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La Utopía Estofada queda en Coyoacán, cerca de la fortaleza de León Trotski, donde Ramón Mercader, el sicario que actuó por orden de José Stalin, asesinó de un golpe con piolet en la nuca al fundador del Ejército Rojo de la Unión Soviética. Tras recorrer el museo del revolucionario ruso, Cayetano Brulé se dirigió al establecimiento de Lenin P. Recabarren.

Reina allí un ambiente eléctrico a mediodía. El restaurante ocupa la planta baja de una casona colonial que fue la residencia del escribano principal de Hernán Cortés. Tiene una treintena de mesas, un escenario de hormigón con altavoces, una larga barra con espejo y taburetes fijos, y de su cielo penden hojas de parra que simulan una enramada chilena. En sus paredes hay postigos que se abren a paisajes del sur de Chile, con bosques y montañas andinas, pintados con extremo realismo.

Cayetano se sentó a una mesa cerca de la puerta, con vista al volcán Villarrica, a pesar de que el profesor Solórzano del Valle le había recomendado que en México jamás se ubicara junto a la ventana o la puerta de un restaurante, ni saliese detrás o delante de alguien. Abundaban casos en que sicarios, que esperaban afuera en un carro o una moto, disparaban a quemarropa no solo contra el objetivo encargado, sino también contra quienes lo acompañaban. Pero en La Utopía Estofada no había otra mesa disponible. Examinó la carta plastificada mientras esperaba que le trajeran un mezcal Pelotón de Fusilamiento.

Pensó en la cabeza de fray Antonio de Valdivieso, de la ciudad nicaragüense de León, que había rodado hasta el lago Xolotlán, y en la del profesor Pembroke, que había quedado atascada en calle Esmeralda. Ambas personas habían sido decapitadas y, extraña coincidencia, las dos defendían a pueblos originarios del continente. Nadie olvidaba en Valparaíso la muerte de Pembroke, y en León, según Solórzano del Valle, circula aún la leyenda de que el monje aparece decapitado por las noches llevando sotana y una campana, buscando su cabeza perdida.

Ordenó empanadas fritas de queso, y de fondo pastel de choclo, así como media botella de un cabernet sauvignon del valle de Colchagua. La imagen de un sacerdote sin cabeza vagando por calles oscuras de América Central le pareció poderosa. Creyó haberla visto en algún libro o película. Extrajo su celular, se conectó a duras penas con el wifi de La Utopía Estofada y buscó. No tardó en hallar en Wikipedia información sobre Dionisio de París y el escultor francés del siglo XV que le dedicó una escultura. Este fue Antoine Le Moiturier, nacido en Aviñón en 1425 y muerto en París en 1480. Del sacerdote descabezado se decía:

San Dionisio de París llegó a Francia hacia el año 250 o 270 desde Italia con el fin de evangelizarla. Fue el primer obispo de París.

Fundó diversas iglesias y fue martirizado en 272, junto con Rústico y Eleuterio, durante la persecución de Aureliano. Algunos dicen que fue condenado en Montmartre y otros aseguran que en la isla de la Cité, donde en la actualidad se encuentra la ciudad de Saint-Denis.

Según las Vidas de San Dionisio, escritas en la época carolingia, tras ser decapitado cruzó el Montmartre a lo largo de seis kilómetros con su cabeza bajo el brazo, por la ruta que más tarde sería conocida como calle de los Mártires. Al término del trayecto entregó su cabeza a una piadosa mujer descendiente de la nobleza romana, llamada Casulla, y después se desplomó.

La escultura medieval de Antoine Le Moiturier le gustó. Dionisio, gordo y vistiendo sotana, aparecía de pie llevando su cabeza entre las manos. No fue un mártir apuesto, pensó Cayetano. Demasiado mofletudo su rostro, y su mirada, de cejas y ojos simétricos, resultaba bovina. Supuso que esa historia debía haber inspirado la del fray Antonio de Valdivieso, que vaga por las calles de León en busca de su cabeza. Luego pensó en el triste destino final del profesor Pembroke.

—Usted debe de ser Cayetano Brulé —dijo alguien a su lado—. Mucho gusto, soy Lenin, dueño de La Utopía Estofada, porteño como usted, bienvenido. Le traje su mezcalito, por sugerencia de su amigo el profesor, pero también un pisco sour, que es una atención de la casa —añadió, colocando ambos tragos sobre la mesa—. ¿Me permite? No todos los días llega a Coyoacán alguien de Valparaíso.

Se sentó frente a él, de espaldas a la puerta por donde soplaba una brisa cálida. Tendría unos setenta años, llevaba gafas de marco metálico y era bajo de estatura y esmirriado, y su sonrisa correspondía a la de una persona satisfecha de lo que ha alcanzado, no a la de quien acaba de perder la fe en sus ideales, pensó Cayetano.

—Vivo desde hace cuarenta años en México —continuó tras ordenar un pisco sour para él mismo—. Salí de Chile con la «beca» Augusto Pinochet hacia esta tierra generosa. Me casé con una mexicana y acá nacieron mis hijos. Como ve, no he perdido el acento chileno y cada mañana veo primero el canal nacional de allá. Pero no volveré a Chile. Soy medio mexicano ya. Aquí moriré, aquí soy feliz. En Chile la gente ya no sabe ser feliz.

