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Llovía en forma lenta y espaciada. Cayetano Brulé contempló el entierro desde la distancia, envuelto en la gabardina y con el cuello en ristre. De las alas del sombrero goteaba el agua. Seguía la ceremonia parapetado detrás de un pabellón de varios pisos que albergaba nichos del cementerio de Playa Ancha. A su espalda, el océano Pacífico era un manto quieto y gris, y la lluvia arreciaba con el viento norte.
En el pasaje formado por los pabellones había una multitud de jóvenes vistiendo la camiseta deportiva del Valparaíso Royal. La modesta bandita del club interpretaba sones fúnebres en honor a Matías Rubalcaba.
Encendió un Lucky Strike, y el cigarrillo estuvo a punto de escapársele de las manos. Lo afincó firme entre los dientes y aspiró el humo con un doloroso sentimiento de culpabilidad. No probaba un cigarrillo desde que el médico, hace años, le había hallado una manchita en una radiografía. El humo que inundaba sus pulmones era un beso del más allá que le recordaba que él era el culpable de esa muerte. Ayudados por las poleas, los enterradores elevaron el ataúd hasta el tercer nivel. La voz ronca de la tuba le recordó la sirena del faro sumergido en la niebla. El golpe hueco del féretro contra el nicho y el llanto de mujer, probablemente de la madre de Matías, le desgarraron el alma.
Nada más implacable y definitivo que la muerte, pensó mientras los cristales de sus anteojos se perlaban de gotas. No quiso frotarlas con el pañuelo. Prefirió que el agua se mezclara con sus lágrimas. Apoyado contra un nicho, las manos en los bolsillos de la gabardina, la barbilla trémula y el cigarrillo humeando, pensó lleno de ira e impotencia que la muerte de Rubalcaba era obra de los asesinos de Pembroke y Camilo.
Se alejó de la ceremonia y caminó bajo la lluvia por un pasaje desolado donde el agua formaba pozas. Al final la culpa de la muerte de Rubalcaba la tenía él, Cayetano, por la sencilla razón de que lo había involucrado en el caso. El responsable era él y nadie más que él. Si no le hubiese pedido ayuda, Matías estaría ahora por irse a estudiar a Estados Unidos.
Debía admitirlo: lo había guiado hasta la boca del lobo y, cuando intuyó que Rubalcaba corría peligro, no había actuado con la energía y autoridad suficientes como para obligarlo a salir de Valparaíso por un tiempo. Sintió un retortijón en el estómago.
Cargaría para siempre con esa muerte sobre su conciencia, concluyó. Para él no habría ni perdón ni olvido. El sentimiento de culpabilidad no lo abandonaría jamás. Peor aún, lo perseguiría hasta su tumba. Matías no estudiaría en una universidad estadounidense, no enseñaría en un colegio chileno ni escaparía de la pobreza. Por culpa suya, el bueno de Rubalcaba, que se alimentaba de sueños y esperanzas, había terminado en un nicho de ese cementerio que lavaba la lluvia.
Pateó con furia una piedra para autoflagelarse y castigarse, pero no sintió dolor. Siguió caminando, recibiendo la lluvia y el viento en las mejillas y los cristales de los anteojos. De pronto, la profusión de coronas y ramos de flores ante una gruta atrajo su atención.
Se acercó a ver. No solo había flores. También vio placas de mármol y metal que expresaban gratitud por los favores concedidos. El santo milagroso era Émile Dubois. Dubois había sido un francés que a comienzos del siglo XX había aterrorizado a Valparaíso asesinando a gente importante. Ahora, ciertas personas lo veneraban. De un viejo espino retorcido e inclinado por el viento sur colgaban retratos en sepia de Dubois, cuentas de rosarios y maceteros.
Aquí yacen los restos del santo de los ladrones y asesinos de la ciudad, se dijo Cayetano, recordando el Adoratorio de la Santa Muerte, en Ciudad de México. Dubois, un tipo esmirriado y de bigote fino, con pequeños e incisivos ojos de desequilibrado, había asesinado a varios comerciantes de Valparaíso a comienzos de 1900. Lo habían capturado cuando escapaba del asalto frustrado a un empresario alemán, en la plaza Aníbal Pinto. Aunque herido de muerte por la estocada que le había propinado el francés, el alemán lo persiguió por las calles céntricas, gritando su nombre, incitando a los demás a capturarlo, hasta que la víctima cayó desplomada.
Así que ahí descansa Dubois, que se valía de una daga para asesinar, pensó Cayetano. Con el tiempo devino ánima milagrosa. Durante el juicio había aseverado una y otra vez que era inocente y un mero chivo expiatorio, que si lo juzgaban iban a caer tres espantosas maldiciones sobre la ciudad. La primera se anticipó y fue el terremoto de 1906, que la destruyó.
Antes de ser fusilado por un pelotón de carabineros, en una madrugada de 1907, en la cárcel pública de Valparaíso, solicitó fumar un cigarrillo como último deseo. Lo aspiró con parsimonia, sentado de piernas cruzadas en el banquillo de la muerte. Después pidió que no le vendaran la vista. Dijo que prefería mirar a los ojos a quienes cometerían tamaña injusticia. Insistió en su inocencia hasta el final y conminó a sus fusileros a que apuntaran bien a su corazón.
Poco después comenzó la decadencia de Valparaíso: el canal de Panamá dejó al puerto de la noche a la mañana sin embarcaciones ni fletes. Después vendría la emigración de muchos porteños a Santiago y Viña del Mar. Un siglo tardaría Valparaíso en recuperarse.
Una vistosa corona de crisantemos marchitos capturó su atención. Descansaba sobre un trípode, la cruzaba una cinta roja con ribetes dorados y una leyenda: «Para Émile Dubois, héroe popular denigrado». Firmaba CPH.
CPH, se dijo Cayetano, dándole una calada profunda al cigarrillo. ¿Cómo se convertía un asesino en un santo milagroso? ¿Y qué significaba CPH? Esos eran los misterios de Valparaíso. Luego empleó su lumbre para cortar la cinta. Nadie lo estaba viendo. Se echó la cinta al bolsillo de la gabardina y caminó hacia la salida del cementerio, diciéndose que la historia es lo que al final uno cuenta.
Mientras buscaba su vehículo entre las ráfagas de agua y viento, le siguió llegando a los oídos la triste marcha con que la bandita del Valparaíso Royal despedía a Matías Rubalcaba.