44
En el Antiguo Bar Inglés, los oficinistas de la tarde jugaban al dominó y al cacho. Pidió una cerveza Kunstmann y una grapa, y se sentó a una mesa que da a la calle Cochrane. Los vidrios de la ventana registraban el paso fantasmal de los buses y autos. Comenzó a leer de inmediato las fotocopias del manuscrito del académico estadounidense.
Después de una lectura en diagonal, amenizada por dos cervezas acompañadas de sendas grapas y un platillo de queso manchego con chorizo, logró ordenar algunas ideas. Tras los viajes y la presurosa lectura de los textos empezaba a ver las cosas de modo diferente: decidió que no abandonaría el caso, que no se doblegaría ante el infortunio, que solo alcanzando la verdad podría vengar la muerte de Matías Rubalcaba y las demás víctimas. Eso era una resolución a firme. Los asesinos no tendrían respiro ni escaparían incólumes. La pagarían, eso podía jurarlo. Pero también sabía que a partir de ese momento, Debayle y la PDI volverían a tenerlo en su mirilla, cosa que dificultaría y entorpecería sus indagaciones. El prefecto Debayle, para bien o para mal, jamás perdonaba.
Algo del manuscrito de Pembroke despertó su interés mientras se echaba una rodaja de chorizo a la boca. Se acomodó mejor los espejuelos y se limpió los bigotazos con la servilleta de papel. Era una referencia a un tal Lynch. Lo definía como «el inspirador» y «maestro inspirador». ¿De qué?, se preguntó. Debía ser el mismo Lynch de la lista de apellidos y ciudades. Trató de googlear en su aparato, pero el wifi no contaba ese día entre las fortalezas del Antiguo Bar Inglés. Decidió regresar cuanto antes al despacho a explorar desde allá el apellido asociado a palabras que tuviesen relación con la academia estadounidense. Tal vez pescaba algo.
Estaba por irse cuando halló algo nuevo unas líneas más abajo, esta vez referido a códices. Estaba escrito en clave: «Almirante amarillo, códices, botín B. Tortuga, P.». Le dio mil vueltas a esa combinación para él carente de significado, hasta que arribó a una nueva frase de Pembroke, que era más explícita: «Requisados por Landa relatan verdad histórica».
Ordenó otra Kunstmann, intrigado. También hubiese deseado un mezcal, tal vez un Pierdealmas o un Pelotón de Fusilamiento. Así que algo que estaba en poder de Landa relataba una «verdad histórica». No había que ser un experto en el tema para concluir que el profesor se refería en sus apuntes a los códices quemados por el fraile. Admitió que en un inicio no les había otorgado importancia, porque los consideraba un asunto meramente académico y no se le había pasado ni remotamente por la mente que pudiesen conectarse con el asesinato de Pembroke.
Si no le fallaba la memoria, el profesor Solórzano del Valle había condenado enfáticamente a Landa, el fray de la colonia que ordenó quemar centenares de códices mayas por considerarlos herejes y diabólicos. Esos documentos constituían, como lo había aprendido durante esas semanas, la memoria escrita e ilustrada de los mayas, una memoria que debía desaparecer y ser olvidada, según la Corona y la Iglesia españolas de la época.
Pero había allí otro apunte importante de Pembroke: «CPH sesiona cada año en lugar diferente, acordado por Dicasterio. Tiene lugar en reino de las tinieblas». Saboreó otro sorbo de cerveza. Su leve acidez le picó en la lengua. Aquello huele a rito satánico, a ceremonia en honor de la Santa Muerte, pensó. Se le vino a la memoria la corona de flores en honor a Dubois, el asesino, y la calle del barrio de Tepito, en Ciudad de México, donde se alza el Adoratorio Nacional de la Santa Muerte. ¿Dicasterio? CPH otra vez, se dijo mordiéndose los labios. Parecía ser una agrupación. Pero ¿qué diablos representaba esa sigla?
Volvió a repasar mentalmente las ciudades que Pembroke mencionaba en la lista: Antigua Guatemala, Valladolid, Valparaíso. ¿Eran esos los sitios donde celebraban reuniones CPH o el tal Lynch? ¿Lynch era un líder? ¿De CPH? Pero un líder ¿de qué naturaleza? ¿Dónde vivía? ¿Y qué significaba «reino de las tinieblas»? ¿El infierno? ¿La muerte misma que representaba la Santísima? ¿Y qué hacía CPH en el cementerio de Playa Ancha, en Valparaíso?
Al final, Pembroke subrayaba con bolígrafo rojo un subtítulo: Galway. Probablemente se refería a la ciudad irlandesa. Pero ¿por qué esa ciudad era clave en todo eso y en qué sentido lo era? ¿Simplemente porque Forbes afirmaba en su libro que Cristóbal Colón se convenció allí de que al otro lado del océano existía un mundo desconocido para el europeo? Podía ser. ¿O era porque el genovés había tenido allí su primer encuentro con los habitantes del Nuevo Mundo, un mundo al que arribaría en 1492, o porque en la ciudad de Galway se encerraba algo más secreto y decisivo?
La minúscula y enrevesada letra de Pembroke, así como la proliferación de conceptos, aparentemente sin relación alguna entre sí, que salpicaban el manuscrito, tendían a confundirlo y frustrarlo. Pidió la grapa del estribo para entonarse antes de volver a su casa del paseo Gervasoni.
Pagó la cuenta, introdujo las fotocopias del manuscrito en la bolsa de plástico que luego guardó en su gabardina y se caló el sombrero para salir al tráfico de Cochrane.
Afuera la oscuridad y el ruido de los neumáticos rodando sobre el pavimento húmedo le causaron una melancolía infinita que se agudizó al comprobar que los últimos porteños volvían ya presurosos a los cerros. Pensó en Matías y sus sueños de estudiante y deportista, en que su cuerpo yacía ahora en un nicho del cementerio de Playa Ancha. Eludió unas pozas percibiendo el bulto de los papeles bajo la gabardina y no le importó echarse a llorar bajo la lluvia.