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Abordó el vuelo nocturno de American Airlines de Santiago de Chile a Chicago, vía Dallas, con un profundo sentimiento de amargura y tristeza por el asesinato de Camilo.
Había simpatizado con el exguerrillero. Algo en su mirada perdida, su misteriosa biografía y los resabios de un humor añejo, que lo asemejaban a Camilo Cienfuegos, lo habían seducido. Quizá bajo otras circunstancias, tanto suyas como las del frustrado revolucionario, hubiesen hecho buenas migas y compartido sus recuerdos de La Habana, pero ahora él estaba muerto, enterrado en el cementerio de Playa Ancha, hasta donde Cayetano había llegado para despedirse desde la distancia y el anonimato.
El crimen tenía consternada a la ciudad. ¿Había algo más insensato que eliminar a un vagabundo? Los titulares de los diarios hablaban del «vagabundo chic», de que había obtenido una fortuna y que alguien lo había despojado de ella, de que había vivido en el Caribe y se había vinculado con revolucionarios legendarios del continente. La policía no adelantaba hipótesis alguna, pero unos políticos especulaban que se trataba de un ajuste de cuentas entre marxistas, y otros que una banda ultraderechista lo había asesinado. Podía ser. Todo podía ser. Pero el crimen también podía estar vinculado con Pembroke y, en ese caso, tanto la vida de Matías como la suya corrían peligro. ¿Es que El Jeque tenía metidas sus manos en todo esto?
Para otros, en cambio, se trataba de otro vagabundo asesinado por militantes neonazis y xenófobos, empeñados en «limpiar» las calles de mendigos, gays, extranjeros y gitanos. No hace mucho habían asesinado salvajemente a Daniel Zamudio por ser gay y asumirlo públicamente. El país era testigo de crímenes motivados por la violencia ordinaria, y también por el odio y la intolerancia política, por una radicalización de la ultraizquierda y la ultraderecha, algo difícil de entender en el marco de una democracia que, a pesar de su déficit en materia de equidad, gozaba de crecimiento y prosperidad, y constituía un modelo para el continente.
Tras acomodar la maleta en el portaequipajes de la última fila del Boeing 767, tomó asiento, aliviado de que no lo hubiesen instalado en el baño de la cola. Al menos estaba junto al pasillo, lo que le permitiría estirar las piernas y evitar una trombosis. Nueve horas encogido en el asiento terminarían por agudizarle el dolor de la rodilla izquierda y deshidratarlo. Algún día, en el futuro, la gente se preguntará cómo los seres humanos del siglo XXI habían tolerado viajar bajo condiciones tan abusivas.
Suspiró con agobio. ¿Y ahora? El asesinato de Camilo había terminado por convencer a Lisa Pembroke de que su investigación iba bien encaminada.
—¿Usted no es el detective del Turri? —le preguntó su vecino de butaca.
Lo atemorizó la posibilidad de que la pregunta anunciase el inicio de una conversación interminable. Tan intolerable como la estrechez de esas butacas eran los pasajeros conversadores.
—¿Nos conocemos? —le preguntó.
—Yo a usted sí. Tengo memoria de elefante —afirmó ufano el pasajero que también tenía corpulencia de elefante, pues su humanidad rebasaba su butaca y se desbordaba hacia la de Cayetano—. Sí, señor, buena memoria desde niño. Lo vi una vez en una entrevista y una cara a mí jamás se me despinta.
—¿Una entrevista sobre la delincuencia?
—Así es. Por desgracia, Valparaíso ya no es la misma ciudad de mi infancia. Mucho gusto. —Le ofreció la mano—. Me llamo Patricio Naranjo, pero puede decirme Pato.
Sufría al parecer de manos sudorosas. Más bien, el Pato Naranjo entero no dejaba de sudar. Intuyo que se jodía su viaje, que no podría calzarse los Bose para escuchar boleros, y que estaba condenado a soportar a un parlanchín como compañero de noche.
—Acaban de asesinar a otro indigente —comentó Pato Naranjo, mientras su mano regordeta buscaba el cinturón de seguridad—. Unos criminales quieren limpiar las ciudades de mendigos, homosexuales y extranjeros. A este paso vamos al abismo.
—No hay que echarse a morir —recomendó Cayetano, no muy convencido.
—Yo soy pesimista.
