Los hombres del progreso


Dejemos pues a los atontados en la conciencia débil de su genio. Pero, junto a ellos, no faltan hombres de progreso que no deberían temer el trastorno de las viejas jerarquías intelectuales. Oímos a hombres de progreso en sentido literal del término: hombres que avanzan, que no se ocupan del rango social de quien afirmó tal o cual cosa sino que van a ver por ellos mismos si la cosa es verdadera; viajeros que recorren Europa en busca de todos los procedimientos, métodos o instituciones dignos de ser imitados; quienes cuando han oído hablar de alguna experiencia nueva, aquí o allí, se desplazan, van a ver los hechos, intentan reproducir las experiencias; quienes no ven porqué habría que tardar seis años en aprender una cosa, si han comprobado que se la puede aprender en dos; quienes piensan, sobre todo, que saber no es nada en sí mismo y que hacer es todo, que las ciencias no están hechas para ser explicadas sino para producir nuevos descubrimientos e invenciones útiles; quienes, cuando oyen hablar de invenciones ventajosas, no se contentan con alabarlas o comentarlas, sino que ofrecen, si puede ser, su fábrica o su tierra, sus capitales o su dedicación, para hacer el ensayo.


No faltan viajeros e innovadores de esta clase para interesarse, incluso para entusiasmarse, en la idea de las aplicaciones posibles del método Jacotot. Pueden ser educadores en ruptura con el Viejo. Así sucede con el profesor Durietz, nutrido desde su juventud de Locke y Condillac, de Helvetius y Condorcet, y que pronto se lanzó al asalto del «edificio polvoriento de nuestras instituciones góticas».[93] Profesor en la escuela central de Lille, había fundado, en la misma ciudad, un centro inspirado por los principios de estos maestros. Víctima del «odio ideologívoro»* que el Emperador dedicaba «a toda institución que no encajaba con su objetivo de control universal», siempre decidido a deshacerse de los métodos que proceden retrocediendo, fue a los Países Bajos para educar a los hijos del príncipe de Hatzfeld, embajador de Prusia. Fue allí donde oyó hablar del método Jacotot, visitó el centro que un antiguo politécnico, el Señor de Séprès, había fundado sobre estos principios, reconoció su conformidad con los suyos, y decidió propagar el método por todas partes donde pudiera. Eso es lo que hizo durante cinco años en San Petersburgo, en casa del Gran Mariscal Pasehoff, del príncipe Sherbretoff y de algunos otros dignatarios amigos del progreso, antes de regresar a Francia, no sin propagar de paso la emancipación, tanto en Riga como en Odessa, en Alemania y en Italia. Ahora quiere «alzar el hacha sobre el árbol de las abstracciones» arrancando si se puede «hasta las fibras de sus últimas raíces».[94]


Habló de sus proyectos con el Señor Ternaux, el ilustre fabricante de telas de Sedán y diputado de la extrema izquierda liberal. No se podía encontrar nada mejor, en cuanto a industrial ilustrado: Ferdinand Ternaux no se había conformado con hacer resurgir la fábrica quebrada de su padre y con hacerla prosperar a través de los desordenes de la Revolución y del Imperio. Quiso hacer obra útil para la industria nacional en general, favoreciendo la producción de cachemiras. Con este fin, reclutó a un orientalista dé la Biblioteca nacional y lo envió al Tíbet a buscar un rebaño de mil quinientas cabras para aclimatarlas en los Pirineos. Ardiente amigo de la libertad y de la Ilustración, quiso ver por sí mismo los resultados del método Jacotot. Convencido, prometió su apoyo, y, con su ayuda, Durietz se hizo fuerte para aniquilar a los «mercaderes de supinos y de gerundios» y demás «sátrapas del monopolio universitario».

Ferdinand Ternaux no era el único fabricante que avanzaba de este modo, sin reparar en los obstáculos. En Mulhouse, la Sociedad Industrial, institución pionera debida al dinamismo filantrópico de los hermanos Dollfus, confió a su joven animador, el Doctor Penot, el cuidado de un curso de enseñanza universal para los obreros. En París, un fabricante más modesto, el tintorero Beauvisage, oyó hablar del método. Había sido obrero, se había formado completamente solo, y ahora quería extender sus negocios fundando una fábrica nueva en La Somme. Pero no quería separarse de sus hermanos de origen. Republicano y francmasón, soñaba con convertir a sus obreros en sus asociados. Este sueño, por desgracia, encuentra una realidad mucho más desagradable. En su fábrica, como en todas las otras, los obreros se envidian entre ellos y sólo se ponen de acuerdo contra el amo. Él querría darles la instrucción que destruyera en ellos al viejo hombre y permitiera así la realización de su ideal. Para eso se dirigió a los hermanos Ratier, discípulos entusiastas del método, uno de los cuales predica la emancipación todos los domingos en el Mercado de las Telas.

