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¿Qué querría contarle Camilo? ¿Algo realmente nuevo en relación con el asesinato de Pembroke o simplemente deseaba verlo para pedirle más dinero? No le quedaba otra que esperar a que llegara el domingo. Pero el bicho de la curiosidad no le dio tregua y por ello esa noche preparó unas sopaipillas pasadas con chancaca y varias medidas de ron, y a la mañana siguiente se puso gabardina y boina y salió a buscarlo al sitio donde lo había encontrado, cerca de la playa Caleta Abarca, bajo la carretera elevada.

El viento norte acarreaba negras nubes barrigonas y crispaba el Pacífico. Las olas escupían espuma atronando contra los roqueríos. El vasto espacio entre los pilares y el mar estaba desolado. Regresó a Valparaíso, subió por calle Ferrari hasta cerca de la residencia de El Jeque, estacionó en una cancha de tierra y caminó hacia el claro donde asesinaron a Pembroke.

Una sensación de agobio se afincó en su alma cuando llegó al lugar. La brisa peinaba los cerros y mecía las ramas de los espinos, testigos mudos de la tragedia. El profesor estadounidense ya no era solo la víctima anónima de un crimen que investigaba, sino alguien cercano y simpático, de pronto casi familiar. El caso ya no era un asunto de dólares más o menos. No, ahora Pembroke se le había metido en el alma, alimentaba su anhelo de dar con los culpables y de allanar el camino a la justicia. Tiene razón Camilo, pensó, en esta ladera abundan los espinos y los arbustos, que no tardarán en ser talados y vendidos como leña por delincuentes. Hasta el momento la vegetación espesa solo sobrevivía en los dominios de El Jeque, se dijo mirando hacia la ladera de enfrente, una inclinación yerma y pronunciada, desde donde Camilo había presenciado el crimen.

Regresó dos horas más tarde al Turri bajo una lluvia densa, embargado por una mezcla de amargura e impotencia. Suzuki ya no estaba en el despacho, pero sobre su escritorio lo esperaba una caja de DHL, enviada desde Estados Unidos. Contenía seguramente los textos del profesor Joe Pembroke que había solicitado.

Constató que se trataba de sus libros, de una veintena de ensayos de regular extensión y de textos impresos en hojas reciclables A4. Apiló todo junto al teléfono para llevarlo más tarde a casa y bajó a calle Prat con un par de ensayos envueltos en plástico bajo el brazo. Llovía, pero la curiosidad lo acicateaba.

Subió al cerro Alegre en el ascensor y caminó hasta el café Amor Porteño, de Almirante Montt, donde colgó la gabardina de un perchero. Se sentó a una mesa y ordenó un cortado. Luego se puso a examinar los escritos de Pembroke. Casi todos versaban sobre lo mismo: la conquista, el Popol Vuh y el Chilam Balam, el Diario de navegación de Cristóbal Colón, las cartas de relación de Hernán Cortés y de Andrés Tapia, las narraciones de Bernal Díaz del Castillo y de fray Diego de Landa. Se trataba de rutilantes figuras de la historia iberoamericana, de las cuales Cayetano poco o nada sabía.

Apenas dos ensayos estaban dedicados a otro tema: el desarrollo marítimo de los pueblos precolombinos del Caribe. A juicio de Pembroke, la historiografía tradicional había descuidado ese aspecto, generando con ello la imagen errónea de que los pueblos precolombinos, incluso los mayas costeños, vivían apegados a la tierra y eran incapaces de hacerse a la mar. Aquel déficit distorsionaba la historia, perjudicaba la imagen de la cultura americana y constituía un agravio inaceptable para los indígenas del Caribe, en general, y los mayas, en particular. Pembroke subrayaba que los mayas eran ya en el siglo XV notables navegantes, a la par de los legendarios marinos portugueses y españoles.

«La prueba del alto nivel alcanzado en la tecnología marina y la navegación por ciertos pueblos caribeños está constituida por las descripciones —escasas, aunque concretas que algunos conquistadores hicieron de las naves que vieron en el Caribe», citaba Pembroke del ensayo Yerros y aciertos en la observación de la tecnología marítima, del doctor Craig Winkelhahn. Pembroke reunía citas de crónicas de la época y de artículos modernos y, a partir de ello, extraía conclusiones atractivas, osadas, llenas de admiración por los indígenas americanos, que le obsequiaron a Cayetano una nueva comprensión de estos.