Cayetano le dijo que lo entendía porque él era de origen cubano y sentía que ya pertenecía para siempre a Valparaíso, puesto que su isla nunca más volvería a ser lo que había sido. Le contó además que investigaba un asunto menor, pero que ese día andaba en Coyoacán para visitar las casas de Hernán Cortés, Frida Kahlo y León Trotski. Lenin le pareció un tipo locuaz y con tiempo para platicar. En verdad, en México todos tenían tiempo y deseos de conversar, y al parecer los chilenos aprendían allí a comunicarse por el gusto de comunicarse, no por el afán de impresionar u ostentar.

—Nunca había conocido a un detective de verdad —exclamó Lenin y alzó la copa que acababan de servirle—. Le propongo que brindemos por usted, por su visita a Coyoacán y porque su investigación se vea coronada por el éxito. Salud, amigo.

El pisco sour era uno de los mejores que había bebido en años. Lo felicitó por el trago y le preguntó si en Chile también había sido restaurador.

—Durante el gobierno del compañero Allende me dediqué a racionar alimentos —continuó Lenin—. ¿Se acuerda de las Juntas de Abastecimientos y Control de Precios, las JAP, de Dirinco? Pues me dedicaba a eso. Vigilaba que los comerciantes respetaran los precios fijos en beneficio del pueblo. Fue un completo fracaso. Siempre termina triunfando el mercado. Ahora que tengo restaurante me doy cuenta de que entonces éramos unos ignorantes en economía.

—¿Muchos chilenos en México?

—Serán unos diez mil. La mayoría exiliados o hijos de exiliados. Yo llegué militando en un partido del cual prefiero ni acordarme, y resuelto a morir por la libertad de Chile. Con el tiempo descubrí que la dictadura iba para largo y que nuestros dirigentes se arreglaban los bigotes con los amigos del PRI. Bueno, llegaron aquí como héroes y salieron convertidos en consultores, empresarios, ministros y embajadores. Capitularon ante el establishment de Chile y se olvidaron del pueblo.

—Veo que usted es de los arrepentidos —aseveró Cayetano, indicando con la palma abierta de su mano hacia los clientes que atestaban el restaurante.

—No me quedó otra, mi amigo —repuso Lenin, algo abochornado, y sorbió con los ojos cerrados de la copa—. Como empleado en México se gana una miseria. Lo mejor es emprender algo propio. Los chilenos gozamos aquí de buena reputación y tenemos capacidad de emprendimiento. Claro que tuve que cambiarme el nombre —agregó socarrón.

—¿No se llamaba entonces Lenin?

Un mozo trajo un plato con empanadas fritas, calentitas.

—Mire, aquí hay apellidos que abren puertas y otros que las cierran. Me dicen Lenin P. Recabarren. Recabarren está bien porque es el apellido del fundador del Partido Comunista chileno, pero ese es solo mi segundo apellido.

—¿Cuál es el primero?

—¿No se da cuenta?

—No.

—Lenin P. Recabarren quiere decir Lenin Pinochet Recabarren —explicó sonrojándose—. No tenemos nada que ver con el dictador, aunque dicen que todos los Pinochet en Chile vienen del mismo tronco, para vergüenza mía. Curioso —dijo, arrancándole un trozo a la empanada—, pero la historia y los nombres me jugaron malas pasadas. El apellido Pinochet aquí no me habría servido ni para abrir un puesto de tacos en Tepito, donde comencé por cierto mi emprendimiento.

—Así me comentó el profesor Solórzano del Valle. —Cayetano se apartó del bigote la espuma del pisco sour con una servilleta de papel.

—Confío en abrir otro restaurante en Playa del Carmen, donde llega mucho turista chileno. Como usted sabe, los chilenos seguimos pidiendo afuera palta reina y cazuela, pastel de choclo y humitas, pisco sour y vino chileno, y creyendo que la bandera y el himno nacional ganaron concursos internacionales en París, en el siglo XIX.

Dos señores fornidos, ya mayores, de trajes oscuros de fina tela, ingresaron en ese instante a La Utopía Estofada. El primero, de abundante y leonina melena canosa, pañuelo de seda al cuello y mocasines; el segundo, de pelo corto, corbata roja y zapatos bruñidos.

—¿Ve a esos personajes? —preguntó Lenin en voz baja. Seguían a un mozo hacia una mesa reservada—. Ambos son de Valparaíso y eran revolucionarios en la época de Allende. Ahora uno es coleccionista de arte y posa de cineasta; el otro es embajador con aspiraciones literarias, cualquier día se apituta como ministro. Se olvidaron de su pasado rebelde, visten con la elegancia que les ve, se hospedan en hoteles cinco estrellas y disfrutan de contactos privilegiados en México.

—Interesante —comentó Cayetano tras acabar su pisco sour.

—Uno pertenece a la izquierda caviar, el otro terminó como liberal, amante de la economía de mercado y la democracia que tanto combatió en su juventud —agregó Lenin, chupándose los dedos—. Por eso Chile está como está. A su salud, compatriota, por Chile y su sufrido pueblo, y espero invitarlo un día no muy lejano a la inauguración de La Utopía Estofada en la caribeña Playa del Carmen.