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El doctor Choe extrajo de su delantal un manojo de llaves oxidadas y con una de ellas abrió la puerta blindada. Acto seguido invitó a Cayetano y a sus acompañantes a ingresar a una sala a oscuras, donde olía a humedad. Encendió la luz.

Cayetano se acomodó los espejuelos y vio pasillos formados por estantes metálicos, repletos de cajas de volúmenes empastados en color azul oscuro.

—Aquí almacenamos las obras completas de nuestro querido gran camarada Kim Il Sung —anunció el doctor Choe, indicando con veneración hacia el pasillo central—. Conservamos más de mil tomos con textos que cubren desde su infancia hasta sus últimas palabras.

Ojalá no me invite a examinarlos, pensó Cayetano, preocupado. Una negativa de su parte podrían considerarla un acto inamistoso y la represalia podría acarrear el fin de su visita al museo, cuando no la expulsión del Estado totalitario. Se le erizó la piel de solo ver los muros y el cielo de hormigón, con aspecto de búnker atómico, que acusaba manchas de humedad.

—Pase por acá —ordenó el doctor Choe mientras los coreanos hacían reverencias ante los libros de tapas azules.

Más allá el doctor Choe detuvo su marcha frente a un clóset de metal. Abrió el mueble con una llave y en su interior vieron cajas de madera con etiquetas adosadas a los costados.

—Aquí está el códice que usted busca y que en verdad se denomina Códice Tortuga —anunció con voz trémula el doctor Choe mientras ponía una caja sobre una mesa y se daba a la tarea de desanudar la cinta que amarraba la caja—. ¡Mire cuán bello es!

Cayetano sintió que su cuerpo se estremecía por completo. ¡Allí estaba el códice con el que había soñado Joe Pembroke! No se trataba solo de uno o dos recuadros, como había supuesto, sino de una tira, diría casi completa, de tal vez ocho o doce escenas perfectamente plegadas en forma de acordeón, concluyó Cayetano, al ver el abigarrado despliegue de coloridas figuras pintadas en la primera página de amate.

Acercó su rostro para verlo mejor.

—No lo toque —advirtió el especialista norcoreano.

Cayetano se aproximó aún más al códice. Sobre el fondo ocre y verde de la portada había figuras con máscaras y plumas que ejecutaban danzas rituales y representaban oficios, en su mayoría guerreros y artesanales. Detrás de ellas, como un paisaje de fondo, destacaban construcciones piramidales escalonadas y palacios de piedra, que Cayetano identificó con las pirámides y las residencias de los nobles mayas.

El doctor Choe desplegó las secuencias siguientes del amate. Cayetano vio ahora verdaderas ciudades ceremoniales en medio de una selva tupida. Las identificó como Tikal y El Tajín, pero también creyó que podían ser Teotihuacán, Monte Albán o Mida. El corazón le palpitaba con más fuerza. Eran imponentes aquellos coloridos dibujos de contornos claros, desplegados sobre una superficie de textura suave como la hoja del tabaco de Viñales, pensó con el pecho a punto de estallarle de emoción.

—¡Retire su mano! —ordenó Li, traduciendo la reacción airada del doctor Choe.

—Disculpe, no me di cuenta de lo que estaba haciendo —dijo Cayetano sin poder dar crédito al hecho de que había puesto sus dedos sobre un documento con más de medio milenio de antigüedad.

—Es un códice maya precolombino grandioso —comentó el doctor Choe, cambiando de tono, volviéndose amable—. Son ocho escenas del año 1422. Fue traído por la flota coreana que surcó los mares del mundo.

—¿Está seguro de la fecha?

—Absolutamente. En la tercera secuencia está la fecha exacta, según el calendario maya.

—¿Cómo lo consiguieron?

—Hace más de seis siglos. Lo trajeron de Occidente los legendarios barcos tortuga. Eran unas naves imposibles de tomar por asalto porque contaban con un blindaje cóncavo, de madera, sobre la cubierta, y numerosas puntas de lanza fijas que recibían al enemigo. Como ve, fuimos los coreanos quienes inventamos el acorazado, señor Brulé —afirmó con orgullo el historiador.

