Lo propio de cada uno


Para poder comprobar esta búsqueda todavía hay que saber lo que quiere decir buscar. Y ahí está la clave del método. Para emancipar a otros hay que estar uno mismo emancipado. Hay que conocerse a uno mismo como viajero del espíritu, semejante a todos los demás viajeros, como sujeto intelectual partícipe de la potencia común de los seres intelectuales.


¿Cómo se accede a este auto conocimiento? «Un campesino, un artesano (padre de familia) se emancipará intelectualmente si piensa en lo que es y en lo que hace en el orden social.»[21] La cosa le parecerá sencilla, e incluso simplona, a quien desconoce el peso del viejo mandamiento que la filosofía, a través de la voz de Platón, ha dado como destino al artesano: No hagas otra cosa que lo que te es propio, que no es pensar lo que sea sino simplemente hacer eso que agota la definición de tu ser; si eres zapatero, debes hacer zapatos y niños que se dedicarán a hacer lo mismo. No es a ti a quien el oráculo deifico ordena conocerse. Y aunque la divinidad juguetona se divierta mezclando en el alma de tu hijo un poco del oro del pensamiento, es a la raza de oro, a los encargados de la ciudad, a los que corresponde educarlo para convertirlo en uno de ellos.


La edad del progreso, sin duda, ha querido trastornar la rigidez del viejo mandamiento. Con los enciclopedistas, cree que ya nada se hace por rutina, ni tan solo la obra de los artesanos. Y sabe que no existe actor social tan insignificante que no sea al mismo tiempo un ser que piensa.

El ciudadano Destutt-Tracy lo ha recordado en las puertas del nuevo siglo: «Todo hombre que habla tiene ideas de ideología, de gramática, de lógica y de elocuencia. Todo hombre que actúa tiene sus principios de moral privada y de moral social. Todo ser que solamente vegeta tiene sus nociones de física y de cálculo; y por el simple hecho de vivir con sus semejantes tiene su pequeña colección de hechos históricos y su manera de juzgarlos.»[22]


Imposible pues que los zapateros hagan solamente zapatos, que no sean también, a su manera, gramáticos, moralistas o físicos. Y aquí está el primer problema; mientras los artesanos y los campesinos formen estos conceptos de moral, de cálculo o de física según la rutina de su entorno o el azar de sus encuentros, la evolución razonada del progreso estará doblemente contrariada: retrasada por los rutinarios y los supersticiosos, o perturbada por el apresuramiento de los violentos. Hace falta pues que una instrucción mínima, extraída de los principios de la razón, de la ciencia y del interés general, introduzca nociones sanas en cabezas que de otro modo se formarían nociones equivocadas. Y, por supuesto, esta tarea será tanto más provechosa en tanto que sustraiga a los hijos del campesino o del artesano del medio natural que produce esas ideas falsas. Pero esta evidencia encuentra inmediatamente su paradoja: el niño que debe ser apartado de la rutina y de la superstición debe, no obstante, ser reenviado a su actividad y a su condición. Y la edad del progreso ha sido, desde el inicio, advertida del peligro mortal que existe cuando se separa a un niño del pueblo de la condición a la cual está destinado y de las ideas que están ligadas a esta condición. Así cae en esta paradoja: se sabe, ahora, que todas las ciencias dependen de principios simples y están al alcance de todos los espíritus que quieran apoderarse de ellos, siempre que sigan el buen método. Pero la misma naturaleza que abre a todos los espíritus la carrera de las ciencias quiere un orden social donde las clases estén separadas y donde los individuos se conformen con el estado social que les ha sido destinado.

La solución encontrada para esta paradoja es el equilibrio ordenado de la instrucción y de la educación, la distribución de los roles atribuidos al maestro de escuela y al padre de familia. Uno ahuyenta, a través de la claridad de la instrucción, las ideas falsas que el niño tiene de su medio familiar, el otro ahuyenta a través de la educación las aspiraciones extravagantes que el escolar quisiera extraer de su joven ciencia y lo conduce de nuevo a la condición de los suyos. El padre de familia, incapaz de extraer de su práctica rutinaria las condiciones para la instrucción intelectual de su hijo, es, en cambio, todopoderoso para enseñarle, a través de la palabra y del ejemplo, la virtud que existe en permanecer en su condición. La familia es a la vez foco de incapacidad intelectual y principio de objetividad ético. Este doble carácter se traduce por una doble limitación de la conciencia que el artesano tiene de sí mismo: la conciencia de que lo que hace proviene de una ciencia que no es la suya, la conciencia de que lo que es le conduce a no hacer nada más que lo que le es propio.

Digámoslo de una manera más sencilla: el equilibrio armonioso de la instrucción y de la educación es el de un doble atontamiento. Exactamente a eso se opone la emancipación, la toma de conciencia por parte de cada hombre de su naturaleza de sujeto intelectual, la fórmula cartesiana de la igualdad entendida al revés: «Descartes decía: pienso, luego existo; y este bello pensamiento de este gran filósofo es uno de los principios de la enseñanza universal. Nosotros invertimos su pensamiento y decimos: soy hombre, luego pienso.»[23] La inversión incluye al sujeto hombre en la igualdad del cogito. El pensamiento no es un atributo de la sustancia pensante, es un atributo de la humanidad. Para convertir el «conócete a ti mismo» en principio de la emancipación de todo ser humano es necesario aplicar, contra la prohibición platónica, una de las etimologías imaginarias de Crátilo: el hombre, el anthropos, es el ser que examina lo que ve, que se conoce en esta reflexión sobre su acto.[24] Toda la práctica de la enseñanza universal se resume en la pregunta: ¿qué piensas tú? Todo su poder está en la conciencia de emancipación que actualiza en el maestro y suscita en el alumno. El padre podrá emancipar a sus hijos si empieza por conocerse a sí mismo, es decir, por examinar los actos intelectuales de los cuales él es el sujeto, por atender el modo en el que utiliza, en esos actos, su poder de ser pensante.


