29
Después de cenar se fueron al tradicional evening walk de los viernes, por las galerías de arte. Las calles, convertidas a esa hora en bulevares, se inundaban de una entusiasta marea de gente vestida de blanco, el color obligado para asistir al recorrido. Compraron cerveza en un quiosco. Más allá, en un escenario, una banda tocaba jazz.
—¿De qué pudo haber estado escribiendo el profesor en el crucero? —preguntó Cayetano sin poder recordar el nombre de la pieza que interpretaban, algo que le estaba ocurriendo con mayor frecuencia con los títulos de libros y películas.
—Es «Take Five», de Dave Brubeck —dijo Soledad, adivinando su pensamiento—. ¿Te gusta?
Le dijo que en jazz sentía una debilidad por Ben Webster y Coleman Hawkins, y en música latina por Beny Moré y su amigo Paquito D’Rivera. Luego volvió a preguntarle sobre lo que podía haber estado escribiendo Pembroke al momento de ser asesinado. Pero ella le aclaró que lo ignoraba.
—¿No eras acaso su asistente de investigación?
—Un catedrático de ese nivel no revela su proyecto a asistentes. Imparte como mucho instrucciones que dan una visión fragmentada de lo que persigue. Ya te dije, en la academia abunda el espionaje y cada full professor líder se cuida de ello. Por eso arma una corte de leales assistant professors, de dóciles ayudantes y fieles discípulos. La promoción y el futuro de todos ellos dependerán en gran medida de él.
Bebió de su vaso. Era una cerveza insípida, pero al menos estaba fría, pensó Cayetano alisándose la guayabera.
—O sea que algunos académicos son como cardenales —comentó con saña.
—No te burles —reclamó Soledad, mirando hacia la banda de jazz.
—No me burlo. Digo lo que pienso.
—En ese mundo se disputan cuotas de poder ínfimas, pero esenciales para triunfar: la oficina con mejor vista, la más distante del ascensor o la más silenciosa, pasajes en clase económica y viáticos para congresos y simposios, o espacio para publicar en revistas académicas —meneó la cabeza—, y me temo que así es en todas partes.
Soledad había obtenido un par de años antes el doctorado en español. Su tesis versaba sobre la relación entre historia y mito en la legendaria Visión de los vencidos, del profesor mexicano Miguel de León-Portilla. Confiaba en que su trabajo, guiado por Pembroke, le abriría las puertas a un college de primera. Sin embargo, atribuía su fracaso a una conjura de los adversarios del profesor, que desconfiaban de ella por ser su discípula.
Sin lugar a dudas, su momento estelar lo había alcanzado como asistente de Pembroke. Desde esa plaza recolectaba información para él y lo sustituía en clases mientras él asistía a congresos. Recibía un salario modesto, que le permitía pagar el cuarto en una pensión apartada y darse algunos gustos.
—¿No te atreves a especular sobre qué tema puede haber estado escribiendo cuando lo asesinaron? —preguntó Cayetano, soltándose los botones superiores de la guayabera.
Soledad bebió cerveza como para imponer una tregua. Parecía agobiada por el recuerdo de Pembroke y su falta total de perspectivas. La imaginó en su habitación, acompañada solo de libros sobre la América precolombina y su tesis de doctorado, aún inédita.
—Lo ignoro —dijo ella—, pero sospecho que pretendía ir más allá de Jack D. Forbes.
—¿En qué sentido?
—No lo sé.
—Debe haber ido más allá de Forbes —repitió Cayetano, burlón, afilándose las puntas del bigote—. Es una buena manera de formularlo, pero no me ayuda mucho. Dime una cosa, Soledad. —Posó una mano sobre el hombro de ella—. ¿Nunca escuchaste hablar de Efraín Solórzano del Valle?
—¿No es un profesor mexicano?
—Positivo.
Ella se mordió el labio superior, haciendo memoria.
—Creo que era medio amigo de Joe.
—¿Lo conociste?
—No, pero recuerdo haber llevado algo de la correspondencia entre ellos. Vivía en México.
—¿Eso es todo cuanto sabes? —preguntó.
Ahora subían al escenario Óscar D’León y su orquesta. La calle rugió al reconocerlo y comenzó a bailar al ritmo de la salsa.
—Ya no me hago ilusiones de entrar a la carrera académica —dijo Soledad—. Creo que podría ser feliz trabajando como vendedora en una boutique o secretaria en una empresa. Lo prefiero a ese mundo de odiosidades y frustraciones. —Un rictus de amargura afloró en su rostro—. Yo trabajé para el profesor Pembroke, conocí ese mundo y terminé en la calle.
—¿Qué propones entonces? —Cayetano arrojó su vaso vacío a un latón.
—Que me lleves como tu asistente. No te cobro nada y puedo dormir en cualquier rincón. Solo necesito que me pagues el pasaje.
Era inteligente y seductora, y a él de pronto le entusiasmó la perspectiva de que lo acompañara a Valparaíso. Podría alojarla en casa y financiar su traslado con los viáticos. Podría maquillarlos ante Lisa Pembroke como gastos personales. Andrea Portofino no exigiría explicaciones por una nueva inquilina, porque ella tampoco se las daba por los inquilinos que instalaba temporalmente en su departamento de la población Márquez. Se preguntó si la poeta tendría aún el libro de Fernando Pessoa sobre su mesita de noche.
Óscar D’León cantaba ahora «Que me quiten lo bailao». Cayetano sintió que el ritmo de la percusión y las claves se le colaba en la sangre de forma repentina. Sus ojos vagaron hasta el tentador triángulo de piel bronceada que dejaba al descubierto la blusa entreabierta de Soledad. De solo imaginar sus senos se le despeinó el alma.
—¿Te gusta la salsa? —preguntó ella, aproximándose a él.
—Para bailar, nada como la salsa.
—Me muero por bailar salsa en América Latina —dijo ella, tan cerca que Cayetano pudo aspirar su hálito a cerveza—. ¿Hay locales de salsa en Valparaíso?
Le dijo que muchos y que tal vez una noche podrían ir a La Piedra Feliz, donde tocaban notables grupos de salsa y también Los Blue Splendor.
—Entonces, ¿por qué no me llevas? Podría ayudarte de varias formas. Vamos, Cayetano, no seas malito.
¿Y qué si Soledad estaba al servicio de quienes habían asesinado a Pembroke?, se preguntó Cayetano. ¿Qué tal si no era el ángel que aparentaba ser, sino una agente que se le ofrecía para impedir que él dilucidase el crimen?
Contempló el perfil de la mujer, que se recortaba contra la noche cálida, engalanada por la voz de Óscar D’León. Quizá estaba hilando demasiado fino y la mujer no era espía de nadie. A lo mejor ni la historia precolombina ni las batallas de la academia estadounidense tenían algo que ver con el asesinato de Pembroke, y él, Cayetano, andaba dando palos de ciego por el mundo.
—Yo me acomodo a lo que digas —agregó ella, adosando su vientre y sus senos al cuerpo del detective—. Ya me despedí del sueño de ser catedrática. Sin Joe quedé huérfana y sus enemigos jamás me perdonarán.
—No es fácil acomodarte allá en Valparaíso, Soledad.
—Vamos, no seas así. No te costará nada. —Ella acercó sus labios a los suyos y deslizó su mano entre los botones de la guayabera y la detuvo sobre su pecho velludo—. ¿Qué te cuesta meterme en tu maleta?
Antes de que él respondiera, ella lo besó. Fue un beso largo y apasionado. Después se fueron abrazados a su hotel del French Quarter.