—¿Y esos barcos tortuga llegaron hace seis siglos a las costas americanas?

—Eso lo desconocemos. Pero uno de esos barcos atacó en 1422 una nave de juncos del capitán chino Zhou Wen, miembro de la flota de ciento siete naves del temible almirante eunuco Zheng He, que volvía de Centroamérica.

—¿Venían de vuelta de Centroamérica?

—Así es. Y nuestros valerosos marinos de los barcos tortuga descubrieron que la nave transportaba tesoros del Nuevo Mundo. Y entre ellos estaba este códice, denominado por lo mismo Códice Tortuga. Como ve en la secuencia cuatro —le mostró una fila de símbolos y animales—, es anterior a la llegada de los españoles, en 1492, a las Antillas.

¡Por fin lograba reconstruir el genial proceso lógico que había inferido Joe Pembroke a partir de deducciones y especulaciones, sin necesidad de visitar Pyongyang! El códice estaba en ese museo asiático y se había salvado de la hoguera del fray De Landa solo por un azar de la historia y por el ataque de barcos tortuga a una nave imperial china. Si Zhou Wen no hubiese tenido ese códice maya a bordo, y los acorazados coreanos no se hubiesen cruzado con los navíos chinos, el documento maya no estaría allí, como correctamente lo había supuesto Pembroke desde el otro extremo del planeta.

—¿Y qué significan estos dibujos y símbolos? —preguntó Cayetano, ansioso a la vez porque el doctor Choe continuase mostrándole las secuencias siguientes de una obra que le hablaba desde el pasado y que ningún otro latinoamericano había visto jamás en su vida.

—Lo ignoramos —explicó Choe, bajando los ojos—. Aún no contamos con especialistas en esa etapa de América y nos asusta enviar el códice a Europa o América para que lo interpreten. El imperialismo comandado por Washington o la visión no científica del mundo promovida por el Vaticano pueden destruirlo solo para causarnos daño.

—Es una lástima —comentó Cayetano mientras el doctor Choe apartaba la lámina de papel biblia y pasaba con cuidado a otra secuencia. También era una maravilla, recargada de bailarines o guerreros que avanzaban por una selva verde y espesa, y que en la escena siguiente surcaban rutas adoquinadas que conducían a mercados indígenas, y llegaban luego a puertos donde atracaban veleros que no eran naos españolas, sino cayucos mayas, que zarpaban desde una costa que, por la cercanía de una isla, que debía ser Cozumel, se asemejaba a la península de Yucatán.

—Aquí comprueba usted algo sorprendente —apuntó el doctor Choe, indicando con sus dedos finos hacia los dibujos en el amate—. Y es lo siguiente: ya en esa época los mayas tenían una noción clara de la configuración de sus territorios.

—Es cierto —añadió Cayetano.

—Ahí claramente está Cuba con su forma de caimán invertido, frente a los cayos de La Florida, y más al oriente ve usted La Española y Puerto Rico, y el arco de las Antillas, fácilmente reconocible —añadió Choe, señalando isla tras isla—. Y aquí está la costa norte de América del Sur, que se diluye porque el tamaño del códice no permitió continuar pintando su geografía.

—¿Conocían la topografía de todo el continente? —preguntó Cayetano, azorado, pensando en las teorías de Pembroke y Forbes—. ¿Cómo?

—Pues porque eran eximios navegantes —repuso el coreano—. Pero permítame llegar a la última escena, puesto que se nos acaba el tiempo.

—¿Han venido occidentales a ver esto? —preguntó Cayetano.

—¿Occidentales?

—Sí, gente como yo, no de Corea o China.

Ahora las manos del arqueólogo mostraban una nueva ilustración, más colorida y compleja que las anteriores, aunque al mismo tiempo más pálida, como si los siglos y la luz se hubiesen coludido para ir disipándola. Mostraba naves de tronco con generoso velamen desplegado ante las puertas y los muros que circundaban ciudades.

Cayetano asoció aquella secuencia con el puesto de observación maya de la reserva de Sian Ka’an, entre Tulum y Punta Allen, que había interesado a Puskas y a Pembroke.