La conciencia de la emancipación es, en primer lugar, el inventario de las competencias intelectuales del ignorante. Sabe su lengua. Sabe también utilizarla para protestar contra su estado o para preguntar a los que saben o creen saber más que él. Conoce su oficio, sus herramientas y su uso; sería capaz, si es preciso, de mejorarlo. Debe comenzar por reflexionar sobre esas capacidades y sobre el modo como las ha adquirido.

Tomemos la medida exacta de esta reflexión. No se trata de oponer los conocimientos manuales y del pueblo, la inteligencia de las herramientas y del obrero, a la ciencia de las escuelas o a la retórica de las élites. No se trata de preguntar quién construyó la Tebas de las siete puertas para reivindicar el lugar de los constructores y de los productores en el orden social. Se trata al contrario de reconocer que no hay dos inteligencias, que toda obra del arte humano se realiza por la puesta en práctica de las mismas virtualidades intelectuales. Se trata en todos los casos de observar, de comparar, de combinar, de hacer y de atender a cómo se ha hecho. En todos los casos es posible esta reflexión, esta vuelta sobre sí que no es la contemplación pura de una sustancia pensante sino la atención incondicionada a sus actos intelectuales, al camino que trazan y a la posibilidad de avanzar siempre aportando la misma inteligencia a la conquista de territorios nuevos. Permanece atontado el que opone la obra de la mano trabajadora y del pueblo que nos alimenta a las nubes de la retórica. La fabricación de nubes es una obra del arte humano que requiere -ni más, ni menos- tanto trabajo, tanta atención intelectual, como la fabricación de zapatos y de cerraduras. El Señor Lerminier, el académico, diserta sobre la incapacidad intelectual del pueblo. El Señor Lerminier es un atontado. Pero un atontado no es ni un estúpido ni un holgazán. Y, al mismo tiempo, nosotros mismos seríamos unos atontados si no reconociéramos en sus disertaciones el mismo arte, la misma inteligencia, el mismo trabajo que los que transforman la madera, la piedra o el cuero. Sólo reconociendo el trabajo del Señor Lerminier podremos reconocer la inteligencia manifestada en la obra de los más humildes. «Las aldeanas pobres de los alrededores de Grenoble trabajan haciendo guantes; se les paga treinta reales la docena. Desde que están emancipadas, se aplican en mirar, en estudiar, en comprender un guante bien confeccionado. Ellas adivinarán el sentido de todas las frases, de todas las palabras de ese guante. Terminarán por hablar tan bien como las mujeres de la ciudad que ganan siete francos por docena. Tan solo se trata de aprender un lenguaje que se habla con las tijeras, una aguja y el hilo. Sólo es cuestión (en las sociedades humanas) de comprender y hablar un lenguaje.»[25]


La idealidad material del lenguaje refuta toda oposición entre la raza de oro y la raza de hierro, toda jerarquía -aunque esté invertida- entre los hombres dedicados al trabajo manual y los hombres destinados al ejercicio del pensamiento. Toda obra del lenguaje se comprende y se ejecuta de la misma manera. Por eso el ignorante puede, en cuanto él mismo se haya conocido, verificar la búsqueda de su hijo en el libro que él no sabe leer: no conoce los temas que trabaja, pero, si su hijo le dice cómo lo hace, reconocerá si está actuando realmente como un buscador. Pues él sabe lo que es buscar y sólo tiene que preguntar una cosa a su hijo, se trata de volver y revolver sus palabras y sus frases, como él mismo vuelve y revuelve sus herramientas cuando busca.

El libro -Telémaco u otro- colocado entre las dos inteligencias resume esta comunidad ideal que se inscribe en la materialidad de las cosas. El libro es la igualdad de las inteligencias. Por esta razón, el mismo mandamiento filosófico prescribía al artesano no hacer más que su propio asunto y condenaba la democracia del libro. El filósofo rey platónico oponía la palabra viva a la letra muerta del libro, pensamiento convertido en materia a disposición de los hombres de la materia, discurso a la vez mudo y demasiado hablador, dirigiéndose al azar hacia aquellos cuyo único asunto es pensar. El privilegio explicativo no es más que la letra pequeña de esta prohibición. Y el privilegio que el «método Jacotot» da al libro, a la manipulación de los signos, a la mnemotécnica, es exactamente la inversión de la jerarquía de los espíritus que firmaba, en Platón, la crítica de la escritura.[26] El libro sella la nueva relación entre dos ignorantes que, a partir de ahora, se conocen como inteligencias. Y esta nueva relación transforma la relación atontadora de la instrucción intelectual y de la educación moral. En el lugar de la instancia disciplinante de la educación interviene ahora la decisión de emancipación que hace al padre o a la madre capaces de realizar para su hijo el papel del maestro ignorante en el que se encarna la exigencia incondicionada de la voluntad. Exigencia incondicionada: el padre emancipador no es un pedagogo bonachón, es un maestro intratable. El mandato emancipador no conoce tratados. Ordena completamente a un sujeto al que supone capaz de ordenarse él mismo. El hijo verificará en el libro la igualdad de las inteligencias al mismo tiempo que el padre o la madre verificará la radicalidad de su búsqueda. De este modo, la célula familiar deja de ser el lugar de una vuelta que conduce al artesano a la conciencia de su nulidad. Al contrario, es el lugar de una conciencia nueva, de una superación de sí que extiende lo «propio» de cada uno hasta el punto de que sea el ejercicio pleno de la razón común.