Junto a los industriales, también están los militares de progreso, los oficiales ingenieros y, principalmente, los de artillería, guardianes de la tradición revolucionaria y politécnica. Es así como el teniente Schoelcher, hijo de un rico fabricante de porcelana y funcionario de ingeniería en Valenciennes, va regularmente a visitar a Joseph Jacotot que está allí temporalmente retirado. Un día le trajo a su hermano Víctor, que escribe en distintos Diarios, que ha visitado los Estados Unidos y que ha regresado indignado de que aún exista en el siglo xix esta negación de la humanidad que se llama esclavitud.

Pero el arquetipo de todos estos progresivos es seguramente el Señor Conde de Lasteyrie, septuagenario y Presidente, fundador o alma de la Sociedad de Fomento para la Industria Nacional, de la Sociedad de la Instrucción Elemental, de la Sociedad para la Enseñanza Mutua, de la Sociedad Central de Agronomía, de la Sociedad Filantrópica, de la Sociedad de los Métodos de Enseñanza, de la Sociedad de Vacunaciones, de la Sociedad Asiática, del Diario de Educación y de Instrucción y del Diario de los Conocimientos Usuales. No nos riamos, por favor, al imaginar a algún académico barrigudo, dormitando pacíficamente en todos esos sillones presidenciales. Al contrario, el Señor de Lasteyrie es conocido por no parar de moverse. En su juventud ya había visitado Inglaterra, Italia y Suiza para mejorar sus conocimientos en economía y mejorar la gestión de sus dominios. Partidario inicialmente de la Revolución, como su cuñado el marqués de La Fayette, tuvo sin embargo que esconderse en España hacia el año iii. Allí había aprendido la lengua, lo suficiente para traducir diversas obras anticlericales, había estudiado las ovejas de raza merina, lo suficiente para publicar dos libros al respecto, y había aprendido sus virtudes, lo suficiente para llevar a Francia un rebaño. También había recorrido Holanda, Dinamarca, Suecia -de donde se trajo el colinabo-, Noruega y Alemania. Se había ocupado del engorde de los ganados, de las fosas apropiadas para la conservación de los granos, del cultivo del algodonero, del glasto, del añil y de otros vegetales indicados para producir el color azul. En 1812 había conocido la invención de la litografía por Senefelder. Inmediatamente se fue para Munich, aprendió el método y creó en Francia la primera prensa litográfica.

Los poderes pedagógicos de esta nueva industria lo orientaron hacia las cuestiones de la instrucción. Entonces militó para conseguir la introducción de la enseñanza mutua a través del método de Lancaster. Pero no era nada excluyente. Entre otras sociedades, había fundado la Sociedad de los Métodos de Enseñanza para el estudio de todas las innovaciones pedagógicas. Informado por el rumor público de los milagros que se hacían en Bélgica, decidió ir él mismo para ver las cosas in situ.

Siempre activo con setenta años -le quedaban aún veinte años para vivir, para escribir libros y para fundar sociedades y revistas con el objetivo de atacar el oscurantismo y promover la ciencia y la filosofía-, había tomado su coche de caballos, había visitado al Fundador, había visitado la institución de la señorita Marcellis, había puesto ejercicios de improvisaciones y redacciones a las alumnas y había comprobado que escribían tan bien como él. La opinión de la igualdad de las inteligencias no le daba miedo. Veía ahí un gran estímulo para la adquisición de la ciencia y de la virtud, un gran golpe dado a esas aristocracias intelectuales bastante más funestas que cualquier poder material. Esperaba que se pudiera demostrar la exactitud. Entonces, pensaba, «desaparecerían las pretensiones de esos genios orgullosos que, creyéndose privilegiados por naturaleza, se creen Igualmente con el derecho de dominar a sus semejantes y de rebajarlos casi hasta el nivel de la bestia, con el fin de gozar en exclusiva de los dones materiales que distribuye la ciega fortuna y que ellos sólo saben conseguir aprovechándose de la ignorancia de los hombres».[95] Volvió entonces para anunciarlo a la Sociedad de los Métodos: acababa de darse un paso inmenso en la civilización y en la felicidad de la especie humana. Era un método nuevo que la Sociedad debía examinar y que debiera ser recomendado primordialmente entre aquellos que estaban listos para acelerar los progresos de la instrucción del pueblo.