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Esa misma noche envió e-mails a los españoles.

Roig Gorostiza reaccionó diciendo que estaba al tanto del lamentable fallecimiento de Pembroke y que le escribiría más adelante para acordar una cita. Con Zulueta de la Renta le fue peor. Una respuesta automática daba cuenta de que se hallaba en un año sabático y que atendería mensajes en la medida en que le fuera posible. Se desalentó. Durante el viaje no tendría oportunidad de consultar a esos académicos. ¿O Markus Chang y Amílcar Guerra ya les habían advertido de que los buscaba por un tema ingrato?

Se duchó con agua muy caliente para paliar el frío que le calaba hasta los tuétanos. Cuando estaba secándose con el ánimo de entrar a la cama bien acompañado de una botellita de Bacardi, iniciativa estimulante aunque no comparable con la de deslizarse en el lecho con la sandunguera Andrea Portofino, recibió un llamado telefónico. Supuso que era Gorostiza, a quien le había dejado el número de su celular.

No era Gorostiza sino Soledad Bristol, exayudante de Pembroke en el Voltaire College. Había trabajado durante unos años con él, hasta el inicio de su último sabático prácticamente, y ahora sobrevivía de traducciones y sustituciones en colleges de Nueva Orleans. Decía haber asistido al profesor en la preparación de un libro y diversos ensayos.

—¿Se refiere al libro que redactaba en el Emperatriz del Pacífico? —preguntó, anudándose el cordón de la bata ante el espejo de la habitación.

—No sé de qué escribía en el crucero. El libro en que intervine trata de los elementos míticos precolombinos que facilitaron la conquista.

Recordaba haber tenido ese volumen en las manos. Lo había recibido en el despacho del Turri. Si no le fallaba la memoria, era el cuarto de la serie publicada por Pembroke.

—¿El que habla de que desde el Oriente arribarían a México hombres rubios, descendientes de los dioses? —preguntó mientras colocaba la botellita de ron sobre el velador.

—Exacto —dijo ella—. Es la profecía azteca que confundió a Moctezuma y permitió a Hernán Cortés tomar la gran Tenochtitlán, que se halla hoy en rigor bajo el centro histórico de Ciudad de México. La profecía cambió la historia de Occidente.

—Podría pensarse que los aztecas fueron engañados por sus propios dioses.

—Pero no lo llamé para hablarle de mitos, señor Brulé, sino para ponerme a sus órdenes porque conocí y admiré al profesor Pembroke.

Hablaba español con el acento de los muchachos mormones de pelo corto, que tocan a la puerta de casa llevando pantalón oscuro, camisa blanca, corbata y una mochila con libros.

—¿Quién le dio mi nombre?

—En la MLA corrió la voz de que usted investiga el asesinato. No crea que su presencia despierta simpatías. A los maestros les carga que un policía husmee en su mundo. Y aunque todo catedrático guarda esqueletos en la bodega, la asociación reúne a profesionales de la lengua, no a criminales.

—No sabía que eran tan sensibles. ¿Me llamó acaso para transmitirme un mensaje gremial? —Destapó la botellita de ron y sorbió un poco. Era efectivamente ron añejo.

—Lo llamé para ponerme a su disposición, como le dije.

—Se lo agradezco. Busco a personas que conocieron a Pembroke.

—No tenía muchos amigos, ni tampoco enemigos. Eso puedo garantizárselo. Era un hombre espléndido, rebosante de vida y proyectos. Sus alumnos lo idolatraban.

—¿No tenía enemigos en la academia?

—Enemigos, enemigos, no creo. Pero en el mundillo académico siempre hay rencillas, resentimientos y odiosidades, como en todas partes.

—Dicen que nadie tiene un ego más grande que un profesor de college estadounidense.

—Pero ese ego solo existe en los pasillos de los campus universitarios, señor Brulé. Afuera, en la cruda realidad del mercado, se desperfila y convierte en complejo de inferioridad. Vea mi caso: estoy desempleada, como muchos que estudiaron literatura, y ando detrás de traducciones y sustituciones de colegas enfermos.

—Lo siento, pero los egos son egos.

La mujer soltó una risita burlona y luego añadió:

—La academia es muchas cosas: satisfacciones y disputas, prestigio y descrédito, ascensos y caídas en desgracia; pero nada se resuelve empleando la violencia.

—¿Conoce a los profesores Roig Gorostiza y Zulueta de la Renta?

—Son hispanófilos duros. No me extraña que los mencione. No se llevaban bien con el profesor. Pero prefiero hablar de eso en forma personal, digo, si usted tiene tiempo e interés.

—Hay interés de mi parte. Y si no tengo tiempo, me lo hago.

Esperó a que ella tomara la iniciativa. Ya la había tomado al marcar su número telefónico. Esperó en vano, ella se parapetó en el silencio.

—¿Cómo conoció a Joe Pembroke?

Tal vez entre ella y Joe existió algo más que mera colaboración académica, pensó. La tremenda admiración con que se refería al profesor sugería esa posibilidad.

—Ya se lo dije. Fui su asistente de investigación en el college —continuó ella—. Me ofreció el puesto porque quería a su lado a alguien que dominase el castellano y fuese discreto. He pasado varios veranos en Ciudad de México, así que hablo bien el castellano, como usted puede escuchar. En ese momento él estaba escribiendo el libro sobre los mitos.

—¿Por qué necesitaba a alguien discreto?

—Los investigadores prefieren rodearse de gente reservada. De lo contrario, corren el peligro de que sus ideas circulen antes de tiempo entre la comunidad académica y los plagien.

—Entiendo. Me gustaría que nos reuniéramos —dijo Cayetano. En el espejo advirtió que su barriga se abultaba irremediablemente con el paso de los años. Pensó que tal vez estaba un poco viejo para Andrea Portofino—. ¿Está usted en Chicago?

—En Nueva Orleans. En una pensión del French Quarter. Ningún college me extendió una entrevista a la MLA este año. Si pasa por aquí, avíseme. Aquí hay mejor clima y mejor comida que en Illinois.

Era una invitación conveniente. Bastaba con desviarse algo de la ruta de regreso a Santiago, pensó rascándose la calvita.

—¿Puede ser pasado mañana?

—Estaré todo el día traduciendo —repuso ella—. Un maldito manual de herramientas españolas. Apunte bien mi celular.