La contradicción es fácil de exponer, habíamos dicho: un
hombre de progreso, es un hombre que
avanza, que va a ver, que experimenta, que
cambia su práctica, que comprueba su saber, y así sin final. Esa es
la definición literal de la palabra progreso. Pero ahora, un hombre
de progreso es también otra cosa: un hombre que piensa a partir de
la opinión del progreso, que erige esta
opinión al rango de explicación dominante del orden
social.
Sabemos, en efecto, que la explicación no es solamente el
arma atontadora de los pedagogos sino el vínculo mismo del orden
social. Quien dice orden dice distribución de rangos. La puesta en
rangos supone explicación, ficción distribuidora y justificadora de
una desigualdad que no tiene otra razón que su ser. Lo cotidiano
del trabajo explicativo no es más que la calderilla de la
explicación dominante que caracteriza una sociedad. Las guerras y
las revoluciones, al cambiar la forma y los límites de los
imperios, cambian la naturaleza de las explicaciones dominantes.
Pero este cambio está circunscrito en estrechos límites. Sabemos,
en efecto, que la explicación es el trabajo de la pereza. Le basta
con introducir la desigualdad, y eso cuesta poco. La jerarquía más
elemental es la del bien y del mal. La relación lógica más simple que puede servir
para explicarla es la del antes y la del
después. Con estos cuatro términos, el bien
y el mal, el antes y el después, se tiene la matriz de todas las
explicaciones. Esto era mejor antes, dicen
los unos: el legislador o la divinidad habían organizado las cosas;
los hombres eran frugales y felices; los jefes paternales y
obedecidos; la fe de los antepasados respetada, las funciones bien
distribuidas y los corazones unidos. Ahora las palabras se
corrompen, las distinciones se enturbian, los rangos se confunden y
el cariño a los pequeños se pierde igual que el respeto a los
mayores. Intentemos pues conservar o revivificar aquello que, en
nuestras distinciones, nos vincula aún al principio del bien.
La felicidad es para mañana, responden los
otros: el género humano era como un niño abandonado a los caprichos
y a los terrores de su imaginación, mecido por los cuentos de
nodrizas ignorantes, sometido a la fuerza brutal de los déspotas y
a la superstición de los sacerdotes. Ahora los espíritus se
iluminan, las costumbres se civilizan, la industria extiende sus
beneficios, los hombres conocen sus derechos y la instrucción les
revelará sus deberes con las ciencias. A partir de ahora, es la
capacidad la que debe decidir los rangos
sociales. Y es la instrucción quien la revelará y la
desarrollará.
Estamos en el momento en el que una explicación dominante
está a punto de sucumbir a la fuerza conquistadora de la otra.
Época de transición. Y es eso lo que explica la inconsecuencia de
los hombres de progreso como el Señor Conde. Antes, cuando la
Universidad chapurreaba Barbara, Celarent y
Baralipton, se podía encontrar, junto a ella, nobles o médicos, burgueses o
religiosos, que la dejaban decir y se ocupaban de otra cosa: hacían cortar y pulir vidrios o los
pulían ellos mismos para realizar experimentos de óptica, se hacían
reservar por los carniceros los ojos de los animales para estudiar
su anatomía, se informaban entre ellos de sus descubrimientos y
discutían sobre sus hipótesis. Así se efectuaban, en los poros de
la vieja sociedad, los progresos, es decir,
las actualizaciones de la capacidad humana de comprender y de
hacer. El Señor Conde tiene aún un poco de aquellos nobles
experimentadores. Pero, al paso, fue atrapado por la fuerza
ascendente de la nueva explicación, de la nueva desigualación: el Progreso. Ahora ya no son los
curiosos y los críticos los que mejoran tal o cual rama de las
ciencias, tal o cual medio técnico. Es la
sociedad la que se perfecciona, la que
piensa su orden bajo el signo del perfeccionamiento. Es la sociedad
la que progresa, y una sociedad sólo puede progresar socialmente,
es decir, todos juntos y en orden. El Progreso es la nueva manera
de decir la desigualdad.
Pero esta manera de decir tiene una fuerza mucho más temible
que la antigua. La antigua estaba continuamente obligada a actuar
al revés de su principio. Era mejor antes, decía: cuanto más
avanzamos, más vamos hacia la decadencia. Pero esta opinión
dominante tiene el inconveniente de no ser aplicable en la práctica
explicativa dominante, la de los pedagogos. Éstos, obviamente,
debían suponer que el niño se acercaba a su perfección alejándose
de su origen, creciendo y pasando, bajo su dirección, de su
ignorancia a la ciencia de los pedagogos. Toda práctica pedagógica
explica la desigualdad del saber como un mal reducible mediante una
progresión indefinida hacia el bien. Toda pedagogía es
espontáneamente progresista. Así se producía la discordancia entre
la gran explicación y los pequeños explicadores. Ambos atontaban,
pero en desorden. Y este desorden del atontamiento daba espacio
para la emancipación.
Estos tiempos están acabándose. En lo sucesivo la ficción
dominante y lo cotidiano del atontamiento van en el mismo sentido.
Y eso por una razón bien simple. El Progreso, es la ficción
pedagógica erigida en ficción de toda la sociedad. El corazón de la
ficción pedagógica es la representación de la desigualdad como
retraso: la inferioridad se deja aprehender
aquí en su inocencia; ni mentira ni violencia, la inferioridad no
es más que un retraso que se constata para ponerse enseguida a
colmarlo. Sin duda nunca se llegará hasta ahí: la misma naturaleza
vela por ello, siempre habrá retraso, siempre desigualdad. Pero se
puede así ejercer continuamente el privilegio de reducirla y hay en
eso un doble beneficio.