52
Caminaban en dirección a la iglesia de San Nicolás, construida en la Edad Media en honor al patrono protector de los navegantes, cuando en la Marleet Street, junto al pequeño camposanto del templo, un viejo muro atrajo su atención.
En rigor, solo quedaba el tramo de un antiguo muro. Un muro que tenía una puerta tapiada con piedras en el primer nivel y el vano de una ventana en el segundo, lo que indicaba que había sido la fachada de una casa medieval. A través de la ventana se divisaba el cielo enmarcado en piedra. El muro tenía también un relieve en piedra: una calavera acompañada de dos tibias cruzadas en su parte inferior.
—¿Ves lo mismo que yo? —preguntó Cayetano. Unas gotas de lluvia le cayeron del cielo en los cristales de sus gafas.
—¿La calavera?
—No, lo que hay entre la calavera y el alféizar de la ventana.
Soledad tuvo que entornar los ojos para alcanzar a leer el texto tallado en piedra.
This ancient memorial of the stern and unbending justice of the Chief Magistrate of this city, James Lynch Fitzstephen, elected mayor A.D. 1493, who condemned and executed his own guilty son Walter on this spot, has been restored to this ancient site, A.D. 1854, with the approval of the Town Commissioners, by their Chairman, v. Rev. Peter Daly, P.P., and Vicar of St. Nicholas[1].
—Lynch —dijo Cayetano—. Lynch fue un alcalde que ordenó ejecutar en este sitio a su propio hijo.
—En 1493.
—Un año después de que Cristóbal Colón «descubriera» América. Ese año, el almirante ya había relatado en Europa lo que había visto en el Caribe.
—James Lynch. ¡Lynch, como el de los apuntes de Joe! —exclamó Soledad, sobrecogida—. ¿Será que esta historia se relaciona con el asesinato de Joe?
—Demasiada casualidad. Pero al mismo tiempo hay muchas cosas de mi investigación que giran en torno a esta ciudad —agregó Cayetano, meneando la cabeza con la vista puesta en el muro—. Los apuntes de Pembroke, el libro de Forbes, la cinta del cementerio de Playa Ancha, el encuentro de Colón en esta ciudad con gente venida de las Américas…
—O sea que la investigación de Pembroke tenía en efecto que ver con Galway.
—Debe haber algo más —comentó Cayetano y extendió una palma al cielo para comprobar si seguía lloviznando.
Dieron la vuelta al memorial de Lynch y entraron a la iglesia de San Nicolás, que a esa hora estaba vacía y en silencio. Los acogió un sosiego fresco y una atmósfera ámbar y acuosa, iluminada por unos rayos de sol que cruzaban oblicuos los vitrales.
Se sentaron en el último banco. Observaron desde allí la pila bautismal, la respetable altura del templo y su imponente sencillez. Cayetano pensó en su padre y en que más allá de la vida, la ostentación no tenía sentido alguno. Las iglesias son, al final de cuentas, un puente que comunica con la muerte, se dijo nostálgico.
Pensó en el profesor Efraín Solórzano del Valle, en lo que le había contado con respecto al día de los Muertos en México: los indígenas construían una puerta de flores por la cual esa noche los difuntos accedían al mundo de los vivos. Por eso, aquel día podían reunirse los vivos y los muertos, y compartían comida y bebida, y seguían existiendo el uno para el otro. La iglesia era, en cierto sentido, la gran puerta de flores de los indígenas mexicanos, concluyó, y la vida y la muerte eran simplemente las dos caras de la misma moneda.
Salieron en silencio de San Nicolás y cruzaron por la Kirwais Lane, y se sentaron a una de las mesas dispuestas en el exterior del café bar The Slate House.
—A las cuatro nos recibe el encargado de la oficina de turismo. Ojalá nos consiga el nombre del contacto de Pembroke en Galway —dijo Cayetano.
—Mientras lo llamo para confirmar que vamos, tú deberías hacer gala de tu caballerosidad e ir por otras cervezas —sugirió Soledad.
Cayetano entró a la casa de piedra, ordenó dos jarras de Guinness, y mientras las llenaban pasó al baño, donde orinó sobre cubos de hielo.
—No será necesario ir a la reunión, pues ya me dieron el nombre del contacto de Pembroke aquí —anunció Soledad con una sonrisa cuando Cayetano volvió con las Guinness—. El hombre que buscamos se llama Patrick Merlin. Tengo su dirección.
—¿Vive en Claddagh? —repitió Cayetano al leer lo que Soledad había apuntado en una servilleta.
—Es el barrio más antiguo. Patrick vive frente al río, en una mansarda. Ya no trabaja de guía. Hace medio año lo arrolló un vehículo y se salvó de milagro.
Cayetano sorbió la cerveza pensando que era inquietante que otra persona vinculada con el caso Pembroke hubiese estado a punto de morir.
—Ojalá haya conseguido al menos una buena indemnización —dijo, afirmándose los espejuelos sobre la nariz.
—No creo. Europa ya no es lo que era —repuso Soledad—. Además, me dijeron que el chofer se dio a la fuga y nunca más se supo de él.