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El libro lo deslumbró de tal modo que esa noche no pudo despegarse de él ni por un instante. Sin bostezos ni parpadeos transcurrió su lectura. Su agotamiento del día se convirtió en asombro y curiosidad nocturna. Cerró el libro solo tras terminar de leer la última línea, cuando el primer trino de pájaros horadaba la espesa alborada de Nueva Orleans.
The American Discovery of Europe fundamentaba una tesis original y conmovedora, que podía sintetizarse en una frase: los pueblos de la península de Yucatán habían llegado antes a Europa que los europeos al Caribe. Antes. ¡Antes que Cristóbal Colón a la isla de San Salvador! Así de básica, rupturista y revolucionaria era la tesis del profesor Jack D. Forbes, concluyó Cayetano con su obra apoyada sobre el pecho desnudo, las palmas bajo la cabeza y la vista fija en el ventilador.
Pero Forbes no construía una mera especulación, una endeble teoría afirmada con alfileres ni un castillo de naipes. No, su tesis se nutría de citas y ejemplos contundentes que demostraban que cuando Cristóbal Colón arribó a América había en el Mediterráneo latinoamericano culturas que navegaban por las costas del continente y las islas, conocían al dedillo su geografía, las corrientes y los vientos, y construían naves a vela, incluso embarcaciones de hasta sesenta tripulantes, que comerciaban y cumplían ritos religiosos en el Caribe y las regiones aledañas.
Y eso no era todo, se dijo Cayetano mientras salía en busca de un café. No, Forbes iba mucho más allá con su radical revisión de la historia: manifestaba que esos nativos sabían de la existencia de la corriente del golfo, esa que fluye hacia el norte entre Cuba y los cayos floridanos, acaricia la costa este de Estados Unidos y cruza después como un río a Europa, bañando las costas de Groenlandia, Islandia e Irlanda, y traza luego una U invertida para regresar al sur, pellizcando las costas africanas occidentales. Forbes aseguraba que los intrépidos navegantes americanos habían aprovechado esa corriente de cien kilómetros de ancho y ochocientos metros de profundidad para explorar nada más y nada menos que las costas de la Europa septentrional.
Se detuvo frente a una cafetería cerrada, donde un tipo en bermudas y camiseta sin mangas baldeaba tarareando rap. De la esquina llegaban voces airadas y el ronquido de camiones. A juicio de Forbes, siguió recapitulando Cayetano, las rutas de navegación marítima que detallaban los mapas indígenas precolombinos constituyeron la base de las cartas de navegación que orientaron a los europeos en los siglos XVI y XVII. Las pruebas eran contundentes. Cristóbal Colón, en su Diario de navegación, apunta el martes 3 de octubre, a poco más de una semana de llegar a la tierra incógnita, que «tenía noticia de ciertas islas en aquella comarca».
El libro de Forbes sugería una historia desconocida que merecía ser discutida y difundida por el mundo porque era una forma novísima de narrar todo cuanto había ocurrido, aquello que se denominaba el «descubrimiento» de América o el encuentro de ambos mundos. Lo que lo seducía era la idea central de Forbes: seiscientos años antes, los pobladores de ese clima húmedo y caliente, de vegetación espesa y aguas transparentes, viajaban con cierta regularidad hasta la misma Europa. No eran solo pueblos de tierra firme, como sugería la historia europea, no estaban atados solo a sus milpas aguardando a que los españoles los conquistaran, evangelizaran e integraran al planeta. Por el contrario. Ellos conocían desde antes a sus supuestos descubridores. Y ellos habían inducido en cierta forma a los europeos a seguirlos.
El libro desplegaba las pruebas —mapas y leyendas mayas, cartas de los españoles, objetos de comercio—, reconoció Cayetano, maravillado mirando hacia la vastedad del Mississippi, la patria de Huckleberry Finn, Mark Twain y los vapores de rueda. Siguió caminando, ansioso por llegar al café Du Monde. Sobre su cabeza, por entre las terrazas del French Quarter, asomaba una viga de cielo azul.
Ahora le quedaba claro el papel de Forbes. Él revelaba algo excepcional y estremecedor: la génesis de la convicción de Cristóbal Colón sobre la factibilidad de la existencia de una ruta hacia las Indias. Los datos eran sólidos: el futuro almirante había visitado el puerto de Galway, en Irlanda, en 1477, siguiendo una pista que, según archivos y relatos de la época, había llegado a sus oídos: cada año iban a dar a la bahía de Galway utensilios, troncos y plantas desconocidos en Europa, indicios de la existencia de otro mundo al otro lado del horizonte. En el puerto irlandés, Colón adquirió esa convicción y, con ello, la completa seguridad de que en ultramar había otras tierras y habitaba otra gente, y que la Iglesia se equivocaba rotundamente al rechazar la redondez de la Tierra.
Forbes agregaba algo más, pensó Cayetano, algo también estremecedor y asombroso, silenciado por la historia oficial: en su visita a Galway, el genovés había intentado comunicarse con unos seres de rostro ancho, contextura gruesa y piel oscura, que acababan de llegar malheridos a la bahía en una nave de madera, provista de velamen. Según leyendas y registros de la ciudad, no era la primera vez que arribaban ese tipo de navegantes a la bahía de Galway, afirmaba Forbes.