—Pocos occidentales han tenido la oportunidad de contemplar esta maravilla, señor Brulé —comentó el doctor Choe con los ojos humedecidos por la emoción—. Solo usted y unos españoles que estuvieron hace un año aquí.

—¿Españoles? —preguntó Cayetano.

—Un par de estudiosos de España.

—¿De dónde?

—De Cádiz.

Cádiz, pensó Cayetano, impresionado de nuevo por las casualidades, y se dijo que tantas casualidades no podían deberse a la casualidad.

—¿Qué querían? —preguntó, ansioso.

—Querían comprarlo —repuso el norcoreano, grave—. Hicieron una oferta a nuestro gran líder, pero nuestro gran líder la rechazó.

—¿Por qué?

—Porque la historia de nuestro pueblo no se vende.

Li tradujo esas palabras con emoción y lágrimas en los ojos, empuñando una mano en alto, subrayando que el querido gran líder no vendía la identidad cultural del pueblo de Corea ni por todo el oro del mundo.

—¿Y cómo se llamaban esos españoles? —indagó Cayetano.

—No recuerdo sus nombres.

Y diciendo esto, el doctor Choe pasó a la próxima secuencia, y al hacerlo dejó al descubierto un formulario oficial como el que Cayetano había tenido que responder para Li, y que ella a su vez había entregado en la puerta al doctor Choe. Cayetano notó que el documento, llenado a mano, daba el nombre del último interesado en ver el códice: Rodrigo Vibar Castillo. Cayetano del Toro 14, Cádiz.

Pero cuando Choe apartó la lámina de papel biblia y dejó al descubierto la última escena del Códice Tortuga, Cayetano entendió el sentido profundo de aquel documento: era la crónica ilustrada de una nave que zarpaba desde una ensenada del Caribe, navegaba a lo largo de la costa este norteamericana, y cruzaba el Atlántico para arribar justamente a esa escena que él veía ahora pero sin poder dar crédito a sus ojos.

—¡Esto es increíble! —exclamó el detective, azorado, con las sienes a punto de estallarle de la emoción.

—A mí me gusta más la escena anterior, porque ilustra con claridad la vida cotidiana de los navegantes de esa época en alta mar —opinó tranquilo el doctor Choe.

Y Cayetano Brulé se dio cuenta en ese preciso instante de que el coreano decía aquello de forma tan ecuánime porque no podía ver lo que él estaba viendo, y esto por la sencilla razón de que nunca había salido de Pyongyang y de que por lo tanto era completamente ciego ante el paisaje y la gente que representaba la última secuencia del Códice Tortuga.

Quedó por lo tanto estupefacto, sin poder cerrar la boca y con los ojos desorbitados. Prefirió no comentar lo que pensaba que veía. Prefirió disimular los sentimientos que lo estremecían y que de golpe lo hacían comprender la historia de otro modo y entender el crimen del profesor Pembroke bajo otra luz, en un escenario cualitativamente diferente.

Ahora entendía las cosas de otra forma, se dijo con un escalofrío: el último amate del Códice Tortuga representaba con nitidez suprema el arribo de un cayuco a vela con sesenta remeros del color del maíz, ataviados con plumas y guiados por un cometa que sonreía desde el firmamento, a una ciudad amurallada que se comunicaba a través de una gran puerta con los muelles vecinos.

Por sobre las almenas de los altos muros sobresalían tejados y, por sobre estos, un campanario pintado de rojo, rematado con una cruz. Era una ciudad que dividía la corriente de un río anchuroso, con puentes, calles y plazas que recorrían hombres de barba rubia y mujeres de atuendos largos, niños pálidos, caballos, coches y perros, vista que a Cayetano Brulé le secó la boca, le hizo bombear el corazón con furia y lo convenció de que lo que estaba viendo allí, en ese sótano frío y lúgubre de Pyongyang, era nada más y nada menos que ¡el desembarco de los habitantes del Nuevo Mundo en la ciudad irlandesa de Galway, mucho antes de que Cristóbal Colón llegase a las islas del Caribe!