Pensó en el Caribe, en su isla en forma de caimán, en la ciudad con malecón y columnas, de lluvias y huracanes, de ese calor húmedo y pegajoso que empalaga el alma. Y pensó también en los taínos y los caníbales, y en que, como aseveraba Pembroke, muchos de los habitantes del Mediterráneo americano disponían de mapas aproximados, cuando no exactos, de sus territorios.

Constató que para sustentar su punto de vista, Pembroke se valía de fuentes seleccionadas con esmero en crónicas y archivos. No solo eso, además celebraba a unos especialistas y rebatía a otros. Era evidente que el profesor hablaba desde una visión marginada por minoritaria y alternativa de la historia, concluyó Cayetano, ofuscado por su ignorancia sobre el tema. Luego ordenó un Barros Jarpa. Por los altavoces del café llegaba Roy Orbison cantando «Pretty Woman». Afuera el agua lavaba los adoquines.

Le ayudaban a entender mejor la materia los sumarios que encabezaban los ensayos de Pembroke. Admitió que habría cursado feliz la carrera de historia porque un historiador era en el fondo un detective que se zambullía en el pasado. Además, le parecía estupendo que alguien pudiese ganarse la vida escribiendo sobre asuntos ocurridos medio milenio antes y en torno a los cuales debatían versiones discrepantes. A su padre, pensó, le habría gustado tal vez que él hubiese sido historiador.

Tenía que ponerse en contacto con los colegas de Pembroke. Seguro que más de alguno conocía episodios de su vida que la viuda ignoraba y que la policía estadounidense no había explorado, convencida, como estaba, de que el profesor había muerto por involucrarse en negocios turbios en un país latinoamericano. La ocasión perfecta yacía sobre la mesa, según había podido averiguar con Lisa: la reunión anual de la MLA, la Asociación de Lenguas Modernas de Estados Unidos, creada en 1883 para promover el estudio y la enseñanza de la lengua y la literatura. En la actualidad agrupa a dos mil colleges y convoca cada año a miles de profesores y aspirantes a una plaza académica. Ese año sesionaba en Chicago.

No debía pasarlo por alto: otra vez aparecía México en la investigación. Los textos de Pembroke giraban en torno a las civilizaciones prehispánicas, la conquista iniciada por Hernán Cortés en el pueblo de Villarrica, donde estaban las ruinas de su primera casa en el continente, y el período de la colonia. ¿Y qué decir de la guadaña del Ángel de la Santa Muerte? ¿Qué vínculo tenía eso con Pembroke? En rigor, alrededor del asesinato del profesor comenzaban a girar la historia y la cultura de México. Pero ¿qué significaba para su investigación la guadaña, asociada a la vez con la representación medieval de la muerte y la santísima señora mexicana, dueña de todo y todos?

El Barros Jarpa del local lo reconfortó porque era el primer bocado caliente que probaba desde el desayuno. Pensó en su despacho y en la gotera en los días de lluvia intensa. Se defendía de ella desplegando un plástico en el suelo e instalando cubos de aluminio que despedían una música hipnótica mientras se iban llenando. Tal vez los inversionistas chinos repararían definitivamente la filtración.

¿Le permitiría Lisa Pembroke viajar a Chicago a entrevistarse con los colegas de su malogrado esposo? A ratos tenía la impresión de que sus pesquisas revolvían en exceso el doloroso pasado reciente de la mujer. Su investigación era como esas olas que revientan en la playa, desparramando algas y arena, enturbiando el agua.

Además, ¿disponía Lisa de la voluntad para financiarle otro viaje? Si se alojaba en el Astoreca, del paseo Yugoslavo, frente al Museo Baburizza, era porque dinero no le faltaba, concluyó. Pero una cosa era no enfrentar penurias financieras y otra, desde luego, aprobar nuevos viajes. Ella estaba invirtiendo bastante en la pesquisa, pero él aún no le servía un plato auténticamente sustancioso en la mesa.

—¿Cayetano Brulé? —le dijo de pronto un mozo con un inalámbrico en la mano.

—El mismo.

—Un llamado para usted.

Chequeó su celular. Tenía varias llamadas perdidas de Suzuki nuevamente. Cuando se concentraba en los temas, no escuchaba su teléfono. ¿Era eso o se estaba quedando sordo?

—¿Sí? —gritó, cubriéndose la otra oreja con la palma de la mano.

—¿Jefe?

—Dime, Suzuki.

—Me llamó el futbolista para anunciarme que cancela el partido de mañana.

—¿Qué pasó? —exclamó Cayetano, sorprendido.

—Dice que Camilo se arrepintió. Lo llamará en cuanto tenga novedades.