Un animal atento


Sabemos que una justificación de la igualdad de las inteligencias sería también tautológica. Tomaremos pues otra vía: sólo hablaremos de lo que veamos; citaremos los hechos sin pretender asignarles la causa. Primer hecho: «Veo que el hombre hace cosas que los otros animales no hacen. Llamo a este hecho espíritu, inteligencia, como me da la gana; no explico nada, doy un nombre a lo que veo.»[32] Puedo decir asimismo que el hombre es un animal razonable. Con eso diré que el hombre dispone de un lenguaje articulado del que se sirve para hacer palabras, figuras, comparaciones, con el objetivo de comunicar su pensamiento a sus semejantes. En segundo lugar, cuando comparo a dos hombres entre ellos, «veo que, en los primeros momentos de vida, tienen totalmente la misma inteligencia, es decir hacen exactamente las mismas cosas, con el mismo objetivo, con la misma intención. Digo que estos dos hombres tienen una inteligencia igual, y esta palabra inteligencia igual es un signo abreviado de todos los hechos que he advertido observando a dos niños de muy temprana edad».


Más tarde, veré hechos diferentes. Constataré que estas dos inteligencias ya no hacen las mismas cosas, que no obtienen los mismos resultados. Podré decir, si quiero, que la inteligencia de uno está más desarrollada que la del otro si sé, aún ahí, que solamente describo un hecho nuevo. A ese respecto, nada me impide hacer una suposición. No diré que la facultad del uno es inferior a la del otro. Supondré solamente que una no fue ejercitada igual que la otra. Nada me lo demuestra con certeza. Pero nada demuestra lo contrario. Me basta saber que este defecto de ejercicio es posible y que muchas experiencias lo certifican.

Desplazaré pues ligeramente la tautología: no diré que tiene menos éxito porque es menos inteligente. Diré que quizá obtuvo un trabajo menos bueno porque trabajó menos bien, que no vio bien porque no observó bien. Diré que prestó a su trabajo una atención menor.

Por ahí quizá no he avanzado mucho, pero sí lo bastante para salir del círculo. La atención no es ni un bulto del cerebro, ni una cualidad oculta. Es un hecho inmaterial en su principio y material en sus efectos: tenemos mil maneras de comprobar la presencia, la ausencia o la intensidad mayor o menor de la atención. Hacia eso tienden todas las prácticas de la enseñanza universal. En definitiva la atención desigual es un fenómeno cuyas causas posibles nos son razonablemente sugeridas por la experiencia. Sabemos porqué los niños pequeños emplean una inteligencia tan similar en su exploración del mundo y en su aprendizaje del lenguaje. El instinto y la necesidad los conducen por igual. Todos tienen que satisfacer las mismas necesidades y todos por igual quieren entrar plenamente en la sociedad de los humanos, en la sociedad de los seres hablantes. Y para eso sólo necesitan que la inteligencia no esté quieta. «Este niño está rodeado de objetos que le hablan, todos a la vez, en lenguajes diferentes; necesita estudiarlos separadamente y en su conjunto; no tienen ninguna relación y se contradicen a menudo. No puede concluir nada de todos estos idiomas con los que la naturaleza habla al mismo tiempo a su ojo, a su tacto y a todos sus sentidos. Es necesario que repita constantemente para acordarse de tantos signos por completo arbitrarios (…) iCuánta atención es necesaria para todo eso!»[33]


Una vez dado este paso, la necesidad se hace menos imperiosa, la atención menos constante y el niño se acostumbra a aprender a través de los ojos de otro. Las circunstancias se hacen distintas y desarrolla las capacidades intelectuales que tales circunstancias le piden. Lo mismo sucede con los hombres del pueblo. Es inútil discutir si su «menor» inteligencia es efecto de la naturaleza o de la sociedad: desarrollan la inteligencia que las necesidades y las circunstancias de su existencia les exigen. Allí donde cesa la necesidad, la inteligencia descansa, a menos que alguna voluntad más fuerte se haga oír y diga: continúa; mira lo que has hecho y lo que puedes hacer si aplicas la misma inteligencia que has empleado ya, poniendo en todas las cosas la misma atención, no dejándote distraer de tu rumbo.

Resumamos estas observaciones y digamos: el hombre es una voluntad servida por una inteligencia. Quizá basta que las voluntades sean imperiosas de un modo desigual para explicar las diferencias de atención que tal vez bastarían para explicar la desigualdad de los resultados intelectuales.