Prefirió no responder. Pero era cierto, los neonazis y los anarquistas estaban cada vez más activos y violentos. Era obvio, los extremos se tocan, son parecidos, solo que emplean otra bandera y otro lenguaje, pensó Cayetano. La intolerancia política lo atemorizaba. Cuarenta años atrás había visto cómo el país, polarizado en dos bandos irreconciliables, se había desmoronado. Era fácil arrojar un país por la borda, pensó, lo difícil era construir uno nuevo, estable y reconciliado.
—¿Puedo saber a qué viaja a Estados Unidos? —añadió Pato Naranjo, sin cejar en su empeño por dar con el cinturón—. Déjeme adivinar: viaja a investigar. No puede ser de otro modo. Usted quiere investigar en la gran nación del norte. Cuidado, no se vaya a quedar allá. Necesitamos gente como usted en Chile, donde lo que más abunda son los bribones.
Después del despegue y cuando el rugido de las turbinas entorpeció la conversación o, mejor dicho, el monólogo de Pato Naranjo, Cayetano compro una botellita de cabernet sauvignon, que le costó la friolera de siete dólares, y llego a sus manos tan fría como una cerveza de verano. Aprovechó de encasquetarse los audífonos, sintonizó el canal de oldies, y cerró los ojos. The Righteous Brother, Paul Anka, Frankie Avalon y Neil Sedaka lo regresaron a la época en que vivió entre Hialeah y Cayo Hueso, y ni soñaba con irse al convulsionado Chile de Salvador Allende.
Su vecino parecía haber asimilado la ofensa y guardaba silencio, pensativo, cabizbajo, esperando seguramente una mejor ocasión para reanudar el monólogo. Pero ahora Cayetano pensaba en otra cosa. Pensaba, en primer lugar, en la espléndida Andrea Portofino, en sus besos y caricias, en su cama de sábanas negras, su peluca color fuego, sus lubricantes perfumados y sus pitos de yerba, en las impúdicas y afiebradas noches que pasaban en la población Márquez, y en que ella disfrutaba su libertad y no deseaba compromisos.
Pensó también en que necesitaba contactar a los colegas de Pembroke en el congreso de la MLA para obtener nuevos detalles sobre su vida. Si bien detrás del caso podían estar los Pellegrini o incluso la viuda del profesor, quien le había confesado en el Palacio Astoreca que el seguro de su esposo le había reportado una fortuna, lo más probable era que el profesor hubiese sido ajusticiado por un cartel de la droga.
Se dijo que el crimen de Camilo también apuntaba en esa dirección. En 1989, varios oficiales cubanos habían sido fusilados y encarcelados por sus vínculos con el narcotráfico en Angola, Centroamérica y el Caribe. Según internet, ese año, época en que Camilo vivía en Cuba, surgieron nexos entre los condenados y los latinoamericanos que recibían adiestramiento militar en la isla. Los encuentros se realizaban en un restaurante exclusivo para extranjeros llamado Mi Casita, de la playa de Varadero. Allí, en ese mundo al que había pertenecido Camilo en otra época histórica, había en efecto algo que merecía ser auscultado con lupa, concluyó Cayetano, entibiando la botella de vino entre los muslos.
Se quedó dormido soñando con Andrea y escuchando a Paul Anka, put your lips close to mine, dear…, y con el rugido de las turbinas como música de fondo. Y además con una gran incógnita por desvelar, pues los asesinatos de Pembroke y de Camilo, y la importancia que El Jeque le atribuía a todo aquello, sugerían algo diferente, vago, enigmático, global, que aún no lograba espulgar del todo.
Lo despertó un intenso olor a pollo. Estaban repartiendo las bandejas con la detestable cena de los aviones, o más bien lo que restaba de ella para los pasajeros sentados en la cola del avión. El pollo era una masa insípida y el postre un brownie seco. Prefirió no tocar la bandeja.
—Disculpe, magno investigador —le dijo Pato Naranjo al terminar su cena, y le propinó un codazo. Cayetano se despojó de los auriculares—. Si no va a cenar, ¿me regala su comida? A usted seguro lo esperan banquetes en Estados Unidos; a mí, en cambio, solo McDonald’s y KFC.
—Que la aproveche —repuso Cayetano, aceptando el intercambio de bandejas.
Luego trató de conciliar el sueño. Primero soñó con que Andrea se iba a vivir con él al paseo Gervasoni, que renunciaba a sus amantes y quería casarse por la Iglesia. Después soñó con su padre. Fue un sueño, eso sí, más largo y mucho más real. Lo vio joven, optimista y guapo. Subía sonriendo con su trompeta a un escenario entre la atronadora aclamación del público neoyorquino. Y él lo escuchaba tocar como nunca antes en su vida.