Allí estaban, pues, las citas, las fuentes y los documentos que evidenciaban que tras recorrer Galway, hoy una ciudad turística y universitaria, Colón alcanzó la certeza definitiva de que era factible poner los pies en la patria de esos seres de cabellera negra y rasgos asiáticos que había visto y de lo cual dejó registro de puño y letra en sus apuntes. Pero había aún algo más: documentos de la iglesia de San Nicolás, de Galway, indicaban que Colón había rogado allí al santo del templo para que lo protegiera en un viaje que iniciaría veinte años más tarde…
Cayetano siguió caminando por las calles recién manguereadas de Nueva Orleans, que volvían a la vida al ritmo de barrenderos y descargadores de camiones. Admitió que hace mucho que nada lo descolocaba ni azoraba tanto. ¿Es que la historia entonces era otra, no la que le habían enseñado en la escuela? ¿Es que los «americanos» habían llegado a Europa antes que los europeos al Nuevo Mundo? ¿Y por qué esa visión radical de la historia no generaba titulares en los diarios y los noticieros, ni tampoco asombro, curiosidad ni debates en congresos como los de la MLA? ¿Por qué después de ese libro la vida seguía igual, como cantaba Julio Iglesias?, se preguntó Cayetano, desconcertado.
¿Y qué tenía que ver la muerte de Joe Pembroke con Jack D. Forbes? Porque al menos ya conocía el origen del odio entre Pembroke y Sandor Puskas, un hispanófilo identificado con la versión más tradicional de la historia del denominado descubrimiento y conquista de América. ¿Y por qué nadie hablaba sobre ese libro publicado en 2007 por University of Illinois Press? ¿Por qué todo el mundo seguía actuando como si nada e ignoraba el «descubrimiento de Europa por parte del Nuevo Mundo»? ¿Y por qué nadie salía en América Latina a vociferar a los cuatro vientos que los cayucos antillanos habían arribado a Europa antes que las naos de Cristóbal Colon a las Antillas?
Desembocó en el elegante mercado, donde los comerciantes ya estaban montando los puestos, y lo cruzó en dirección al café Du Monde. Necesitaba una buena taza de café y una porción de beignettes. Pero también calma, se dijo, calma para volver a lo suyo, a su ruta, a los datos, a los hechos comprobables, para no dejarse seducir por especulaciones. La euforia es la peor consejera para un investigador, recordó. ¿Qué tenía que ver la revolucionaria tesis de Forbes con la decapitación de Pembroke en Valparaíso? Esa era la interrogante primordial. ¿Y qué tenía que ver todo eso con los asesinos de acento español que había divisado Camilo en el cerro? ¿O debía volver a la tesis del vínculo de Pembroke con los narcos?
Entró al café Du Monde, semivacío a esa hora, y tomó asiento bajo el toldo verde, junto a la calle. No tardaron en traerle un café aguado y una porción de beignettes recién salidas del aceite hirviendo. Las espolvoreó con azúcar flor y saboreó su masa suave, de costra crujiente, que lo devolvió a los churros que venden en algunas calles de Valparaíso.
¿Estaba en efecto sobre una buena pista o la deformación profesional de Soledad Bristol lo estaba empujando a enhebrar el magnífico libro de Forbes con los asesinatos de Pembroke y Camilo? ¿No le habían dicho los académicos que nadie asesinaba por teorías culturales? ¿O estaba perdiendo el seso tras las conversaciones con una actriz porno, la conferencia de la MLA en Chicago, la actitud evasiva de los académicos y la lectura de un libro estremecedor en Nueva Orleans?
Debía andarse con cuidado, se dijo mientras un afroamericano canoso y mofletudo comenzaba a arrancarle notas a su trombón a un costado del local. Era Robert Harris, el músico que había perdido su instrumento durante el último huracán. Allí estaba otra vez: holgada camisa blanca sobre pantalón oscuro, el trombón entre las manos, el sombrero de fieltro esperando monedas en el suelo. Lo acompañaba esta vez un saxofonista. Interpretaban «La Rosita», la canción que había escuchado la última noche que había pasado con Andrea Portofino en la agitada población de Márquez.
Pero no debía dejarse seducir por los cantos de sirena de los académicos, pensó mientras saboreaba otra beignette y la música ascendía a las copas de los árboles. A él le pagaban para realizar una investigación seria y profesional. Su prestigio dependía de los resultados que obtuviera. No debía olvidarlo: una viuda estadounidense había cruzado medio continente para encargarle el esclarecimiento del asesinato de su esposo y él no podía defraudarla.
En todo caso, le resultaba fascinante el libro de Forbes, concluyó, secándose el aceite de los dedos con una servilleta de papel, preparándose para reanudar la marcha. Ahora entendía por qué ese texto se había convertido en la brújula inspiradora de Pembroke y en la manzana de la discordia con Puskas. En este sentido, estaba en deuda con Soledad, porque ella le había revelado el nombre del principal adversario académico del decapitado. Era una suerte que la exasistente de Pembroke lo hubiera llamado.
Volvió a la calle preguntándose por qué los profesores del Voltaire College no le habían mencionado a Puskas. Los jazzistas de la calle interpretaban ahora «My greatest mistake», cuya melodía Cayetano sabía de memoria. Dejó dos dólares en el sombrero, que los intérpretes agradecieron inclinando la cabeza, y caminó bajo el sol hacia el río. Fue entonces, mientras pensaba en todo eso y no lograba desprenderse del recuerdo de los cautivadores ojos verdes de Soledad, cuando se detuvo para preguntarse, no sin inquietud, cuál había sido su greatest mistake durante aquellos días.