El hombre es una voluntad servida por una inteligencia. Esta formulación es heredera de una larga historia. Resumiendo el pensamiento de los espíritus dominantes del siglo XVIII, Saint-Lambert afirmó: El hombre es una organización viva servida por una inteligencia. La fórmula mostraba su materialismo. Y, en el tiempo de la Restauración, el apóstol de la contrarrevolución, el vizconde de Bonald, la invirtió por completo. El hombre, declaraba, es una inteligencia servida por órganos. Pero esta inversión proclamaba una restauración muy ambigua de la inteligencia. Lo que al vizconde le desagradó de la fórmula del filósofo no era que ésta le otorgara una parte muy insignificante a la inteligencia humana. Él mismo le daba muy poca importancia. Lo que le había desagradado, por contra, era ese modelo republicano de un rey al servicio de la organización colectiva. Lo que él quería restaurar era el orden jerárquico correcto: un rey que manda y hombres que obedecen. La inteligencia soberana, para él, no era por cierto la del niño o la del obrero dirigida hacia la apropiación del mundo de los signos; era la inteligencia divina ya inscrita en los códigos dados a los hombres por la divinidad, en el lenguaje mismo que no debía su origen ni a la naturaleza ni al arte humano sino al puro don divino. El destino de la voluntad humana era someterse a esa inteligencia ya manifestada, inscrita en los códigos, tanto en los del lenguaje como en los de las instituciones sociales.

Esa toma de partido implicaba una cierta paradoja. Para asegurar el triunfo de la objetividad social y de la objetividad del lenguaje sobre la filosofía «individualista» de la Ilustración, Bonald debía asumir como propias las formulaciones más «materialistas» de esa misma filosofía. Para negar toda anterioridad del pensamiento sobre el lenguaje, para prohibir a la inteligencia todo derecho a la búsqueda de una verdad que le fuese propia, tenía que unirse con los que habían reducido las acciones del espíritu al puro mecanismo de las sensaciones materiales y de los signos del lenguaje; hasta burlarse de estos monjes del monte Athos que, al contemplar los movimientos de su ombligo, se creían habitados por la inspiración divina.[34] Así esta connaturalidad entre los signos del lenguaje y las ideas del entendimiento que el siglo XVIII había buscado y que el trabajo de los Ideólogos había perseguido estaba recuperada, pero vuelta a favor de la primacía de lo instituido, en el marco de una visión teocrática y sociocrática de la inteligencia. «El hombre, escribe el vizconde, piensa su palabra antes de hablar su pensamiento.»[35] Teoría materialista del lenguaje que no nos deja ignorar el pensamiento piadoso que la anima: «Guardiana fiel y perpetua del depósito sagrado de las verdades fundamentales del orden social, la sociedad, considerada en general, da conocimiento de ella a todos sus niños a medida que entran en la gran familia.»[36]


Frente a estos pensamientos dominantes, una mano colérica garabateó sobre su ejemplar estas líneas: «Comparen toda esta verborrea escandalosa con la respuesta del oráculo sobre la ignorancia sabia de Sócrates.»[37] No es la mano de Joseph Jacotot, es la del colega del Señor de Bonald en la Corte, el caballero Maine de Biran que, un poco más tarde, cambió en dos líneas todo el edificio del vizconde: la anterioridad de los signos del lenguaje no cambia nada respecto a la preeminencia del acto intelectual que, para cada niño, les da sentido: «El hombre sólo aprende a hablar vinculando ideas con las palabras que adquiere de su nodriza.» Coincidencia a primera vista asombrosa. En primer lugar porque se ve mal aquello que puede acercar al antiguo teniente de los guardias de Luis XVI con el antiguo capitán de los ejércitos del año I, al noble administrador y al profesor de la escuela central, al revolucionario exiliado y al diputado de la Corte monárquica. A lo sumo, se pensará, ambos habían tenido veinte años cuando se produjo el desencadenamiento de la Revolución, ambos habían dejado a los veinticinco años el ruidoso París y ambos habían meditado bastante detenidamente y con distancia sobre el sentido y la virtud que podía tomar o retomar, en medio de tantos trastornos, el viejo proverbio socrático. Jacotot lo entiende más bien a la manera de los moralistas, Maine de Biran a la de los metafísicos. Sin embargo, ambos tienen una visión común que sostiene la misma afirmación de la primacía del pensamiento sobre los signos del lenguaje: un mismo marco de la tradición analítica e ideológica dentro del cual uno y otro habían formado su pensamiento. Ya no es en la transparencia recíproca de los signos del lenguaje y de las ideas del entendimiento donde hay que buscar el autoconocimiento y el poder de la razón. Lo arbitrario del querer -sea revolucionario o imperial- cubrió enteramente esa tierra prometida de las lenguas bien hechas que se esperaba de la razón de ayer. También la certeza del pensamiento es anterior a las transparencias del lenguaje -sean republicanas o teocráticas-. Dicha certeza se apoya en su propio acto, en esa tensión del espíritu que precede y orienta toda combinación de signos. La divinidad del tiempo revolucionario e imperial, la voluntad, encuentra su racionalidad en este esfuerzo de cada uno sobre sí mismo, en esta autodeterminación del espíritu como actividad. La inteligencia es atención y búsqueda antes de ser combinación de ideas. La voluntad es potencia de movimiento, potencia de actuar según su propio movimiento, antes de ser instancia de elección.