La lección de los poetas


Es necesario aprender. Todos los hombres tienen en común esta capacidad de probar el placer y el dolor. Pero esta semejanza sólo es para cada uno una virtualidad que debe comprobarse. Tal semejanza solo puede ser comprobada por el largo camino del diferente. Debo comprobar la razón de mi pensamiento, la humanidad de mi sentimiento, pero sólo puedo hacerlo aventurándolos en ese bosque de signos que, en ellos mismos, no quieren decir nada, que no tienen con ese pensamiento o ese sentimiento ninguna correspondencia. Lo que se concibe bien, se dice después de Boileau, se enuncia claramente. Esta frase no quiere decir nada. Al igual que las frases que se deslizan subrepticiamente del pensamiento a la materia, no expresa ninguna aventura intelectual. Concebir bien es lo propio del hombre razonable. Enunciar bien es una obra de artesanía que supone el ejercicio de las herramientas del lenguaje. Es cierto que el hombre razonable puede hacerlo todo. Aunque debe aprender el lenguaje propio de cada una de las cosas que quiere hacer: zapato, máquina o poema. Consideren por ejemplo a esa tierna madre que ve regresar a su hijo de una larga guerra. Experimenta un sobrecogimiento que no le permite hablar. Pero «esos abrazos largos, esos apretones de un amor impaciente en el momento de la felicidad, de un amor que parece temer una nueva separación; esos ojos donde la alegría brilla en medio de las lágrimas; esa boca que sonríe para servir de intérprete al lenguaje ambiguo de los llantos, esos besos, esas miradas, esa actitud, esos suspiros, ese silencio mismo»[54], ¿no es toda esa improvisación el más elocuente de los poemas? Experimenten la emoción. Y traten de comunicarla: la instantaneidad de esas ideas y esos sentimientos que se contradicen y se matizan hasta el infinito hay que transmitirla, hacerla viajar en el embrollo de las palabras y las frases. Y eso no se inventa. Ya que entonces sería necesario suponer a un tercero entre la individualidad de ese pensamiento y el lenguaje común. ¿Sería otro lenguaje?, y ¿cómo se podría entender a su inventor? Es necesario aprender, encontrar en los libros las herramientas de esa expresión. No en los libros de los gramáticos: ignoran todo de este viaje. No en los de los oradores: éstos no pretenden hacerse adivinar, quieren hacerse escuchar. No quieren decir nada, quieren controlar: conectar las inteligencias, someter las voluntades, forzar la acción. Es necesario aprender con aquellos que han trabajado sobre esta divergencia entre el sentimiento y la expresión, entre la lengua muda de la emoción y la arbitrariedad del lenguaje, con los que intentaron hacer entender el diálogo mudo del alma con ella misma, con los que comprometieron toda la credibilidad de su palabra en la apuesta de la igualdad de los espíritus.


