basa en la igualdad entre la estima de sí
y la estima de los otros. Ella trabaja en la comprobación continua
de esta igualdad. La pereza que hace caer a las inteligencias en la
pesadez material tiene por principio el menosprecio. Este
menosprecio pretende darse como modestia: no
puedo, dice el ignorante que quiere ausentarse de la tarea de
aprender. Sabemos por experiencia lo que esta modestia significa.
El menosprecio de sí es siempre también menosprecio de los otros.
No puedo, dice el alumno que no quiere
someter su improvisación al juicio de sus pares. No comprendo
vuestro método, dice el interlocutor, no soy competente, no puedo
entenderle en eso; Vosotros entendéis rápidamente lo que quiere
decir: «Eso no tiene sentido común, ya que yo
no lo comprendo; ¡un hombre como yo!»[65] Así sucede en todas las edades y
en todos los niveles de la sociedad. «Estos seres que se pretenden
desgraciados por la naturaleza sólo quieren pretextos para
dispensarse de tal estudio que les desagrada, de tal ejercicio que
no es de su gusto. ¿Quieren convencerse? Esperen un momento,
déjenles decir; escuchen hasta el final. Después de la precaución
oratoria de este modesto personaje que no tiene, según dice,
espíritu poético, ¿escuchan qué solidez de juicio se atribuye a sí
mismo? ¡Qué perspicacia le distingue! Nada se le escapa: si ustedes
le dejan marcharse, la metamorfosis se activa finalmente; y ya está
la modestia transformada en orgullo. Los ejemplos al respecto están
en todos los pueblos así como en todas las ciudades. Se reconoce la
superioridad de otro en un género para hacer reconocer la propia en
otro género, y no es difícil ver, tras el discurso, que nuestra
superioridad termina siempre por ser a nuestros ojos la
superioridad superior.»[66]