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Calle Atahualpa, Valparaíso, la más estrecha de Chile. Une la avenida Alemania, que discurre sinuosa por lo alto de la ciudad, con la plaza Aníbal Pinto, situada en la parte baja. Es una calle tan angosta que, sin bajarse del vehículo, el conductor puede tocar con una mano la casa de la vereda izquierda mientras su acompañante toca con la suya la de la vereda derecha. En la vivienda número 6204, pintada de blanco y con techo de zinc a dos aguas, habita el sacerdote de parejas, componedor de quiebres pasionales e ingeniero de «poderosos amarres definitivos», el cubano Armando Milagros.
—Vengo a buscar tu ayuda, amigo —dijo Cayetano Brulé en cuanto su compatriota abrió un tantico la puerta, trabada desde el interior mediante una cadena de metal.
El detective puso un pie en el marco e introdujo por el espacio libre un paquetito.
—Café Pilón, recibido ayer de Miami —anunció.
Un par de ojos se agrandaron azorados en la oscuridad mientras una mano negra retinta afloraba para recibir el presente. Luego la puerta se cerró y volvió a abrirse, libre ya de la cadena.
—Coño, con este café le abro la puerta hasta al mismo diablo —exclamó Milagros, alborozado—. Pasa, Cayetano. El living era pequeño y estaba en penumbras, con los postigos echados. Cayetano se sentó en un sillón desfondado frente a unos santos de yeso con velas prendidas y aspiró el olor a incienso. Distinguió otro sillón ruinoso, una mesa con sillas y un aparador, en cuyo espejo se duplicaba el filete de luz que atravesaba un postigo roto.
—¿Qué te trae hasta acá? —preguntó Milagros, perdido ya en la oscuridad de la cocina—. ¿Necesitas recuperar prenda?
Lo escuchó rasgar el paquete y verter el agua en una cafeterita. El santero sí sabía preparar café. Solo donde Armando Milagros y Cayetano Brulé se tomaba expreso a la cubana en Valparaíso. Veinte años atrás, Milagros desembarcó de un herrumbroso carguero que reparaban en el dique flotante, pasó unas horas en el bar La Nave y luego cruzó hasta el edificio de la Comandancia Naval a solicitar asilo. Su destino en Cuba estaba liquidado: dos oficiales del carguero lo habían visto besándose con un travesti en el puerto. Sabía lo que le esperaba: un despido deshonroso de la Marina Mercante Revolucionaria, la marginación en la isla y la internación en un campo de la Unidad Militar de Apoyo a la Producción (UMAP).
Como pronosticaba el futuro de la gente mediante caracoles, borras de café y cartas de naipe, y despojaba de la mala suerte y brujerías a cualquier cristiano que se lo encomendara, y recetaba menjunjes mágicos para recuperar amores perdidos, Armando Milagros disfrutaba de un excelente pasar gracias a los habitantes desesperados de los cerros. A menudo también llegaba a consultarlo gente de alcurnia, políticos en campaña y empresarios con nuevos proyectos en mente.
—Necesito que me digas todo lo que sabes sobre la guadaña como símbolo —arremetió Cayetano desde el sillón.
—¿Guadaña como la de segar? —preguntó Milagros desde la puerta de la cocina—. No me digas que ahora te dio por producir trigo, Cayetano mío.
Le explicó que le interesaba conocer el significado de la guadaña que, un año antes, le habían grabado a fuego en el pecho al decapitado del Emperatriz del Pacífico. Al comienzo, las investigaciones habían vinculado el símbolo con grupos satánicos, pero después, por razones que desconocía, la pista había perdido interés tanto para la PDI chilena como para el FBI estadounidense.
Milagros volvió de la cocina con dos tacitas llenas y un meneo de cintura que contrastaba con su corpulencia de negro de Luyanó. Vestía una sotana oscura, hecha de arpillera.
—Lo vi entonces en los diarios —recordó mientras se sentaba frente a Cayetano y cruzaba una pierna sobre la otra. Bajo la sotana llevaba un panty ajustado y zapatos blancos—. Lo supe de inmediato, pero nadie me lo preguntó.
—Supiste ¿qué?
Cayetano agradeció a todos los santos aquel café fuerte y dulce.
—Supe lo que todo tipo culto sabe, coño, que la guadaña es el símbolo de la Virgen de la Santa Muerte. —Se endilgó un sorbo largo entornando los ojos—. ¿Y por qué haces esa mueca?
—¿Virgen de la Santa Muerte? Y eso, chico, ¿de dónde lo sacaste?
—Es cultura general, Cayetano mío.
—Para un santero como tú —alegó el detective, indicando hacia una figura de yeso.
—¡Cuidadito, eh! No me mires de esa forma a Maximón, santo de Antigua Guatemala, muy cumplidor y además ven-ga-ti-vo.
Milagros abrió la hoja de uno de los postigos para que la luz del día empapara la vestimenta negra de Maximón. Llevaba sombrero de ala ancha, bigote a lo Pancho Villa, machete en una mano y botella de ron en la otra. Le cayó simpático de inmediato ese santo rodeado de collares y billetes.
—Le gusta el ron, el café y el dinero, y sabe batirse a machetazo limpio. Es el santo más cabrón. Así que cuidadito con él —advirtió Milagros.
—Mis respetos —repuso Cayetano, inclinando la cabeza ante Maximón, luego se volvió hacia Milagros—. Cuéntame lo que sepas de la Santa Muerte.
—Es la Virgen de los narcos, sicarios, secuestradores, ladrones y extorsionistas de México, como debieras saberlo si aún lees los diarios. Es la deidad a la que esa gente se encomienda para cumplir sus tareas y para que no los maten o, si los matan, para que ella los acoja en el otro mundo. El símbolo de la Santísima, Cayetano mío, es la guadaña.
—¿La tienes acá? —preguntó extendiendo una mano hacia los santos.
—¿Estás loco?
—¿Le tienes miedo?
—Respeto. Es la diosa de todo, de la última palabra y el eterno silencio. No es para mencionarla demasiado. No conviene que se tiente con uno.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es un esqueleto. Lleva el atuendo de una Virgen: manto blanco con bordados de oro y carmesí. En una mano carga el mundo, en la otra, una guadaña. Es la muerte que a todos nos aguarda.
Cayetano bebió el café en silencio. Milagros lo imitó, mirando hacia Atahualpa a través del postigo abierto. Un vehículo pasó tosiendo frente a la casa. ¿Por qué las policías de Chile y Estados Unidos no habían seguido esa pista?, se preguntó Cayetano. ¿Simplemente porque no había en Valparaíso devotos de la Santa Muerte?
—¿Dónde está su Vaticano?
—En Ciudad de México.
Se despojó de las gafas y limpió con la punta de la corbata las manchas de grasa adheridas a las dioptrías. Resultaba raro aquello. Se trataba de una pista precisa, vinculada con México, país sobre el cual Pembroke había escrito bastante. ¿Era casualidad o indicio de algo que debía considerar? Planeaba viajar a Nueva Orleans para conversar con los Pellegrini, pero quizá debía ir primero a la capital mexicana. ¿Qué podía relacionar a un académico estadounidense con la Virgen de los narcos y sicarios?