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Se sentó en la última banca de la iglesia anglicana a esperar a O’Higgins Monardes. El templo, carente de imágenes, estaba vacío. Se armó de paciencia mientras contemplaba el órgano de dos cuerpos que tenía enfrente, y pensó en lo importante que había sido conversar con el maestro.

La noche anterior, tras visitar a Monardes, se había reunido a beber un borgoña con Anselmo Marín en la barra del Cinzano, de la plaza Aníbal Pinto. El Escorpión fue enfático, en el caso Pembroke no existía pista alguna que condujera a narcotraficantes locales o internacionales. El enigma se tornaba, por lo tanto, insoluble. Y aunque en un primer momento le pareció inverosímil que el crimen de Pembroke estuviese vinculado a cuestiones académicas, los indicios se iban decantando porfiadamente en esa dirección.

Alguien comenzó a tocar el órgano. Cayetano sintió en un comienzo que ascendía como un santo a los cielos. Tal vez era una pieza de Juan Sebastian Bach, que un alma talentosa interpretaba en el mejor órgano inglés de América Latina. A través de los vitrales la luz matinal iluminaba las partículas de polvo que danzaban en el aire. Se dijo que aquello era un universo con soles, planetas y satélites, y él un gigante que con un estornudo podía causar una catástrofe.

—Vamos mejor afuera —le susurró al oído el profesor O’Higgins Monardes cuando la música alcanzaba un molto vivace eufórico.

Salieron al jardín, donde el sol arrancaba destellos a las placas conmemorativas de la iglesia. Aún quedaban algunas en una ciudad donde los vándalos las robaban para venderlas a coleccionistas inescrupulosos.

—Cada domingo, a mediodía, ofrecen aquí conciertos gratuitos —comentó Monardes—. Es una iglesia neomedieval. La construyó en 1858 el arquitecto inglés William Lloyd por encargo de la colonia inglesa. Desde fuera parece una casa más porque en el siglo XIX sirvió de refugio para los ingleses que enfrentaban al catolicismo, que era, como hoy, mayoritario. Pero sígame —agregó el profesor, cogiéndolo del codo—. No es el templo lo que deseaba mostrarle.

Salieron del jardín de la iglesia, viraron a la derecha y caminaron por Pilcomayo hacia el antiguo Colegio Alemán. Así que en el siglo XIX se había librado en Valparaíso una batalla religiosa, que pocos conocían, pensó Cayetano. Pensó también en el cementerio de disidentes, que estaba en el cerro de enfrente y que había sido el primer camposanto para no católicos en Chile. Con anterioridad a él, en el país los no católicos no tenían derecho a ser enterrados en cementerios. Se detuvieron ante el edificio del colegio a contemplar la escalinata que asciende hasta la puerta de rejas de fierro que da al gran patio de cemento con arcadas y pimientos centenarios.

—El colegio fue levantado en 1857 por la colonia alemana. Durante más de cuarenta años enseñé aquí historia. Este edificio no tiene secretos para mí. Fue la etapa más dichosa de mi vida —aclaró Monardes, emocionado—. Entremos. Quiero mostrarle algo que va a interesarle.

En el patio los esperaba un hombre de pelo ensortijado y canoso, vestido con mono azul.

—Es don Lucho, el legendario mayordomo del colegio —anunció O’Higgins Monardes—. Vamos, venga, no se quede atrás.