Aprendamos pues junto a estos poetas a quienes se condecora con el título de genios. Son ellos quienes nos suministrarán el secreto de esta palabra imponente. El secreto del genio es el de la enseñanza universal: aprender, repetir, imitar, traducir, analizar, recomponer. En el siglo diecinueve, es cierto, algunos genios empiezan a invocar una inspiración más que humana. Pero los clásicos no se alimentan de ese genio. Racine no tiene vergüenza de ser lo que es: un necesitado. Aprende Eurípides y Virgilio de memoria, como un loro. Pretende traducirlos, descompone las expresiones, las recompone de otra manera. Sabe que ser poeta es traducir dos veces: es traducir en versos franceses el dolor de una madre, la ira de una reina o la furia de una amante, es también traducir la traducción que Eurípides o Virgilio hicieron de ello. Del Hipólito coronado de Eurípides hay que traducir no sólo a Fedra, lo que se entiende, sino también Athalia y Josabeth. Ya que Racine no se engaña sobre lo que hace. No cree tener un mejor conocimiento de los sentimientos humanos que sus oyentes. «Si Racine conociese mejor que yo el corazón de una madre, perdería su tiempo explicándome lo que ha leído; yo jamás encontraría sus observaciones en mis recuerdos y no podría conmoverme. Este gran poeta supone lo contrario; él sólo trabaja, sólo realiza tantos esfuerzos, borra una palabra o cambia una expresión, porque espera que todo será comprendido por sus lectores tal como él mismo lo comprende.»[55] Como todo creador, Racine aplica instintivamente el método, es decir, la moral, de la enseñanza universal. Sabe que no existen hombres con grandes pensamientos sino solamente hombres con grandes expresiones. Sabe que todo el poder del poema se concentra en dos actos: la traducción y la contratraducción. Conoce los límites de la traducción y los poderes de la contratraducción. Sabe que el poema, en cierto sentido, es siempre la ausencia de otro poema: ese poema mudo que improvisa la ternura de una madre o la furia de una amante. En algunas escasas ocasiones el primero se acerca al segundo hasta imitarlo, como en Corneille, en una o tres sílabas: ¡Yo! o bien ¡Que se muera! Para el resto está supeditado a la contratraducción que hará el oyente. Es esa contratraducción la que producirá la emoción del poema; es esa «esfera de la proliferación de ideas» la que reanimará las palabras. Todo el esfuerzo, todo el trabajo del poeta consiste en suscitar ese aura alrededor de cada palabra y de cada expresión. Por eso analiza, disecciona y traduce las expresiones de los otros y borra y corrige sin cesar las suyas. Se esfuerza en decirlo todo, sabiendo que no podemos decirlo todo, pero que es esta tensión incondicional del traductor la que abre la posibilidad de la otra tensión, de la otra voluntad: el lenguaje no permite decirlo todo y «hay que recurrir al propio genio, al genio de todos los hombres, para intentar saber lo que Racine quiso decir, lo que diría como hombre, lo que dice cuando no habla, lo que no puede decir mientras sólo sea poeta».[56]


Modestia verdadera del «genio», es decir, del artista emancipado: emplea todo su poder, todo su arte, en mostrarnos su poema como la ausencia de otro que nos concede el crédito de conocer tan bien como él. «Nos creemos como Racine y tenemos razón.» Esta creencia no tiene nada que ver con ninguna pretensión de prestidigitador. No implica de ningún modo que nuestros versos valen lo mismo que los de Racine ni que pronto valdrán lo mismo. Significa, en primer lugar, que entendemos lo que Racine tiene que decirnos, que sus pensamientos no son de otra clase que los nuestros y que sus expresiones sólo se acaban por nuestra contratraducción. Sabemos en primer lugar por él que somos hombres como él. Y conocemos también por él el poder del lenguaje que nos hace saber eso a través de signos arbitrarios. Nuestra «igualdad» con Racine la conocemos como el fruto del trabajo de Racine. Su genio está en haber trabajado según el principio de la igualdad de las inteligencias, en no haberse creído superior a aquellos a los que hablaba, en haber trabajado incluso para los que predecían que pasaría como el café. Nos queda a nosotros comprobar esa igualdad, conquistar ese poder a través de nuestro propio trabajo. Eso no quiere decir: hacer tragedias iguales a las de Racine, pero sí emplear tanta atención, tanta investigación del arte para narrar lo que sentimos y hacerlo experimentar a los otros a través de la arbitrariedad del lenguaje o a través de la resistencia de toda materia a la obra de nuestras manos. La lección emancipadora del artista, opuesta término a término a la lección atontadora del profesor, es ésta: cada uno de nosotros es artista en la medida en que efectúa un doble planteamiento; no se limita a ser hombre de oficio sino que quiere hacer de todo trabajo un medio de expresión; no se limita a experimentar sino que busca compartir. El artista tiene necesidad de la igualdad así como el explicador tiene necesidad de la desigualdad. Y así diseña el modelo de una sociedad razonable donde eso mismo que es exterior a la razón -la materia, los signos del lenguaje- es atravesado por la voluntad razonable: la de decir y hacer experimentar a los otros aquello en lo que se es semejante a ellos.