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A la altura de Prat advirtió que lo seguía un automóvil. No pudo distinguir el modelo ni la matrícula, porque sus focos lo encandilaban. Apuró el paso y subió por la empinada calle Urriola para deshacerse de sus perseguidores. Si insistían en su propósito, tendrían que desplazarse en contra del tránsito, una maniobra complicada y riesgosa en esa calle estrecha. Hubiese querido portar consigo su Beretta, pero el gatillo se había encasquillado y la estaban reparando en un taller clandestino del puerto.
Echó una mirada hacia el plano y la aparición de los focos doblando en la esquina lo intranquilizó. No había duda alguna. Lo seguían. Era un taxi. Pudo ver su panza negra con techo amarillo. Seguramente robado, pensó. Apuró el paso y el corazón se le aceleró de golpe. Tomó por la escalera Fischer, que asciende hasta el pasaje Gálvez. Confiaba en escapar por esos lados. Desde allí le sería fácil llegar a su casa, en el Gervasoni. Ni Batman en su batmóvil podría seguirlo por esa escalera y los pasajes.
Mientras vencía uno a uno los peldaños de hormigón escuchó que el taxi se detenía en Urriola. Luego vino el eco de portazos. Se volteó a mirar. Dos tipos subían ágilmente la escalera en pos de él. Uno de ellos portaba un instrumento largo en una mano. Temió lo peor. Apuró aún más el paso. Comenzó a subir de dos en dos los peldaños. Debía llegar cuanto antes hasta el pasaje Gálvez, que ahora le resultaba inalcanzable allá arriba, perfectamente delineado bajo el cono de luz de un farol. Una vez allí podría dejar atrás a los perseguidores.
Alcanzó la cúspide, pero resollando y con las piernas agarrotadas. Le faltaba el aire y las casas del cerro daban vueltas a su alrededor. Se dio cuenta de que no podría continuar por Gálvez, que ahora se alargaba desierto en la oscuridad, como burlándose de él. Las fuerzas no le darían para llegar hasta el Gervasoni. Sus perseguidores lo interceptarían antes y le darían el bajo. A eso venían, no a recitarle un poema o traerle un saludo. Fue entonces cuando descubrió la puerta de madera que cerraba el acceso a un pasaje que se internaba a lo largo de un jardín con árboles copiosos.
Destrabó el picaporte con sigilo, entró al pasaje y corrió a agazaparse detrás de la escalera de una casa. Escondió los documentos de Pembroke. No le cabía duda de que lo habían estado espiando mientras él los examinaba en el Antiguo Bar Inglés. Ahora podía escuchar el silencio de la noche y su propia respiración agitada y al mismo tiempo el tam-tam furibundo de su corazón desbocado. Oyó los pasos de sus perseguidores, que se detuvieron a metros de donde él se parapetaba, dubitando entre torcer por Gálvez hacia la izquierda o la derecha. Llevaban zapatillas deportivas, jeans y parkas negras. Uno de ellos parecía cargar una daga envuelta en un trapo, posibilidad que lo inquietó de veras y le secó la boca.
Pero lo que terminó por aterrarlo sin límite fue que los hombres llevaban la cabeza envuelta en una media de mujer, de modo que sus rasgos se deformaban, haciéndolos irreconocibles. Ahora sí estaba en juego su vida, se dijo, y pensó que algo semejante debían haber sentido Pembroke, Camilo y Matías antes de morir. Contuvo la respiración, en cuclillas, encomendándose a Yemayá, esperando inmóvil detrás de la escalera resignado a enfrentar lo que viniera.
Después de unos instantes interminables en los que Cayetano sudó la gota gorda, los tipos optaron por echar a correr en dirección a la escalera que comunica Gálvez con el paseo Gervasoni. Le quedó clara una cosa: ellos conocían su residencia.
Bajó a todo lo que daban sus pies por los peldaños que conducen a la calle Urriola, porque estimó que solo en un sitio concurrido estaría a salvo. Si tenía suerte, podría alcanzar la plaza Sotomayor, donde había vigilancia naval, o bien la plaza Aníbal Pinto, donde la variopinta bohemia porteña pulula hasta que sale el sol.
Al llegar a Urriola quedó paralizado: el taxi seguía estacionado allí, a metros de la escalera Fischer. Un tipo aguardaba dentro del vehículo, con las luces apagadas. Recordó lo que le había sucedido a Matías y echó a correr cerro arriba, hacia el pasaje Bavestrello, una escalera ancha que cruza entre casas de comienzos del siglo XX de arquitectura toscana. Debía subir a todo lo que le diera su corazón para llegar al Museo Baburizza, donde confiaba en que hubiese al menos un guardia encargado de cuidar la magnífica colección de pintura chilena de todos los tiempos, o bien al elegante hotel Palacio Astoreca, donde debía haber un vigilante.
Empezó a subir las escaleras del Bavestrello. Las piernas le pesaban como si llevara zapatos de plomo. No estaba ya para esos trotes. Llevaba demasiado arroz con frijoles, puerco asado, yuca y dulces de guayaba con queso en el cuerpo, demasiadas medidas de ron y mezcal, demasiados kilómetros recorridos sin hacer ejercicio. En cualquier momento el corazón renunciaba y se cortaba la película. Pensó en eso sin dejar de subir los peldaños, cuando escuchó que un vehículo se detenía en la entrada inferior del pasaje. Apuró aún más el paso, ya sin aliento, con las mejillas sudorosas, el bigotazo empapado, los espejuelos empañados, urgido por escapar de la trampa. Se volteó a mirar hacia abajo por un segundo, sin detener la marcha, y vio que se trataba del taxi.
Su chofer acababa de bajar del carro y ahora comenzaba a subir la escalera llevando un refulgente estilete en una mano y un celular en la otra. Iba dando instrucciones a través del aparato.
Cuando alzó la vista para contar los peldaños que aún le restaban para salir del pasaje Bavestrello, Cayetano escuchó un frenazo y un portazo de auto. De inmediato la silueta de dos hombres macizos llenó el vano: lo esperaban arriba con cuchillos.
Volvió sobre sus pasos, convencido de que le convenía volverse y alcanzar Urriola a como diese lugar. El chofer del taxi continuaba subiendo, con cierta calma, confiando en que él terminaría por caer en sus manos como una fruta madura.
Siguió descendiendo rápido, pero trastabilló y estuvo a punto de rodar escalera abajo. Recuperó el equilibrio y siguió bajando. Cuando el hombre quiso obstruirle el paso, Cayetano dio un brinco de gacela, inimaginable para su edad, juntó ambos pies en el aire y le propinó una feroz patada doble en la quijada al enemigo.
Lo vio irse de espaldas en cámara lenta, lo escuchó proferir un prolongado grito de rabia e impotencia, y luego sintió cómo su cabeza crujía como una sandía madura al azotarse contra el hormigón.
Cayetano se incorporó sintiendo dolor en los antebrazos y la cadera, pero continuó corriendo peldaños abajo para salir del Bavestrello. Al rato empalmó con Urriola y cuando hubo alcanzado el plano detuvo un taxi y pidió que lo llevara a una pequeña ciudad situada entre el Pacífico y Los Andes, a una hora de Valparaíso: Olmué.